“Le di una oportunidad laboral a una chica sin estudios. Años después, se convirtió en mi jefa.”
Recuerdo perfectamente el día que entró a mi oficina. Era 2015 y yo acababa de ser ascendido a gerente de operaciones. Tenía treinta y dos años y me sentía en la cima del mundo.
—Pase, señorita… —revisé el papel— Martínez.
Ella entró con pasos cortos, nerviosos. Llevaba un blazer azul que se notaba prestado, demasiado grande en los hombros. Sus manos temblaban ligeramente mientras sostenía una carpeta gastada.
—Buenos días, señor Ramírez. Gracias por recibirme.
Me senté y abrí su currículum. O más bien, la hoja escueta que lo pretendía ser. Estudios: secundaria completa. Experiencia: cajera en un supermercado, mesera, niñera. Nada que ver con el puesto de asistente administrativa que ofrecíamos.
—Mira, Andrea… —suspiré— No tienes el perfil que buscamos. Necesitamos a alguien con título universitario, al menos técnico en administración.
Ella tragó saliva. Vi cómo sus ojos se humedecían, pero mantuvo la frente en alto.
—Lo sé, señor. Y sé que probablemente hay cien personas más calificadas que yo esperando afuera. Pero nadie va a trabajar más duro que yo. Nadie. —hizo una pausa— Tengo dos hermanos menores. Mi mamá está enferma. No puedo pagarme estudios ahora, pero puedo aprender. Déme dos semanas de prueba. Si no le sirvo, me voy sin problemas.
Había algo en su mirada. Determinación pura. Me recordó a mí mismo veinte años atrás, cuando llegué a esta ciudad sin conocer a nadie.
—Está bien —dije, sorprendiéndome a mí mismo— Dos semanas. Pero vas a tener que correr, Andrea. Aquí nadie regala nada.
Su sonrisa iluminó toda la habitación.
—No lo va a lamentar.
Y no lo lamenté. Andrea llegaba una hora antes que todos. Se quedaba hasta que terminara el último pendiente. Tomaba notas de todo, hacía preguntas inteligentes. En tres meses ya manejaba el sistema mejor que gente que llevaba años en la empresa.
—¿Cómo le haces? —le pregunté una tarde, viéndola organizar un desastre de archivos que llevaba meses sin resolver.
—No sé hacer las cosas a medias, señor Ramírez —respondió sin levantar la vista— O las hago bien o no las hago.
Con el tiempo, empecé a delegar en ella tareas más complejas. Análisis de datos, coordinación con clientes, presentaciones. Mientras otros asistentes se quejaban, Andrea aprendía. De noche estudiaba en línea, con cursos gratuitos. Los fines de semana leía libros de gestión empresarial que yo le prestaba.
—Andrea, este análisis está mejor que el del equipo de finanzas —le dije un día, genuinamente impresionado.
—Vi videos en YouTube —respondió como si nada— Y le pregunté a Carlos de contabilidad. Es muy amable cuando le llevas café.
Pasaron dos años. Andrea ya no era mi asistente, era mi brazo derecho. Cuando la empresa abrió una sucursal nueva, fui yo quien recomendó que la pusieran a cargo.
—¿Estás seguro? —me preguntó el director general— No tiene título.
—Tiene algo mejor —respondí— Tiene hambre de triunfar y la inteligencia para lograrlo.
La sucursal prosperó. Andrea implementó sistemas que luego adoptamos en toda la empresa. Su equipo la adoraba. Los clientes preguntaban específicamente por ella.
Yo, mientras tanto, me acomodé. Empecé a llegar más tarde, a delegar todo, a pensar que mi puesto estaba asegurado. Después de todo, yo era el que tenía el máster, el que había construido gran parte de esa empresa.
En 2023 me llamaron a la oficina del director general. Andrea estaba ahí, sentada junto a él.
—Ramírez, siéntate —dijo el director— Hemos tomado una decisión. Vamos a reestructurar la gerencia general. Andrea será la nueva directora de operaciones.
Sentí como si me hubieran tirado agua helada.
—¿Y yo?
—Tú reportarás a ella. Si no estás cómodo con eso, lo entenderemos.
Miré a Andrea. Esperaba ver triunfo en su rostro, tal vez un poco de satisfacción. Pero solo vi preocupación. Genuina preocupación.
Después de la reunión, me alcanzó en el pasillo.
—Señor Ramírez… Roberto —dijo quedamente— Nunca voy a olvidar lo que hizo por mí. Ese día cambió mi vida.
Me avergoncé de mi propio resentimiento. Extendí mi mano.
—Felicidades, jefa. Te lo ganaste.
Ella estrechó mi mano con fuerza.
—Espero poder contar con usted. Todavía tengo mucho que aprender.
Han pasado dos años desde entonces. Andrea es ahora vicepresidenta. Y yo sigo aquí, reportándole. Algunos de mis antiguos colegas me tienen lástima. Creen que es humillante. Escrito por Gisel Dominguez.
Pero yo aprendí algo valioso: di una oportunidad sin saber que estaba invirtiendo en mi propio futuro. Andrea no solo se convirtió en una excelente líder, se convirtió en alguien que me recuerda cada día que el talento no viene con títulos, viene con actitud.
La semana pasada me llamó a su oficina. La misma oficina que una vez fue mía.
—Roberto, quiero que lideres el nuevo proyecto internacional —me dijo— Pero necesito que recuperes esa chispa que tenías antes. El Roberto que me dio una oportunidad a mí.
Tenía razón. Me había vuelto complaciente.
—¿Sabes qué es lo más irónico de todo esto? —le dije— Yo creí que te estaba dando una oportunidad a ti. Pero fuiste tú quien me la dio a mí. La oportunidad de seguir creciendo.
Andrea sonrió, esa misma sonrisa del primer día.
—Entonces, ¿aceptas el proyecto?
—Sí, jefa. No te voy a decepcionar.
Y mientras salía de su oficina, me di cuenta de algo: contratar a Andrea fue la mejor decisión de mi carrera. No porque me hiciera quedar bien, sino porque me enseñó que la humildad y el hambre de superación siempre vencerán a la arrogancia y los diplomas.
A veces damos oportunidades. Y a veces, si tenemos suerte, esas oportunidades regresan para salvarnos de nosotros mismos