Le dio comida cuando era niña sin saber qué pasaría años después…
Nilda salía del supermercado cargando dos bolsas cuando la vio. Era una niña pequeña, sentada fuera del supermercado, con la mirada baja y una mano extendida. La gente pasaba sin mirarla.

Nilda se detuvo. Su corazón sintió un apretón.
—Hola, bonita. ¿Cómo te llamas? —le preguntó con suavidad.
—Lucero —susurró la niña, sin levantar la vista.
—¿Tienes hambre, Lucero?
La niña solo asintió, apretando los labios para no llorar.
Nilda dejó sus bolsas en el suelo. —Espérame aquí un momento.
Volvió a entrar al supermercado. Regresó minutos después con otra bolsa. Se la entregó a Lucero. La niña abrió los ojos con sorpresa. Adentro había leche, una caja de cereales, chocolatada, un paquete de harina, azúcar y una docena de huevos.
—Gracias, señora… muchas gracias —dijo Lucero, abrazando la bolsa.
—No es nada, pequeña. Ve a casa.
—¿Quiere venir conmigo? —preguntó Lucero de repente—. Mi casa está cerca. Así ve a mi mami.
Nilda dudó, pero la mirada limpia de la niña la convenció. Caminaron tres cuadras por calles de tierra hasta una casilla muy humilde. Al entrar, el corazón de Nilda volvió a doler. En una cama, tapada con una manta delgada, estaba una mujer muy pálida.
—Mami, mira lo que nos trajo la señora —dijo Lucero, mostrando la comida. La mujer intentó sonreír.
—Gracias, señora… Disculpe a mi hija, yo… estoy enferma, no he podido salir a trabajar en semanas. Ya no nos quedaba nada.
—No se disculpe —dijo Nilda, acercándose—. Me llamo Nilda. Por favor, cocinen algo. Voy a volver todas las semanas, ¿me oyen? Les traeré lo que necesiten hasta que usted se recupere.
Y Nilda cumplió. Cada sábado, sin falta, llegaba con mercadería. Vio cómo la madre de Lucero mejoraba y cómo Lucero crecía, siempre estudiosa y agradecida.
Pasaron los años. Lucero ya tenía 23 años.
Una mañana, Nilda, que ya era una anciana, estaba bajando las escaleras de su casa cuando tropezó. La caída fue fuerte. Se fracturó la cadera y, aunque salió del hospital, necesitaba reposo absoluto y muchos cuidados. Se sentía muy sola.
El sol comenzaba a esconderse detrás de los cerros, tiñendo el cielo de un naranja cansado.
En la esquina del mercado, entre puestos de frutas y olor a pan recién hecho, Teresa salía con dos bolsas repletas.
Era viernes, y como cada semana, apuraba el paso para tomar el último autobús hacia su barrio.
Pero ese día, algo detuvo sus pasos.
Una figura pequeña, sentada junto a un muro descascarado, la hizo frenar.
Era una niña de unos ocho años, descalza, con el cabello enredado y los ojos perdidos en el suelo.
Tenía una mano extendida, pero nadie la veía.
La gente pasaba, apresurada, como si la pobreza fuera invisible.
Teresa se agachó un poco.
—Hola, mi amor. ¿Cómo te llamas? —preguntó con voz suave.
La niña levantó apenas el rostro.
—Me llamo Alma —susurró.
—¿Tienes hambre?
La niña asintió con timidez.
Teresa dejó las bolsas en el suelo y suspiró.
—Espérame aquí, ¿sí? No te muevas.
Entró de nuevo al mercado. Caminó sin pensarlo hacia la sección de alimentos básicos: arroz, leche, pan, azúcar, huevos, algo de pollo y una chocolatada.
Pagó sin mirar el precio.
Cuando volvió a la puerta, Alma seguía allí, quieta, como si temiera que moverse rompiera el hechizo.
Teresa le entregó la bolsa.
—Toma. No es mucho, pero te va a servir.
Alma la abrazó con una fuerza inesperada.
—Gracias, señora. Mi mami va a estar feliz.
—¿Dónde vives, pequeña?
—Allá, detrás del río. Si quiere, le muestro.
Teresa dudó. El cielo ya estaba oscureciendo. Pero algo en los ojos de esa niña la empujó a decir sí.
Cruzaron tres calles de tierra, esquivando charcos, hasta llegar a una casita de chapa.
Dentro olía a humedad y a sopa vieja. En una cama, bajo una manta delgada, había una mujer pálida, tosiendo.
—Mami, mira —dijo Alma, dejando la bolsa junto a la cama—. La señora nos trajo comida.
La mujer intentó incorporarse.
—Dios la bendiga, señora. No sabe cuánto le agradezco. Estoy enferma, no he podido salir a trabajar.
Teresa le tomó la mano.
—No me agradezca. Todos necesitamos ayuda alguna vez. Yo vendré cada semana, ¿sí? Hasta que se recupere.
Y así fue.
Los sábados se convirtieron en un ritual.
Teresa llegaba con sus bolsas llenas y una sonrisa.
Alma la esperaba siempre en la puerta, con su cabello limpio y su cuaderno de la escuela en las manos.
Pasaron los meses.
La madre de Alma, llamada Rosa, volvió a levantarse.
—No sé cómo agradecerle, doña Teresa —le decía—. Usted salvó nuestras vidas.
—No me debe nada, Rosa. Solo prometa que su hija nunca dejará de estudiar.
Años después, Teresa seguía visitándolas.
Alma creció, terminó la secundaria y consiguió una beca para estudiar medicina.
—Quiero ser doctora, como las que curan, pero también como las que escuchan —le dijo una vez a Teresa.
Teresa sonrió con orgullo.
—Tú vas a lograrlo, mi niña. Lo sé.
El tiempo, sin embargo, no perdona.
Teresa envejeció.
Su cabello se volvió completamente blanco, y sus pasos se hicieron lentos.
Vivía sola en una casa antigua, llena de recuerdos y retratos.
Una tarde, al bajar la escalera con una canasta de ropa, tropezó.
El golpe fue seco.
Cuando despertó, estaba en el suelo, inmóvil, el dolor atravesándole la cadera.
Los vecinos escucharon el ruido y llamaron a una ambulancia.
En el hospital, los médicos dijeron que necesitaría meses de reposo y alguien que la cuidara.
Pero Teresa no tenía familia.
Solo algunas vecinas que la visitaban de vez en cuando.
Las noches eran largas y frías.
Desde su cama, miraba el techo y se preguntaba si alguien recordaría los gestos que uno hace en la vida.
Una mañana, escuchó pasos en el pasillo del hospital.
—Señora Teresa, la doctora nueva quiere verla —dijo una enfermera.
Teresa levantó la vista, cansada.
Y entonces la vio.
Una mujer joven, de bata blanca, con los ojos brillantes y una sonrisa familiar.
—¿Usted… me recuerda? —preguntó la doctora.
Teresa frunció el ceño.
—Su rostro… me resulta conocido.
La joven se acercó, tomó su mano con delicadeza.
—Soy Alma, señora Teresa. La niña del mercado.
El corazón de Teresa se detuvo un instante.
—Alma… mi niña…
Las lágrimas comenzaron a rodar por las dos caras.
—Gracias a usted, estoy aquí. Usted me dio comida cuando nadie me veía. Ahora déjeme cuidarla a usted.
Desde ese día, Alma la visitó todos los días.
Se encargó de su rehabilitación, de su medicación, de su comida.
A veces le leía libros, otras simplemente se quedaba en silencio, sosteniendo su mano.
Cuando Teresa volvió a caminar, Alma la llevó al parque.
Se sentaron bajo un árbol, mirando a los niños jugar.
—¿Sabe algo, Teresa? —dijo Alma, sonriendo—. Siempre pensé que la vida era una línea recta. Pero no lo es.
—¿Y qué es, entonces? —preguntó Teresa.
—Un círculo. Lo que uno da, siempre vuelve.
Teresa la miró, con los ojos llenos de ternura.
—Entonces yo tuve suerte, mi amor. Porque lo que di volvió convertido en una mujer buena.
Se quedaron allí, en silencio, viendo caer la tarde.
El viento traía olor a pan tostado, igual que aquel día en el mercado.
Y Teresa pensó que, a veces, un solo gesto —una bolsa de comida, una palabra amable, una mano tendida— puede cambiar no solo una vida, sino dos.