LA MANTOU QUE CRUZÓ UNA MURALLA
Xiao Mei tenía 83 años y una memoria afilada como cuchillo, aunque a veces se le olvidaba cómo volver del mercado. Cada mañana, salía con su carrito rojo, atravesaba los callejones de Pekín y se detenía frente al mismo local: una pequeña panadería donde preparaban mantou, los tradicionales bollitos de trigo al vapor.
—Uno para mí… y uno para él —decía, señalando el cielo.
La dependienta ya no preguntaba más. Sabía que ese “él” era su marido, desaparecido hacía más de 60 años durante la Revolución Cultural. Nunca volvió, pero ella seguía preparándole la mesa.
Un día, mientras Mei esperaba su pedido, un joven extranjero con cámara colgada al cuello entró.
—Sorry… uh… what’s that? —preguntó, apuntando a los bollos humeantes.
—Mantou —dijo la señora sin dudar, en perfecto mandarín—. Comida del alma.
El muchacho no entendía, pero sonrió. Ella le ofreció uno.
—Aquí no se pregunta. Se muerde.
Él aceptó. Dio un bocado. Su cara cambió.
—Wow… it’s like… cloud and bread had a baby.
Mei soltó una carcajada por primera vez en mucho tiempo.
—¿Tú eres fotógrafo?
—Sí. Documental. Busco historias que nadie cuenta.
—Entonces ven mañana. Te contaré una que aún me está doliendo.
Al día siguiente, el joven —Josh— volvió. Llevó té, una grabadora y más hambre que el día anterior. Mei lo llevó a su casa. Sacó una vieja vaporera de bambú. Comenzó a preparar la receta.
—Mi marido hacía mantou los domingos. Cuando se lo llevaron, dejó uno a medio amasar. Nunca lo tiré. Se secó. Se hizo piedra. Lo enterré en una maceta y planté un limonero.
Josh escuchaba con respeto. Grababa. Fotografiaba sus manos llenas de harina, su vapor llenando la cocina.
—Yo le hablo a la masa. Le digo lo que me callé. Y a veces… me responde. El pan absorbe. El pan recuerda.
Cuando probó el mantou recién hecho, Josh dijo con lágrimas en los ojos:
—This is not bread. This is memory.
Una semana después, Josh publicó su primer artículo con fotos de Mei. Se hizo viral. “The Woman Who Bakes for a Ghost”.
Gente de todo el mundo comenzó a escribirle. Querían probar su pan, conocer su historia.
Una universidad en Nanjing la invitó a dar una charla.
—Pero yo no sé hablar, solo sé amasar —dijo ella.
—Entonces amase. Eso es hablar —le respondió Josh.
En su última clase, Mei sostuvo un mantou caliente ante decenas de estudiantes y dijo:
—Mi historia no es triste. Es una historia que se cocina lento. Como todo lo que vale la pena.
Ese día, por primera vez, no pidió un mantou “para él”.
Dijo:
—Hoy, los dos estamos aquí.
Y sonrió.
Josh abrió en su honor una pequeña panadería documental en Londres. Cada pan lleva un nombre, una historia, un idioma.
El de Mei se llama: “El bollito que esperó sin perder la fe.”
Y en la caja registradora, una frase:
“Algunas despedidas se amasan. No se lloran.”