La cajera que no quiso cobrarle a una abuela

Llevaba tres años trabajando en ese supermercado. Tres años pasando productos por el escáner, escuchando el pitido monótono, viendo caras que iban y venían. Pero ese martes por la tarde, todo cambió.

Eran las seis de la tarde cuando la vi entrar. Una señora mayor, de esas que caminan despacio, aferrándose al carrito como si fuera un andador. Llevaba un abrigo gastado y un pañuelo en la cabeza. Me sonrió al llegar a mi caja.

—Buenas tardes, hijita —me dijo con voz dulce.

—Buenas tardes, señora. ¿Cómo está?

Empecé a pasar sus cosas: un cartón de leche, pan, dos latas de atún, un paquete de arroz, manzanas. Nada lujoso. Lo básico.

—Treinta y dos con cincuenta —le dije cuando terminé.

Vi cómo abría su cartera de tela y comenzaba a sacar monedas. Las contaba despacio, con dedos temblorosos. Monedas de veinticinco centavos, de diez, algunas de cinco. Las iba apilando sobre el mostrador.

—Veintiocho… veintinueve… —murmuraba mientras contaba.

Se detuvo. Revisó la cartera de nuevo, la volteó. Nada más cayó.

—Hijita, yo… yo creí que tenía más —sus ojos se llenaron de lágrimas—. Solo tengo veintinueve con setenta y cinco.

Detrás de ella, la fila empezaba a crecer. Escuché un suspiro impaciente.

—No se preocupe, señora —le dije—. Déjeme ver qué podemos hacer.

—¿Quito el atún? —preguntó con voz quebrada—. Puedo prescindir del atún…

Algo se rompió dentro de mí. Miré esas manzanas, ese pan, esa leche. Lo más básico para comer. Y ella queriendo dejar el atún.

—No, señora. No va a dejar nada —saqué tres dólares de mi bolsillo y los metí en la caja—. Ya está. Treinta y dos con cincuenta. Completo.

—Pero hijita, no puedes…

—Ya está hecho, señora. Que tenga un lindo día.

Sus ojos se inundaron de lágrimas de verdad.

—Dios te bendiga, mi niña. Dios te lo multiplique —tomó mis manos entre las suyas—. ¿Cómo te llamas?

—Lucía, señora.

—Lucía. Voy a rezar por ti esta noche.

La ayudé a guardar sus cosas y la vi alejarse. Detrás, una señora joven me sonrió.

—Eso fue muy lindo de tu parte —me dijo.

No le di importancia. Tres dólares. ¿Qué eran tres dólares?

Al día siguiente me llamó el encargado, el señor Vargas.

—Lucía, pasa a la oficina.

Entré sin sospechar nada.

—Siéntate —su tono era seco—. El registro de caja de ayer no cuadra. Te faltan dos dólares con setenta y cinco centavos.

—Ah, sí. Fue que…

—No me interesa la excusa. Alteraste la caja. Metiste dinero de tu bolsillo. Eso va contra el protocolo.

—Pero señor Vargas, era una abuela que no tenía para pagar su comida…

—El protocolo es el protocolo, Lucía. No podemos hacer excepciones. Estas despedida. Recoge tus cosas.

Me quedé helada.

—¿Despedida? ¿Por tres dólares? ¿Por ayudar a alguien?

—Por alterar la caja y violar las normas de la empresa. Fin de la conversación.

Salí de esa oficina sin poder creerlo. Tres años de trabajo. Tres dólares de compasión. Despedida.

La noticia corrió rápido. Los otros cajeros me abrazaron. Algunos clientes que me conocían se enteraron. Y entre ellos estaba la señora Marta, una clienta habitual que tenía un grupo de Facebook del vecindario.

Esa noche, mi teléfono no paró de sonar.

Al día siguiente, cuando el supermercado abrió, había gente afuera con carteles. “Solidaridad con Lucía”, “Los buenos empleados no se despiden”, “Vergüenza, Supermercado Los Andes”.

Adentro, los clientes empezaron a dejar sus carritos llenos y a irse. Una señora le dijo al gerente:

—Si despiden a una chica por tener corazón, yo no compro más aquí.

El señor Vargas estaba pálido.

En el grupo de Facebook del barrio, la señora Marta había iniciado una colecta. “Ayudemos a Lucía mientras encuentra trabajo”. En dos días habían juntado quinientos dólares.

Pero lo que más me sorprendió fue el viernes. Tocaron a mi puerta. Era la abuela.

—Hijita, ¿eres tú Lucía?

—Sí, señora. ¿Cómo me encontró?

—Me lo dijo la señora Marta. Vine a devolverte esto —me extendió un sobre—. Son cincuenta dólares. Es todo lo que pude juntar de mi pensión de este mes. No es mucho, pero…

—Señora, no, por favor…

—Tómalo. Por favor. No podré dormir tranquila si no lo haces.

Nos abrazamos las dos llorando en la puerta de mi casa.

El lunes, el periódico local publicó la historia. “Despiden a cajera por acto de bondad”. La televisión regional también la tomó. De repente, mi nombre estaba en todos lados.

El martes por la tarde, sonó mi teléfono. Era un número desconocido.

—¿Señorita Lucía? Habla el gerente regional de Supermercados Los Andes. Queremos reunirnos con usted.

Me citaron en la oficina central. Ahí estaba el gerente regional, un hombre trajeado y serio, junto con la jefa de recursos humanos.

—Señorita Lucía, queremos ofrecerle nuestras más sinceras disculpas. Lo que ocurrió fue un error de juicio del señor Vargas. Hemos revisado el caso y…

—El señor Vargas ya no trabaja con nosotros —interrumpió la mujer de recursos humanos—. Queremos reintegrarla, con un aumento de sueldo, y ofrecerle el puesto de supervisora de cajas.

Me quedé mirándolos sin palabras.

—Además —continuó el gerente—, hemos creado un fondo especial. Cuando un cliente no pueda pagar por necesidad real, nuestros empleados podrán usar ese fondo. Se llamará “Fondo Lucía”.

—¿Y qué hay del señor Vargas? —pregunté.

—Eso ya está resuelto. Tomó decisiones que no representan los valores de nuestra empresa.

Acepté volver. No por ellos, sino por mis compañeros. Por los clientes que me defendieron. Por esa abuela.

El día que volví, hubo aplausos. La abuela estaba ahí, con flores. Los vecinos también. Hasta salió en el periódico: “Supermercado se disculpa públicamente con cajera solidaria”.

Pero lo que más atesoro no son los titulares ni el nuevo puesto. Es el abrazo de esa abuela cada vez que viene a comprar. Es ver el “Fondo Lucía” en una placa junto a mi caja. Es saber que tres dólares cambiaron todo.

Porque a veces, hacer lo correcto tiene un precio. Pero también tiene una recompensa que ningún dinero puede comprar.

Y cada vez que paso productos por el escáner, recuerdo ese día. Y pienso: lo volvería a hacer. Una y mil veces.