La obligaron a casarse con el prometido millonario y ciego de su hermana, hasta que él vio su rostro…
La obligaron a casarse con el prometido millonario y ciego de su hermana, hasta que él vio su rostro…
Valyria suplanta a Celeste en el altar, pero en la oscuridad de su matrimonio forzado florece un amor que trasciende las mentiras y los prejuicios
Valyria avanzó a duras penas por la nave central de la catedral de San Vicente. Sus pasos crujían sobre el mármol pulido mientras los focos iluminaban su vestido blanco como si fuera a ser expuesta junto a su esposo, el magnate Lucian Drake, un hombre cuyo mundo era completamente negro. Nadie le preguntó si quería casarse. Su madre, Moira Quinn, la arrastró hasta el vestidor y la vistió a la fuerza, imponiéndole el papel de “Celeste” —su hermana mayor— en un acuerdo familiar para asegurar la fortuna de los Quinn.
Mientras Valyria intentaba calmar su pulso, su voz se había entrenado durante meses para parecer la alegre y desinteresada Celeste. Habló por teléfono con Lucian fingiendo ser su novia. Practicó cada risa, cada entonación, e incluso perfumaba su piel con la fragancia que él esperaba. Sin embargo, en ese instante, de pie bajo los vitrales, se sentía como a punto de caer en un abismo.
Cuando llegó al altar, Lucian inclinó la cabeza y, con la voz profunda, preguntó:
—¿Tienes miedo de que te vea tal como eres?
El murmullo de la asamblea amainó. Valyria asintió con la mirada baja y, conteniendo las lágrimas, murmuró:
—Sí… tengo miedo.
Él extendió la mano y tomó la suya con suavidad:
—Si tuviera ojos, podría ver tu verdad. Pero aun así te elegí.
La ceremonia prosiguió en un silencio tenso. Valyria se obligó a responder “acepto” ante el ministro y las cámaras, repitiendo la consigna que la familia le había enseñado: simular, engañar, asegurar el trato financiero y librarse al día siguiente.
Fuera de la catedral, el Rolls-Royce Phantom se deslizó por calles en penumbra rumbo a la finca Drake, en las afueras de la ciudad. Lucian se erguía en el asiento, inmóvil, con los ojos cerrados, captando el sonido del motor y el temblor de la mano de Valyria posada junto a la suya. Para él, cada matiz de su respiración era una nota más en la sinfonía de esa noche.
Al entrar en el gran comedor, no hubo brindis ni flores. Tan solo dos platos vacíos sobre una mesa infinita. Lucian la miró fijamente y dijo, con voz suave:
—Tu voz no es la misma de antes. Y este perfume… no es el que usabas.