« ¡Mamá, míralo! ¡Se parece a mí como dos gotas de agua! » — Y la verdad que la hizo caer de rodillas…
La lluvia apenas comenzaba cuando Laura Campos salió de una juguetería elegante en Polanco con su hijo de siete años, Emilio.
El niño abrazaba una caja nueva de LEGO, riendo feliz, su pequeño mundo lleno de colores y seguridad.
Laura sostenía el paraguas sobre ambos mientras el trueno retumbaba suavemente sobre el cielo nublado de la Ciudad de México.
Cruzaban la calle hacia su camioneta cuando Emilio se detuvo de golpe.
—Mamá —dijo, tirándole la mano y señalando al otro lado de la avenida—. ¡Ese niño se parece a mí!
Laura siguió la dirección de su dedo.
Del otro lado, junto a una panadería tradicional, un niño estaba encogido bajo un paraguas roto. Su ropa estaba empapada, su cabello pegado a la frente, lleno de lodo. Comía lo que quedaba de un bolillo dentro de una bolsa tirada.
Y, a pesar de la suciedad, algo en él le heló el corazón: los mismos ojos color miel, la misma fosita en el mentón, la misma sonrisa leve.
—Emilio, no señales —susurró ella con voz tensa—. Ven, mi amor, vámonos.
Pero el niño no se movió.
—Mamá… de verdad se parece a mí. ¿Es mi hermano?
Laura se quedó inmóvil. Sintió que el aire se le escapaba del pecho.
Volteó de nuevo hacia el niño.
Y entonces lo vio.
En el lado izquierdo de su cuello, apenas visible bajo la mugre, había una pequeña mancha clara… con forma de gota de agua.
Un vértigo la recorrió entera.
Su difunto esposo, Miguel, solía llamar a esa marca “el beso del angelito.”
Su primer hijo, Nicolás, tenía exactamente la misma marca.
El mismo Nicolás que había sido secuestrado hacía cinco años, arrancado de un parque infantil.
A pesar de la policía, los detectives privados y las noches enteras buscándolo, nunca lo habían encontrado.
La vista de Laura se nubló. Su bolso cayó al suelo mientras sus ojos permanecían fijos en el niño.
Su voz se quebró:
—Dios mío… ¿Nico?
El niño levantó la mirada. Su expresión fue de desconfianza y miedo. Y en un segundo, agarró su mochila y echó a correr hacia una calle lateral.
—¡Espera! ¡Por favor, espera! —gritó Laura, corriendo bajo la lluvia.
Pero ya había desaparecido.
Y por primera vez en años, algo que había apagado en su corazón volvió a encenderse: la esperanza.
Esa noche, Laura no pudo dormir.
Cada vez que cerraba los ojos, veía ese rostro —los mismos ojos, la marca en el cuello, la forma en que se estremeció al oír su voz.
No podía ser una coincidencia.
Al amanecer, tomó una decisión.
Marcó el número de su amiga de toda la vida, Marisa Hernández, una detective privada que había trabajado en el caso años atrás.
—Marisa… —susurró con voz temblorosa—. Creo que lo encontré.
Se reunieron cerca de la panadería donde Laura había visto al niño.
Horas pasaron hasta que finalmente lo vieron salir de una calle lateral, con una mochila rota colgando del hombro.
El corazón de Laura latió con fuerza.
Lo siguió despacio, temiendo asustarlo.
En un cafecito de esquina, se acercó con suavidad.
—Hola —le dijo con ternura—. Debes tener mucho frío. ¿Puedo invitarte algo calientito?
El niño dudó, pero al final asintió.
Dentro, mientras devoraba unos hotcakes, Laura le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
Él levantó la vista.
—Nico —murmuró—. Bueno… así me decía la señora que me cuidaba.
El corazón de Laura se encogió.
—¿Dónde está ella?
—Se fue una noche —respondió él, bajando la mirada—. Dijo que volvería… pero nunca regresó.
Laura sintió las lágrimas subir.
Cuando volvió a mirarlo, notó un pequeño colgante en su cuello: un avioncito de plata.
Lo reconoció al instante.
Era el regalo que le había dado a Nicolás por su quinto cumpleaños.
Sus manos temblaron.
—Nico… ¿quién te dio ese collar?
—Mi mamá —dijo él, con inocencia—. Antes de que la perdiera.
Marisa, discreta, tomó una muestra de ADN mientras Laura lo distraía con un postre.
El resultado llegó al día siguiente.
Coincidencia del 99.9 %.
Nicolás Campos —su hijo— estaba vivo.
Laura cayó de rodillas, llorando.
Años de culpa, de dolor, de noches interminables la aplastaron de golpe.
Cuando Laura entró al hogar infantil donde Nicolás se quedaba, lo encontró sentado junto a la ventana, mirando la lluvia.
Él no sonrió. Solo la observó, con los ojos de alguien que ha aprendido a no confiar.
Ella se arrodilló frente a él.
—Nico —dijo suavemente—. Soy yo… soy tu mamá.
Él bajó la vista hacia el pequeño avión de plata.
—¿Tú me lo diste, verdad?
Laura asintió con lágrimas.
—Sí, mi vida. Nunca dejé de buscarte. Nunca.
Pasó un largo silencio.
Luego, con timidez, el niño estiró la mano y tocó la de ella.
Era una mano pequeña, temblorosa… pero bastó para derrumbar años de distancia.
Esa tarde, Emilio entró a la habitación, curioso y nervioso.
—Mamá dice que eres mi hermano —dijo—. ¿Quieres jugar conmigo?
Nicolás dudó, y luego sonrió —una sonrisa chiquita, temerosa, pero real.
Y con eso, el corazón de Laura empezó a sanar.
Las semanas siguientes fueron de terapias, trámites y paciencia.
Laura fundó una organización para ayudar a niños desaparecidos y en situación de calle, a la que llamó Fundación El Beso del Ángel, en honor a la marca de nacimiento de Nico.
Una noche, mientras los arropaba, Nicolás murmuró:
—Mamá… yo creí que nadie me encontraría nunca.
Ella le acarició el cabello y le besó la frente.
—Nunca dejé de buscarte —dijo en voz baja—. Y ya nunca volveré a perderte.
Afuera, la lluvia había cesado.
Adentro, por primera vez en cinco años, un hogar volvía a estar completo.