“Me casé con mi vecino de 82 años para evitar que lo lleven al asilo. Nadie entendía, pero esto cambió todo”
“¿Estás completamente loca, Mariana?” mi hermana casi escupe el café cuando se lo conté. “¡Tiene ochenta años!”
“Ochenta y dos,” corregí, removiendo mi té con calma. “Y antes de que sigas gritando, déjame explicarte.”
Todo empezó tres meses atrás, cuando vi a los hijos de don Ernesto merodeando su casa con folletos de residencias geriátricas. Los conocía de vista: aparecían cada seis meses, revisaban que su padre siguiera vivo, y desaparecían otra vez. Esa tarde, escuché la discusión desde mi balcón.
“Papá, ya no puedes vivir solo. Tienes ochenta y dos años.”
“Tengo ochenta y dos años, no ochenta y dos achaques,” respondió don Ernesto con esa voz suya que sonaba como papel de lija pasado por miel. “Me hago mi propio desayuno, camino al mercado, y anoche vi tres episodios de esa serie de narcotraficantes sin quedarme dormido. Estoy perfectamente bien.”
“Pero papá—”
“Pero nada, Osvaldo. Vete con tu hermana a contar mi dinero imaginario y déjame en paz.”
Esa noche, don Ernesto tocó a mi puerta. Llevaba una botella de vino y cara de funeral.
“Mariana, necesito pedirte algo muy extraño.”
Dos copas después, me había propuesto matrimonio.
“Es solo en papel,” explicó, moviendo las manos nerviosamente. “Tú tienes treinta y ocho, yo ochenta y dos. Mis hijos no pueden meterme en un asilo si estoy casado y mi esposa vive conmigo. Legalmente, sería más complicado.”
“Don Ernesto, esto suena a película mala.”
“Lo sé, lo sé. Pero Mariana, ese lugar… he visto ese lugar. Huele a desesperanza y a coles hervidas. Todavía puedo hacer mi vida. Solo necesito… un escudo legal.”
Miré sus ojos, azules y todavía chispeantes, y pensé en mi departamento vacío, en mis cenas solitarias frente a la televisión, en cómo este vecino gruñón era la persona con quien más conversaba en toda la semana.
“¿Qué gano yo?” pregunté.
“¿Además de mi encantadora compañía? Pago la mitad de todos los gastos. Cocino los domingos. Y… no sé, ¿compañía? Los dos estamos bastante solos.”
Tres semanas después, nos casamos en el registro civil. Yo con un vestido color marfil que tenía en el closet, él con su mejor traje que olía a naftalina y victorias pasadas. Los testigos fueron la señora del kiosco y su marido, quienes no pararon de reírse durante toda la ceremonia.
“Puede besar a la novia,” dijo el oficial del registro con una sonrisa contenida.
Don Ernesto me dio un beso en la mejilla que sonó como cuando abres un sobre.
“Esto es lo más rebelde que he hecho desde el ’68,” me susurró.
La vida de casados resultó ser… extrañamente agradable. Don Ernesto, o Ernesto como empecé a llamarlo, era obsesivamente ordenado y se levantaba a las seis de la mañana a hacer ejercicio (cinco flexiones y una caminata al parque). Yo era un desastre que trabajaba hasta tarde como diseñadora gráfica y desayunaba café frío.
“Mariana, esto no es café, es jarabe de insomnio,” protestaba cada mañana al ver mi taza.
“Ernesto, eso no es ejercicio, es un insulto a la gimnasia,” respondía yo viéndolo hacer sus flexiones en cámara lenta.
Pero había momentos dulces. Los domingos, cumplía su promesa: cocinaba un estofado que sabía exactamente como debían saber los domingos. Me contaba historias de cuando era joven, de su esposa fallecida, de sus hijos cuando todavía lo visitaban con amor y no con folletos de asilos.
“¿Sabes qué es lo peor de envejecer, Mariana? No son las rodillas que crujen ni la memoria que falla. Es que la gente deja de verte como una persona y empieza a verte como un problema a resolver.”
Yo le hablaba de mis diseños, de mis fechas de entrega imposibles, de mi familia que no entendía por qué a los treinta y ocho seguía soltera.
“Bueno, técnicamente ya no estás soltera,” sonreía él. “Eres una mujer casada con excelente gusto en esposos maduros.”
Osvaldo y su hermana Beatriz aparecieron un mes después del matrimonio, furiosos.
“¡Esto es un fraude! ¡Se aprovechó de papá!”
“Osvaldo,” dije con calma, “tu padre está aquí, no está en coma. Puede hablar por sí mismo.”
“¡Tiene ochenta y dos años!”
“¡Y oídos perfectamente funcionales!” gritó Ernesto desde la cocina. “Mariana, ¿quieres más café de tu terrible jarabe de insomnio?” Escrito por Gisel Dominguez.
“¡Por favor!”
Beatriz me miró con odio. “¿Qué ganas tú con esto?”
Miré hacia la cocina, donde Ernesto tarareaba una canción vieja mientras preparaba el café como a mí me gustaba, aunque él lo considerara un crimen contra la humanidad.
“Gano un amigo,” dije simplemente. “Gano a alguien que se preocupa si llegué bien del trabajo. Gano domingos con estofado y alguien con quien ver películas malas. ¿Eso les parece poco?”
Se fueron dando un portazo. Ernesto salió de la cocina con dos tazas.
“Mis hijos piensan que estoy senil.”
“Tus hijos son unos tontos.”
“Eso también.” Me pasó mi café. “Gracias, Mariana. Por esto. Por… todo.”
“Gracias a ti, esposo. Aunque tus flexiones sigan siendo patéticas.”
“Tu café sigue siendo veneno.”
“El matrimonio es sobre aceptar las imperfecciones del otro.”
“O burlarse de ellas cariñosamente.”
“Eso también.”
Brindamos con nuestras tazas mientras el sol de la tarde entraba por la ventana, iluminando nuestro extraño, imperfecto y genuinamente feliz matrimonio de conveniencia.