La avenida estaba llena de camisetas fluorescentes, zapatillas de marca y cuerpos jóvenes estirando músculos.

LOS ÚLTIMOS EN LLEGAR

La avenida estaba llena de camisetas fluorescentes, zapatillas de marca y cuerpos jóvenes estirando músculos. La música retumbaba en altavoces gigantes, los cronómetros estaban listos y los fotógrafos buscaban ángulos perfectos.

Entre la multitud aparecieron ellos: una mujer de cabello blanco recogido en coleta y un hombre de andar firme pero lento. No llevaban relojes deportivos ni zapatillas de última generación. Solo ropa sencilla, un dorsal colgado con imperdibles y una sonrisa nerviosa.

—¿De verdad vamos a hacer esto? —preguntó ella, ajustándose la gorra.
—Claro —respondió él—. No importa si llegamos de últimos, lo importante es no quedarnos sentados mirando.

Algunos corredores los miraron con ternura, otros con incredulidad. “No aguantarán ni dos kilómetros”, murmuraban. Pero la señal de salida sonó y, entre el estruendo de la multitud, comenzaron a correr.

Al principio, sus pasos eran torpes. La respiración se agitaba rápido, los músculos protestaban. Ella pensó en rendirse, pero él le tomó la mano.
—Vamos despacio, pero vamos juntos.

Kilómetro tras kilómetro, los jóvenes los rebasaban como flechas, pero la pareja seguía avanzando con una determinación inesperada. La gente en las aceras comenzó a notar su esfuerzo y a aplaudirlos con fuerza. “¡Ánimo, campeones!”, gritaban.

A mitad del recorrido, se detuvieron a beber agua. Ella rió, empapada en sudor.
—¿Sabes qué siento? Que cada gota es una victoria.
Él asintió.
—Nunca corrí tan lento… ni me sentí tan vivo.

Cuando el sol comenzaba a caer, llegaron al último tramo. El arco de meta brillaba a lo lejos. La mayoría de los corredores ya había terminado, pero aún quedaba gente animando. Entonces ocurrió lo inesperado: el público empezó a corear sus nombres, alentando con palmas y gritos.

Con lágrimas en los ojos, cruzaron la meta tomados de la mano. El cronómetro marcaba horas de diferencia con los ganadores, pero nadie se fijó en eso. Los organizadores les entregaron medallas simbólicas mientras los altavoces anunciaban:
—Hoy los últimos en llegar se convirtieron en los verdaderos campeones.

Ella, agotada, lo abrazó.
—Nunca pensé que una meta tan lejana pudiera sentirse tan cerca contigo.
Él, con voz quebrada, respondió:
—La vida es como esta maratón: lo importante no es ser el primero, sino llegar acompañado.

Esa noche, en su libreta de aventuras, escribieron juntos:
“Hoy descubrimos que nunca es tarde para ponerse en la línea de salida. Que las metas no se miden en tiempo, sino en la valentía de dar cada paso de la mano.”