“La muñeca en la caja de herramientas”

Él nunca recordaba el cumpleaños de su hija, pero guardó con cuidado una muñeca durante tres décadas.

Marisol siempre creyó que su padre era un hombre distante… hasta que abrió la última caja que él le dejó.

Marisol creció entre el sonido del taladro, el olor a grasa y frases cortas. Su madre falleció cuando era niña, y se quedó sola con su padre: un hombre de manos duras, mirada baja y silencios largos.

Durante años, ella pensó que él no la quería.

A los dieciocho, se fue a estudiar a otra ciudad. No hubo una pelea, solo una sensación de que ya no había nada que la atara ahí. Se hablaban de vez en cuando, pero el silencio entre ellos era más fuerte que cualquier llamada.

Hasta que él murió. De repente. Un infarto.

Marisol regresó sola a la casa donde creció. Todo seguía casi igual. El polvo cubría los muebles, las fotos viejas en la pared estaban amarillentas. Fue al garage, donde su padre pasaba la mayor parte de su tiempo. Allí, encontró una vieja caja de herramientas.

Al abrirla, entre cables, clavos y llaves oxidadas, vio algo completamente fuera de lugar: una muñeca pequeña, de rizos castaños y vestido rojo. La misma que ella creyó perdida cuando tenía ocho años.

Se le detuvo el corazón.

Debajo de la muñeca había un papel doblado. El trazo era torpe, pero inconfundible:

“La encontró llorando. Dijo que la muñeca había ‘muerto’. No supe cómo consolarla. La guardé. Por si algún día volvía a necesitarla.”

Marisol se quedó inmóvil. Recordó aquel día: había perdido su muñeca en el jardín, lloró durante horas. Su papá no dijo nada. Ella pensó que no le importaba.

Pero sí le importó.

Él la recogió, la limpió y la guardó. Por treinta años. Entre las cosas que más usaba, más cuidaba. Como si fuera algo sagrado.

Marisol se sentó en el suelo frío, abrazó la muñeca contra su pecho y lloró. No de tristeza, sino de una ternura que le rompía el alma. Comprendió que su padre sí la amaba — solo que a su manera. Silenciosa, torpe, pero profunda.

No decía “te quiero”.
Lo guardaba.

“A veces, el amor no se dice. Se guarda.”

La luz dorada del atardecer entraba por la ventana del garage. Y en sus brazos, aquella muñeca no era solo un juguete viejo, sino un acto de amor que había esperado tres décadas para ser entendido.