La mujer que pidió el divorcio en pleno aniversario

Cuando le pedí el divorcio en medio de nuestra cena de aniversario, con toda nuestra familia alrededor, mi madre dejó caer la copa de vino. El cristal estalló contra el suelo del restaurante como un aplauso sarcástico.

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—¿Te volviste loca, Ana? —susurró mi hermana, pero lo suficientemente alto para que todos escucharan.

Miré a Roberto, que sonreía incómodo mientras el mesero retiraba los fragmentos de vidrio. Esa sonrisa. Esa maldita sonrisa perfecta que había ensayado durante quince años.

—Feliz aniversario, Roberto —dije, dejando los papeles del divorcio junto a su plato—. Creo que ya es hora de terminar con esta farsa.

—Ana, mi amor, ¿qué te pasa? —Su voz era miel, sus ojos buscaban la complicidad de los demás—. ¿Es por el regalo? Sé que llegó un día tarde, pero…

—¿Un día tarde? —Me reí, y sonó amargo incluso para mí—. Roberto, olvidaste nuestro aniversario. Otra vez.

—Eso no es cierto —intervino su madre, indignada—. Mi hijo te trajo flores ayer mismo. Yo lo vi.

—Sí, después de que yo lo llamara llorando a las once de la noche. Después de que pasara todo el día esperando. Después de que me di cuenta de que había programado una cena con sus socios de trabajo.

—Todos cometemos errores —dijo mi suegro—. No puedes destruir un matrimonio por…

—¿Por qué? —lo interrumpí—. ¿Por qué cada año durante quince años ha olvidado nuestro aniversario cuando estamos solos? Pero mágicamente, cuando hay testigos, cuando hay familia, cuando hay amigos, entonces sí se acuerda. Entonces sí hay flores, regalos, discursos sobre cuánto me ama.

El silencio se extendió por la mesa como una mancha de vino.

—Ana, estás exagerando —dijo Roberto, pero su sonrisa ya no era tan firme—. A veces olvido las fechas, eso es todo. Soy malo con las fechas.

—Nunca olvidas las reuniones importantes de trabajo. Nunca olvidas el cumpleaños de tu madre. Nunca olvidas cuándo vence el seguro del auto.

—Pero esas son cosas importantes…

Se detuvo. Demasiado tarde. Las palabras ya flotaban en el aire, confirmando todo lo que yo había dicho.

—¿Y nuestro aniversario no lo es? —pregunté en voz baja.

Mi hermana me miraba diferente ahora. Mi madre había dejado de fruncir el ceño. Hasta mi suegra había apartado la vista.

—El año pasado —continué—, me senté sola en nuestro restaurante favorito. Esperé dos horas. Cuando llegaste, fingiste que habíamos quedado al día siguiente. Pero cuando tu hermano preguntó al día siguiente cómo había estado nuestra cena, le describiste cada plato, cada momento, cada palabra romántica que nunca dijiste.

—Ana…

—Este año decidí hacer un experimento. No te recordé la fecha. Ni una vez. Quería ver si te acordabas por ti mismo. Pasó el día completo. Nada. A las diez de la noche, tu secretaria te llamó para preguntarte si ya habías recogido “el ramo de siempre”. Sólo entonces te acordaste.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó, pálido.

—Porque ella me llamó a mí primero, preguntando qué flores prefería este año. Porque estaba cansada de hacer tu trabajo emocional.

Roberto miró alrededor de la mesa, buscando apoyo. Nadie habló.

—Pero te amo —dijo finalmente—. Tú sabes que te amo.

—No, Roberto. Me amas cuando hay público. Me amas cuando alguien está mirando. El resto del tiempo, soy parte del inventario de la casa. Algo que está ahí, que funciona, que no requiere mantenimiento.

—Eso no es justo.

—¿Sabes qué no es justo? Que durante quince años he fingido creer tus mentiras porque era más fácil que admitir que había elegido mal. Que he sonreído cuando me dabas flores compradas a último momento y me mirabas como si fuera yo la difícil, la exigente, la que “no entiende que los hombres son así”.

Me levanté de la mesa, dejando mi servilleta junto a los papeles del divorcio.

—Todos creyeron que era una locura pedir el divorcio en pleno aniversario, delante de toda la familia —dije—. Pero es el único día del año en que Roberto presta atención. El único día en que todos están mirando. Pensé que se merecía una función final.

—Ana, por favor —Roberto se puso de pie—. Podemos arreglar esto. Cambiaré. Te lo prometo.

—Es la misma promesa que me hiciste hace diez años. Y hace cinco. Y el año pasado.

—Esta vez será diferente.

—Tienes razón —dije, tomando mi bolso—. Esta vez será diferente, porque no estaré ahí para verte olvidar.

Caminé hacia la salida del restaurante. Detrás de mí, escuché a mi madre decir algo, a mi hermana levantarse, a Roberto llamarme. Pero no me detuve.

Por primera vez en quince años, no me detuve.

Afuera llovía, y no tenía paraguas. Me quedé bajo el toldo del restaurante, viendo cómo el agua lavaba la calle, pensando en todos los aniversarios que había esperado, en todas las veces que había justificado sus olvidos, en todas las pequeñas humillaciones que había normalizado porque así era más fácil.

Mi hermana salió detrás de mí.

—¿Por qué nunca dijiste nada? —preguntó.

—Lo dije. Cada año. En privado. Donde nadie podía escucharlo. Donde no importaba.

—Dios, Ana. No sabíamos.

—Esa era la idea. Él se aseguraba de que no supieran. Que sólo yo viera la verdad. Que todo el mundo pensara que éramos perfectos.

Nos quedamos en silencio, viendo la lluvia.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó finalmente.

Sonreí. Una sonrisa real, no de esas que había estado fingiendo durante años.

—Voy a recordar mi propio aniversario. El día en que finalmente me puse a mí misma primero.

Entré a la lluvia sin mirar atrás. El agua estaba fría, pero me sentí más viva de lo que había estado en años.

Porque a veces la única forma de ser recordada es empezar por recordarte a ti misma.