La radio del padre
Cuando cierro los ojos y dejo que el silencio me abrace, a veces puedo oírlo todavía.
Esa voz grave, pausada, que salía del pequeño aparato marrón sobre la mesa del comedor.
Era la voz de mi padre… aunque en realidad, muchas veces, era solo la radio.

I
Crecí en un pequeño pueblo perdido entre montañas y ríos. Las mañanas olían a pan recién hecho y las tardes a tierra mojada.
En nuestra casa, humilde pero llena de vida, el centro de todo no era la mesa, ni el fogón, ni siquiera la cama donde dormíamos los cinco hermanos amontonados.
El centro era la radio.
Una caja cuadrada, de madera gastada, con una tela amarillenta delante y un dial que brillaba como un ojo atento.
Mi padre la llamaba “la vieja compañera”, y tenía razón. A través de ella llegaban las noticias del mundo, la música de los domingos y las voces que nos hacían soñar con lugares que nunca habíamos visto.
No teníamos televisión, ni teléfono, ni reloj de pulsera. Pero teníamos esa radio.
Y cuando mi padre la encendía al caer la tarde, era como si el mundo entero se metiera en nuestra cocina.
II
Mi padre era un hombre de pocas palabras.
Trabajaba de sol a sol en el campo, con la piel tostada por el sol y las manos duras como raíces.
Cuando volvía, se lavaba en el pozo, se secaba con una toalla vieja, y se sentaba frente a la radio.
Giraba lentamente el dial, buscando su estación favorita.
A veces sonaban tangos; otras veces, noticias que él escuchaba con atención.
Yo lo observaba en silencio.
Me fascinaba la forma en que la luz anaranjada del aparato iluminaba su rostro cansado.
Era como si esa luz le diera fuerza.
—Papá, ¿por qué escuchas tanto la radio? —le pregunté una vez.
—Porque la radio no solo habla —me dijo sin mirarme—. También escucha.
No entendí lo que quiso decir.
No entonces.
III
Los días pasaban lentos, marcados por el sonido del gallo y el murmullo del río.
En el pueblo, todos conocían a mi padre. No era un hombre de fiestas ni de palabras bonitas, pero siempre tenía tiempo para quien necesitara un consejo o una mano.
A veces llegaban vecinos con problemas: una vaca enferma, una deuda, una pelea entre hermanos.
Y él los recibía, les ofrecía café y, mientras la radio murmuraba de fondo, los escuchaba.
No decía mucho. Solo asentía, con ese silencio que parecía entenderlo todo.
Con el tiempo, comprendí que su frase era cierta:
La radio no solo hablaba, sino que nos enseñaba a escuchar.
Y mi padre, sin saberlo, era igual.
IV
Recuerdo una noche en particular.
Había una tormenta terrible. El viento golpeaba las ventanas y el techo de zinc sonaba como un tambor furioso.
Mi madre había encendido las velas, y nosotros, los niños, nos habíamos acurrucado en un rincón, temblando.
Entonces, la radio se apagó.
El silencio fue tan grande que hasta el trueno pareció detenerse.
Mi padre se levantó despacio, fue hasta la mesa y la tocó con delicadeza.
—Se mojó el cable —dijo—. Pero la arreglaremos mañana.
Esa noche no hubo música.
Solo su voz, contándonos historias que inventaba sobre el viento, las estrellas y los animales del monte.
Fue la primera vez que entendí que la voz humana puede ser más cálida que cualquier aparato.
V
Los años pasaron.
Yo crecí, los hermanos se fueron, y el pueblo cambió.
Llegó la electricidad, luego los televisores, después los teléfonos.
Pero en casa, la vieja radio seguía allí, firme, en su rincón.
Mi padre seguía encendiéndola cada tarde, aunque a veces ya no se oía nada más que un zumbido.
Una vez le propuse comprar una nueva.
—No hace falta —me dijo sonriendo—. Esta ya sabe mis silencios.
Me reí, sin comprender del todo.
VI
Cuando cumplí dieciocho, me fui a la ciudad a estudiar.
Dejé atrás el olor a tierra, las montañas, la casa de adobe… y también la radio.
En la ciudad todo era ruido, pantallas, voces superpuestas.
Allí nadie escuchaba a nadie. Todos hablaban al mismo tiempo.
Y yo, que había crecido en el silencio sabio de mi padre, comencé a sentir que algo faltaba.
Llamaba a casa de vez en cuando, desde una cabina.
Mi madre decía que mi padre seguía bien, aunque cada vez hablaba menos.
—Pasa más tiempo mirando la radio apagada —me contó un día.
—¿Apagada? —pregunté.
—Sí. Dice que igual la oye.
No entendí. No quise entender.
VII
Pasaron los años.
Me gradué, conseguí trabajo, formé una familia.
La vida urbana me envolvió por completo: los relojes, los correos, los autos, los ruidos.
A veces, en medio del tráfico, recordaba aquella radio y sentía un nudo en la garganta.
Un día recibí una llamada.
Era mi madre.
Su voz sonaba distinta, vacía.
—Tu padre está enfermo —me dijo.
—Voy para allá —respondí sin pensarlo.
VIII
Cuando llegué al pueblo, todo parecía más pequeño.
Las casas, las calles, hasta el cielo.
En la habitación, mi padre estaba acostado. La radio, como siempre, a su lado.
La tocaba con la punta de los dedos, como si fuera un rosario.
—Hijo… —me dijo con voz débil—. La radio se ha quedado muda.
—La puedo arreglar, papá. —respondí, queriendo darle esperanza.
Él sonrió.
—No. Ya dijo todo lo que tenía que decir. Ahora le toca escucharme a mí.
Y esa noche… lo escuché.
Habló de cosas que nunca antes había dicho. De sus miedos, de sus errores, de sus sueños truncados.
Yo no interrumpí. Solo escuché.
Porque por fin entendía lo que él había querido enseñarme toda la vida.
IX
Días después, mi padre se fue.
Sin ruido. Sin drama.
Como una frecuencia que se apaga suavemente.
Lo enterramos al pie de un árbol de naranjas, con la radio junto a él.
Mi madre dijo que era lo que él quería:
—Así podrá seguir escuchando el mundo.
X
Volví a la ciudad con un vacío que no sabía llenar.
Pero una tarde, entre cajas viejas, encontré una pequeña pieza de metal: el dial de su radio.
Lo guardé en mi bolsillo.
Desde entonces, cada vez que la vida se vuelve demasiado ruidosa, lo saco, lo miro… y cierro los ojos.
Escucho el silencio.
Y en ese silencio, todavía puedo oír su voz:
—La radio no solo habla, hijo. También escucha.
XI
Con los años, entendí que la radio de mi padre era más que un objeto.
Era un símbolo de algo que estamos perdiendo: la capacidad de escuchar sin prisa, sin juzgar, sin interrumpir.
Hoy, rodeados de pantallas, auriculares y notificaciones, parece que todos hablamos más que nunca… pero escuchamos menos.
Mi padre, con su silencio, me enseñó la lección más grande:
Que escuchar es una forma de amar.
Por eso, en mi casa, hay una radio antigua en el estante.
No funciona. No hace falta que funcione.
A veces la enciendo solo para oír el zumbido, ese ruido suave que me recuerda que el silencio también tiene voz.
Y cuando mis hijos me preguntan qué hago, les sonrío y les digo:
—Estoy escuchando a tu abuelo.
🌾 Epílogo
La vida moderna nos da miles de voces, pero muy pocos oídos atentos.
Ojalá nunca olvidemos que la sabiduría no siempre está en hablar, sino en saber escuchar.
Porque cada ser humano, como aquella vieja radio, tiene dentro una frecuencia única…
solo hay que sintonizarla con el corazón.