La mujer que se negó a cuidar a su madre anciana
El teléfono sonó a las tres de la mañana. Era mi hermana Carmen, con esa voz temblorosa que solo usaba en las crisis familiares.
—Marta, mamá se cayó otra vez. Esta vez es serio. El médico dice que no puede vivir sola.
Me quedé en silencio, mirando el techo de mi dormitorio. Sabía lo que venía después.
—Necesitamos hablar sobre… bueno, sobre quién va a cuidarla.
—No voy a ser yo —dije sin pensarlo dos veces.
—¿Cómo puedes decir eso? Es nuestra madre.
—Carmen, tú tenías cinco años cuando ella se fue la primera vez. Apenas te acuerdas. Yo tenía doce.
Al día siguiente nos reunimos en el hospital. Carmen había traído a sus hijos, como si su presencia pudiera ablandarme. Mi hermano Luis llegó tarde, con olor a cigarrillo y esa mirada esquiva que ponía cuando quería evitar responsabilidades.
—Marta tiene la casa más grande —dijo Luis—. Y no tiene hijos propios.
—Qué conveniente —respondí—. La que no tuvo hijos se hace cargo de todo, ¿no?
Carmen me tomó del brazo.
—Por favor, no seas así. Ella ha cambiado.
—¿Ha cambiado? —me reí con amargura—. ¿Cuándo? ¿Entre la segunda vez que nos abandonó y la tercera? ¿O cuando decidió que las drogas eran más importantes que alimentarnos?
—Eso fue hace mucho tiempo.
—Para ustedes, tal vez. Yo me acuerdo de ir a la escuela con la misma ropa tres días seguidos. Me acuerdo de rebuscar monedas en los cojones para comprar leche. Me acuerdo de mentirle a los maestros sobre por qué mamá nunca iba a las reuniones.
La voz se me quebró, pero continué.
—Me acuerdo de cocinar para ustedes cuando tenía trece años, porque ella llevaba dos días sin volver a casa.
Luis desvió la mirada.
—Pero es nuestra madre, Marta.
—No —dije, poniéndome de pie—. Una madre es alguien que te cuida, que se sacrifica por ti, que está ahí cuando la necesitas. Ella fue una mujer que nos tuvo, nada más.
Carmen empezó a llorar.
—No puedes ser tan dura. Ahora está enferma, es vulnerable.
—Era vulnerable cuando tenía ocho años y me despertaba llorando porque tenía pesadillas. ¿Dónde estaba ella? Era vulnerable cuando me enfermé de neumonía y tuve que cuidarme sola. ¿Me cuidó entonces?
—La gente cambia, Marta.
—Tal vez. Pero yo también cambié. Aprendí que el amor no es incondicional solo porque comparta tu sangre. Aprendí que tengo derecho a protegerme.
Salí del hospital sin mirar atrás. Durante las siguientes semanas, los llamados no pararon. Carmen, Luis, tías lejanas, vecinos que opinaban sobre mi “falta de corazón”.
—”Es tu madre”, me decían. “Solo tienes una madre”. “Vas a arrepentirte cuando muera”.
Pero cada vez que dudaba, recordaba aquella noche cuando tenía catorce años. Había llegado a casa después del trabajo de medio tiempo que conseguí para comprar comida. La encontré tirada en el sofá, inconsciente, con una jeringa al lado. Llamé a la ambulancia, limpié el vómito, inventé una historia para los paramédicos.
Al día siguiente, cuando despertó, no me dio las gracias. Me gritó por “meter las narices donde no me importaba”.
Dos meses después, Carmen me llamó otra vez.
—Conseguimos un hogar de ancianos. Es caro, pero entre todos podemos pagarlo.
—Está bien —respondí.
—¿Vas a ir a visitarla?
Miré por la ventana de mi casa, la casa que compré con mi esfuerzo, donde por primera vez en mi vida me sentía segura.
—No lo sé, Carmen. Tal vez algún día. Pero no porque sea mi obligación.
—¿Entonces por qué?
—Si alguna vez voy, será porque quiero hacerlo. Porque habré sanado lo suficiente para elegir el perdón, no porque me lo exijan.
Carmen suspiró.
—La gente dice que eres cruel.
—La gente no sabe lo que es crecer sintiéndote abandonada por la única persona que se supone debía amarte incondicionalmente. No saben lo que es construir tu vida desde cero, sin modelo, sin apoyo emocional.
—Pero ahora podrías ser la persona que ella nunca fue.
—Exacto, Carmen. Puedo elegir ser mejor que ella. Y para mí, ser mejor significa no repetir el ciclo de sacrificarme por alguien que nunca se sacrificó por mí.
Colgué el teléfono y me serví una taza de té. Por primera vez en meses, dormí tranquila.
No sé si mi decisión es correcta o incorrecta. Solo sé que es mía. Y después de una vida entera sintiéndome culpable por las decisiones de otros, por fin elegí cuidar de la única persona que siempre estuvo ahí para mí: yo misma.
Tal vez eso me haga egoísta. Tal vez me haga insensible. O tal vez me haga humana.
La justicia no siempre se parece al perdón. A veces, se parece a los límites.