JOVEN MENDIGA AYUDÓ A UNA ANCIANA Y NO SABÍA QUE ESTABA SIENDO OBSERVADA…

Tenía solo cinco pesos en el bolsillo y hacía días que no probaba bocado. Aún así, cuando vio a esa anciana llorando perdida en plena avenida, no lo pensó dos veces. La lluvia había cesado apenas una hora antes, pero las calles de Bogotá aún brillaban como espejos bajo las luces de neón.
Valentina Morales, de apenas 21 años, caminaba descalza por la carrera séptima, sus pies ya acostumbrados al frío del pavimento. Llevaba 4 años viviendo en las calles desde que perdió a su familia en el derrumbe de Mocoa. Y aunque su estómago rugía de hambre, sus ojos conservaban esa chispa de esperanza que la vida aún no había logrado apagar.
Era una tarde de martes cuando escuchó el llanto, un llanto que no era de niño, sino de alguien mayor, quebrado por la desesperación. Valentina se detuvo en seco, su corazón latiendo más fuerte de lo normal. Siguió el sonido hasta encontrar a una anciana elegante sentada en el bordillo de la acera con lágrimas rodando por sus mejillas arrugadas. La mujer estaba sentada en una silla de ruedas antigua y desgastada.
Llevaba un vestido azul marino que una vez fue costoso, zapatos de cuero que claramente no había usado para caminar y un bolso pequeño que apretaba contra su pecho como si fuera su último tesoro. Sus ojos, nublados por las cataratas y la confusión miraban hacia todos lados sin encontrar lo que buscaba.
“Señora, ¿está bien?”, preguntó Valentina acercándose con cuidado. Su voz era suave, temerosa de asustar a la anciana aún más. La mujer levantó la vista y Valentina pudo ver el pánico en sus ojos. No, no sé dónde estoy, niña. Salí a buscar la farmacia San Jorge para comprar mis pastillas del corazón, pero todo se ve diferente. No reconozco nada. Valentina sintió un nudo en la garganta.
Conocía esa farmacia. Estaba a 15 cuadras de allí en una zona completamente diferente de la ciudad. La anciana estaba completamente perdida y por su manera de hablar y vestir era evidente que no estaba acostumbrada a caminar sola por las calles del centro. “¿Cómo se llama usted, señora?”, preguntó Valentina, sentándose a su lado en el bordillo. “Elena.
” Elena Vázquez, respondió la anciana, secándose las lágrimas con manos temblorosas mientras intentaba maniobrar su silla para girarse mejor hacia Valentina. “Vivo sola desde que murió mi esposo hace 3 años. Mi memoria a veces me falla y mis piernas ya no me responden como antes. Los doctores dicen que es normal a mi edad, pero hoy salí en mi silla y ya no supe cómo regresar.
Valentina miró sus propios pies descalzos, luego el cielo que comenzaba a oscurecer. Tenía apenas 80 pesos en el bolsillo, lo que había conseguido pidiendo limosna durante todo el día. No había comido desde el desayuno del día anterior cuando una señora le regaló una arepa en la plaza de Bolívar, pero algo en el rostro de Elena la conmovió profundamente. Yo la acompaño, señora Elena. Conozco dónde está la farmacia.
Elena la miró con sorpresa. Pero niña, tú no tienes otras cosas que hacer. Valentina sonrió por primera vez en días. Nada más importante que ayudarla. Desde una cafetería elegante al otro lado de la calle, Sebastián Herrera observaba la escena con incredulidad. A sus 29 años, heredero de un imperio de construcción valorado en miles de millones de pesos, estaba acostumbrado a ver la indiferencia de la gente en las calles de Bogotá.
Había salido de una reunión de negocios aburrido buscando un café fuerte antes de regresar a su oficina, cuando su atención se fijó en la joven de cabello largo y oscuro, que se había detenido a ayudar a la anciana. Lo que lo dejó paralizado no fue la belleza natural de la muchacha, a pesar de su ropa sucia y gastada, sino la genuina preocupación en sus ojos.
En su mundo de contratos millonarios y personas que solo se acercaban a él por interés, esa escena le resultaba casi surrealista. Vio como Valentina se posicionó detrás de la silla de ruedas de Elena, como empujó con cuidado evitando los huecos del pavimento, cómo se detenía cada vez que la anciana necesitaba descansar o cuando el terreno se volvía muy empinado.
Sin poder evitarlo, Sebastián pagó su café a medias y salió a seguirlas discretamente. El camino hasta la farmacia San Jorge era largo y empinado. Las ruedas de la silla chirriaban un poco y Valentina tenía que hacer esfuerzo extra en las subidas, pero nunca se quejó. Se detenían cada dos cuadras para que Elena descansara y para que Valentina recuperara el aliento.
Y durante esos momentos conversaban sobre la vida de Elena. El comerciante que había mencionado prestarle una silla, se acercó nuevamente al verlas. Oiga, jovencita, veo que esa silla está muy vieja. ¿No quiere que le preste la mía? está en mejor estado. Valentina agradeció, pero Elena se aferró a los brazos de su silla. Esta silla fue de mi esposo durante sus últimos años. No la cambio por nada.
Supo que había sido maestra durante 40 años, que había perdido a su único hijo en un accidente de tránsito y que desde la muerte de su esposo vivía en una casona grande y vacía en el norte de la ciudad. Cuando finalmente llegaron a la farmacia, Elena buscó en su bolso y se dio cuenta de que había olvidado su billetera en casa.
Su rostro se descompuso de nuevo, las lágrimas amenazando con volver. “No se preocupe, señora Elena”, dijo Valentina sin dudar. “Yo le pago las pastillas.” Sacó sus 80 pesos y se acercó al mostrador. Las pastillas costaban 200 pesos. El farmacéutico, un hombre mayor de bigote gris, miró los billetes arrugados y luego a Valentina. Niña, esto no alcanza ni para la mitad.
Fue entonces cuando Sebastián decidió intervenir, se acercó al mostrador y puso un billete de 500 pesos sobre el vidrio. Yo cubro el resto dijo simplemente. Valentina se giró sorprendida. vio a un hombre elegante, de traje oscuro y zapatos brillantes, con una sonrisa cálida que contrastaba con su evidente riqueza. No es necesario, señor, yo puedo. Ya está hecho. Interrumpió Sebastián suavemente. Addemás, vi todo el camino que hicieron.
Lo que usted hizo por esta señora no es algo que se ve todos los días. Elena, desde su silla de ruedas observaba el intercambio con curiosidad. Había vivido lo suficiente para reconocer cuando algo especial estaba sucediendo. Después de comprar las pastillas, Sebastián se ofreció a llevarlas en su automóvil.
Valentina dudó. Su experiencia en las calles le había enseñado a desconfiar, especialmente de hombres ricos. Pero Elena estaba cansada y el cielo amenazaba con llover de nuevo. Está bien, aceptó finalmente. Pero solo por la señora Elena. El automóvil de Sebastián era un BMW negro reluciente.
Mientras ayudaba a Elena a subir al asiento trasero, Valentina se quedó junto a la puerta del copiloto, sintiéndose completamente fuera de lugar con su ropa sucia en un interior de cuero impecable. Durante el trayecto hacia la casa de Elena, Sebastián no pudo evitar hacer preguntas.
supo que Valentina había perdido a sus padres y hermanos en el desastre natural de Mocoa, que había llegado a Bogotá sin conocer a nadie, que había intentado conseguir trabajo, pero que sin documentos ni dirección fija casi imposible. “Y nunca pensó en, bueno, ¿en hacer cosas malas para sobrevivir?”, preguntó Sebastián genuinamente curioso. Valentina lo miró con una mezcla de tristeza y orgullo.
Mi madre siempre decía que la pobreza no es excusa para perder la dignidad. Prefiero pasar hambre que robarle a alguien más. Elena, desde el asiento trasero, sonríó. Había escuchado esas mismas palabras de su abuela campesina 50 años atrás. Cuando llegaron a la casa de Elena, una hermosa residencia de dos plantas en el barrio chapinero, la anciana se giró hacia Valentina antes de bajar del automóvil. Niña, no sé cómo agradecerte lo que hiciste hoy.
No solo me ayudaste a encontrar la farmacia. Me devolviste la fe en que aún existe gente buena en este mundo. Valentina sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. No tiene nada que agradecer, señora Elena. Cualquiera habría hecho lo mismo. No intervino Sebastián. mirándola por el espejo retrovisor. No cualquiera.
De hecho, yo vi pasar a docenas de personas antes de que usted se detuviera. Después de ayudar a Elena a entrar a su casa, Sebastián regresó al automóvil donde Valentina esperaba en silencio. La lluvia había comenzado de nuevo, creando pequeños ríos en las ventanas. ¿Dónde la dejo?, preguntó Sebastián. Valentina señaló hacia el centro de la ciudad. Cualquier parte del centro está bien. Ahí es donde donde duermo.
Sebastián sintió una punzada en el pecho. Durante todo el trayecto había estado pensando en algo, una idea que sonaba loca incluso para él, pero que no podía quitarse de la cabeza. Valentina, dijo deteniéndose en un semáforo en rojo. ¿Puedo hacerle una propuesta? Ella lo miró con recelo. ¿Qué tipo de propuesta? Elena necesita ayuda. Su memoria está fallando.
Vive sola y hoy quedó claro que no puede seguir así. ¿Qué le parecería trabajar como su cuidadora? Valentina parpadeó, segura de haber escuchado mal. Perdón. Le pagaría un millón de pesos al mes, más habitación y comida. Solo tendría que acompañarla, ayudarla con sus pastillas, hacer que no se sienta tan sola. El silencio llenó el automóvil.
Valentina no podía creer lo que estaba escuchando. Un millón de pesos era más dinero del que había visto junto en toda su vida. ¿Por qué haría algo así por mí? Preguntó finalmente. Sebastián la miró directamente a los ojos. Porque en 4 horas usted me demostró que todavía existen personas que ayudan sin esperar nada a cambio.
Elena necesita a alguien así, no a una enfermera que esté allí solo por el dinero. Valentina sintió que el corazón se le salía del pecho. Era posible que su vida estuviera a punto de cambiar completamente. Yo no sé si sirva para eso. Nunca he cuidado a nadie profesionalmente. No necesita experiencia profesional, respondió Sebastián. Necesita exactamente lo que vi hoy, un corazón bueno.
Cuando el semáforo cambió a verde, Sebastián no arrancó inmediatamente. Esperó a que Valentina tomara su decisión. Y si no resulta, si la señora Elena no se siente cómoda conmigo, entonces buscaremos otra solución, pero algo me dice que eso no va a pasar. Valentina cerró los ojos y por primera vez en 4 años se permitió soñar con tener un techo, una cama, comida todos los días, con tener una oportunidad de reconstruir su vida. “Está bien”, susurró. “Acepto.
” Sebastián sonríó sintiendo una satisfacción extraña y nueva. No sabía exactamente por qué, pero tenía la certeza de que acababa de tomar una de las mejores decisiones de su vida. Hay una condición más. añadió arrancando finalmente. Mañana temprano la llevo a comprar ropa adecuada y quiero que sepa que Elena es especial para mí.
Fue la mejor amiga de mi abuela. Prácticamente me crió cuando era niño. Cuidarla bien significaría mucho para mí. Mientras se dirigían de regreso a la casa de Elena, ninguno de los dos podía imaginar que ese encuentro casual en una calle lluviosa de Bogotá sería el primer capítulo de una historia que cambiaría no solo sus vidas, sino la definición misma que tenían del amor verdadero.
La lluvia siguió cayendo, pero por primera vez en años, Valentina sintió que cada gota la lavaba de su pasado doloroso y la preparaba para un futuro que jamás se había atrevido a imaginar. El amanecer bogotano se filtraba tímidamente entre las cortinas de la habitación de huéspedes en casa de Elena, pero Valentina ya llevaba dos horas despierta.
Durante toda la noche había permanecido en vela, mirando el techo blanco y preguntándose si todo había sido un sueño hermoso del cual despertaría nuevamente en el frío pavimento de la carrera séptima. Sus manos aún temblaban cuando tocó las sábanas limpias, cuando sintió la suavidad de la almohada bajo su cabeza. Hacía tanto tiempo que había olvidado cómo era dormir en una cama real.
Elena había insistido en que se quedara esa primera noche, argumentando que ya era muy tarde para que una joven anduviera sola por las calles, especialmente después de todo lo que había hecho por ella. Un golpe suave en la puerta la sacó de sus pensamientos. Valentina, amijita, ya estás despierta. Te traje café con leche y unas arepas que hizo Carmen, mi empleada.
Elena entró empujando su silla de ruedas con una bandeja en equilibrio sobre sus piernas. A pesar de sus limitaciones físicas, se las había arreglado para preparar un desayuno que para Valentina parecía un banquete de reyes. “Señora Elena, no debió molestarse”, murmuró Valentina sintiéndose abrumada por tanta gentileza. molestarme. Niña, hace tr años que no tengo a quien prepararle el desayuno.
Carmen viene solo tres veces por semana para limpiar y cocinar un poco, pero el resto del tiempo esta casa está tan silenciosa que a veces creo que me voy a volver loca. Mientras desayunaban juntas en el pequeño comedor que daba al jardín, Elena le contó más detalles de su vida.
Había sido directora de un colegio público durante 30 años. Había perdido a su único hijo, Andrés. en un accidente de motocicleta cuando apenas tenía 25 años y desde entonces ella y su esposo Ricardo habían volcado todo su amor en ayudar a estudiantes necesitados. Ricardo siempre decía que Dios nos había quitado la oportunidad de ser abuelos biológicos para convertirlos en abuelos del corazón de cientos de niños, contó Elena con los ojos brillantes de nostalgia.
Creamos una fundación pequeñita para dar becas escolares, nada del otro mundo, pero ayudamos a muchos muchachos a salir adelante. Valentina escuchaba cada palabra con atención, sintiendo una conexión profunda con esa mujer, que a pesar de sus pérdidas había elegido convertir su dolor en esperanza para otros.
A las 9 de la mañana, el timbre de la casa resonó con insistencia. Elena frunció el ceño confundida. No espero a nadie tan temprano, Carmen. Una mujer robusta de unos 50 años con el cabello recogido en un moño apretado, apareció en el comedor con expresión curiosa. Señora Elena, hay un joven muy elegante en la puerta que pregunta por la señorita Valentina.
El corazón de Valentina se aceleró. Solo podía ser una persona. Sebastián esperaba en el vestíbulo principal, impecablemente vestido con un traje gris claro y una sonrisa que se amplió cuando vio aparecer a Valentina. En sus manos llevaba varias bolsas de una boutique exclusiva del norte de Bogotá.
Buenos días, saludó dirigiéndose primero a Elena con el respeto que su edad merecía. Señora Elena, espero no molestar tan temprano. Vine a cumplir mi promesa de ayer. Elena lo observó con la sabiduría de sus 80 años. Había algo en la manera en que este joven miraba a Valentina, algo que le recordaba como Ricardo la miraba a ella 50 años atrás. Para nada, joven Sebastián. Pase, pase. Ya desayunó.
Mientras Carmen servía café para todos, Sebastián explicó su plan para el día. había contactado a una amiga suya que tenía una boutique. Le había explicado la situación sin entrar en detalles comprometedores y había seleccionado varias opciones de ropa apropiada para el trabajo de Valentina. No es caridad, se apresuró a aclarar cuando vio la expresión incómoda de Valentina. Es inversión en trabajo. Una cuidadora necesita verse profesional.
Las bolsas contenían tres conjuntos completos: blusas de colores suaves, pantalones cómodos pero elegantes, zapatos bajos apropiados para empujar una silla de ruedas y hasta ropa interior nueva. Todo en la talla exacta de Valentina, lo que la hizo preguntarse cómo había sido tan preciso.
“Mi hermana tiene tu misma complexión”, explicó Sebastián como si hubiera leído sus pensamientos. “Le pedí que me ayudara a calcular las tallas.” Elena observaba el intercambio con una sonrisa que se ensanchaba por momentos. Valentina, ve a probarte la ropa. Sebastián y yo tenemos algunas cosas de qué hablar.
Cuando Valentina desapareció escaleras arriba, Elena dirigió su silla hasta quedar frente a Sebastián, sus ojos aún lúcidos estudiándolo con intensidad. Dígame la verdad, joven, ¿por qué está haciendo todo esto? Sebastián sostuvo su mirada sin vacilar, porque ayer vi algo que no había visto nunca en mi vida.
¿Y qué fue eso? Bondad pura, sin interés, sin agenda oculta, sin esperar nada a cambio. En mi mundo, señora Elena, eso no existe. La gente se acerca a mí por mi dinero, por mis contactos, por lo que pueden obtener. Pero Valentina, ella gastó sus últimos pesos en sus medicinas sin conocerla, sin saber si alguna vez la volvería a ver. Elena asintió lentamente. ¿Y usted qué quiere de ella? La pregunta era directa, sin rodeos.
Sebastián se tomó un momento antes de responder. Honestamente, no lo sé todavía. Solo sé que desde ayer no he podido dejar de pensar en ella. Pero le prometo algo. Mis intenciones son honorables. No voy a lastimar a Valentina, ni voy a aprovecharse de su situación vulnerable. Más le vale, respondió Elena con una sonrisa que no llegaba a ocultar completamente su tono de advertencia.
Esa niña ha sufrido suficiente. Si usted está jugando, no estoy jugando, interrumpió Sebastián suavemente. Y si me permite decirlo, creo que usted también necesita a alguien como Valentina en su vida. Elena suspiró profundamente. Tiene razón. Esta casa está demasiado silenciosa y mi memoria, algunos días me asusto de lo que olvido.
Ayer, cuando salí a buscar la farmacia, por un momento no recordé ni mi propio nombre. Cuando Valentina bajó las escaleras vistiendo uno de los conjuntos nuevos, tanto Sebastián como Elena quedaron en silencio. La transformación era notable. La ropa de calidad resaltaba su belleza natural, pero más que eso, había algo en su postura que había cambiado. Se veía más segura, más digna. “¿Cómo me veo?”, preguntó tímidamente.
Como la profesional que vas a ser, respondió Elena con orgullo maternal. Sebastián simplemente asintió, incapaz de articular palabras que expresaran lo que sentía al verla. Resto de la mañana lo pasaron organizando las nuevas responsabilidades de Valentina. Elena le mostró la casa, cuatro habitaciones, tres baños, una cocina amplia, sala, comedor y un estudio lleno de libros que había pertenecido a Ricardo. El jardín trasero tenía un pequeño huerto que Elena ya no podía mantener sola.
Mi habitación está aquí en el primer piso desde que estas piernas me empezaron a traicionar, explicó Elena señalando una habitación que habían adaptado cerca del baño principal. Tú puedes usar cualquiera de las habitaciones de arriba, pero te recomiendo la que da al jardín. Tiene la mejor vista y entra mucho sol en las mañanas.
Valentina eligió la habitación más pequeña, la que había sido el cuarto de costura de Elena. No necesito mucho espacio, explicó y así estaré más cerca si me necesita durante la noche. Elena sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Hacía tanto tiempo que nadie se preocupaba por su bienestar de esa manera.
Sebastián, que había permanecido discretamente en segundo plano durante el recorrido, se acercó antes de marcharse. Valentina, mañana en la tarde voy a pasar a ver cómo están. Si necesitan cualquier cosa, medicamentos, comida, lo que sea, aquí está mi número. Le entregó una tarjeta personal y no duden en llamar sin importar la hora. Esa primera tarde, como cuidadora oficial, Valentina descubrió que su trabajo era mucho más que administrar medicamentos y empujar una silla de ruedas.
Elena necesitaba compañía, conversación, alguien que la escuchara contar las mismas historias una y otra vez sin impaciencia. Prepararon el almuerzo juntas con Elena dirigiendo desde su silla mientras Valentina seguía sus instrucciones para hacer zancocho, un plato que Elena dominaba desde sus días de recién casada.
La cocina se llenó de aromas familiares y risas cuando Valentina confesó que nunca había pelado yuca en su vida. Ay, mi hijita, ¿cómo vas a vivir en Colombia sin saber pelar yuca? Se reía Elena. Eso es como como no saber hacer arepas. Tampoco sé hacer arepas, admitió Valentina provocando más risas.
Por la tarde, mientras Elena descansaba en su habitación, Valentina exploró el estudio de Ricardo. Las paredes estaban cubiertas de libros, novelas colombianas, historia, biografías, libros de educación. En el escritorio, Bajo un cristal había fotografías de Elena y Ricardo en diferentes etapas de su vida. Jóvenes recién casados con Andrés de niño, en sus años como educadores en viajes por todo el país. Una fotografía en particular llamó su atención.
Elena, mucho más joven, empujando la silla de ruedas de un Ricardo enfermo, ambos sonriendo en lo que parecía ser un parque. Al reverso, con la letra cuidadosa de Elena, decía: “Puntos en la salud y en la enfermedad.” 2019. Ricardo tuvo un derrame cuando tenía 75 años. dijo Elena desde la puerta, habiendo despertado de su siesta. Los médicos dijeron que nunca volvería a caminar.
Durante tres años yo fui sus piernas, sus brazos cuando no podía moverse bien, su memoria cuando la suya empezó a fallar. Elena se acercó al escritorio acariciando el cristal que protegía la fotografía.
¿Sabe qué me dijo el día antes de morir? que había sido el hombre más afortunado del mundo porque había tenido a alguien que lo amara sin condiciones, que cuidar a quien amamos no es sacrificio, es privilegio. Valentina sintió un nudo en la garganta. No se sintió nunca abrumada, nunca quiso rendirse. Elena la miró con comprensión. Claro que sí, mi hijita. Hubo días muy duros, días en que lloraba a escondidas porque me sentía cansada y culpable por sentirme cansada.
Pero, ¿sabes qué me ayudaba? ¿Qué? Recordar que el amor verdadero no es solo para los días fáciles, es especialmente para los días difíciles y que cada día que podía hacer su vida un poquito mejor era un día que valía la pena vivir. Esa noche durante la cena, sonó el teléfono. Era Sebastián. ¿Cómo va todo?, preguntó. Y Valentina pudo escuchar la genuina preocupación en su voz. Muy bien.
La señora Elena me está enseñando a cocinar. Y usted, señora Elena, ¿cómo se siente con su nueva compañía? Elena tomó el teléfono. Joven Sebastián, esta niña es una bendición. No había reído tanto en años y mi sopa de sancocho nunca había sabido tan bien como cuando alguien me ayuda a prepararla con cariño. Después de colgar, Elena observó a Valentina con una sonrisa pícara.
Ese muchacho está interesado en ti, ¿sabes? Valentina se sonrojó. Señora Elena, no creo que tengo 80 años, mij hijita. He visto suficientes enamorados para reconocer las señales, la manera en que te mira, cómo se preocupa por ti. Es la misma manera en que Ricardo me miraba. Pero yo yo no soy de su clase social.
Él es rico, educado, exitoso. Yo soy Eres una mujer hermosa, inteligente, bondadosa y trabajadora interrumpió Elena firmemente. Y si él no es capaz de ver eso, entonces no te merece. Pero por lo que vi hoy, ese joven sí sabe valorar lo que tiene enfrente.
Esa noche, antes de irse a dormir, Valentina se miró en el espejo del pequeño baño de su nueva habitación. La mujer que le devolvía la mirada era diferente a la que había visto reflejada en los cristales de las tiendas durante años. Sus ojos brillaban con esperanza, su postura era su sonrisa era real. Por primera vez en 4 años se atrevió a soñar con un futuro diferente. Un futuro donde no tendría que preocuparse por dónde dormir, qué comer o si vería el amanecer siguiente, un futuro donde podría ser útil, querida, valorada y en algún rincón secreto de su corazón, comenzó a preguntarse si ese futuro podría incluir también el amor.
Mientras se quedaba dormida en su nueva cama, escuchando los sonidos nocturnos de una casa que ya empezaba a sentir como hogar, Valentina no podía imaginar que al otro lado de la ciudad Sebastián también permanecía despierto pensando en ella y preguntándose cómo había logrado cambiar su vida en menos de 24 horas.
El viento nocturno de Bogotá susurraba entre los árboles del jardín de Elena como si la ciudad misma estuviera celebrando el comienzo de una nueva historia de esperanza y transformación. Tres semanas habían pasado desde que Valentina se mudó a casa de Elena y la rutina diaria había creado un ritmo hermoso y natural entre las dos mujeres.
Cada mañana Valentina despertaba con el canto de los mirlos del jardín y bajaba a preparar el desayuno mientras Elena revisaba sus medicamentos con la precisión de un reloj suizo. Las tardes se habían convertido en su momento favorito del día. Después de almorzar, se sentaban en la terraza que daba al jardín Elena en su silla de ruedas bajo la sombra de un gran nogal, mientras Valentina leía el periódico El tiempo en voz alta.
Elena comentaba las noticias con la perspicacia de alguien que había vivido lo suficiente para ver patrones repetirse en la historia. Y Valentina absorbía cada palabra como una estudiante ávida. La política colombiana es como el clima bogotano, mi hijita”, le había dicho Elena una tarde.
Nunca sabes si va a estar soleado o lluvioso, pero siempre puedes contar con que va a cambiar. Pero lo que había comenzado a cambiar también era la frecuencia de las visitas de Sebastián, lo que inicialmente habían sido llamadas de cortesía cada dos días, se había convertido en visitas casi diarias. Primero llegaba con excusas perfectamente válidas.
traía medicamentos especiales para Elena, documentos para formalizar el empleo de Valentina o simplemente verificaba que todo estuviera funcionando bien. Sin embargo, Elena no era tonta. Con 80 años de experiencia en leer personas, especialmente hombres enamorados, podía ver lo que realmente estaba sucediendo.
Sebastián no venía a ver cómo estaba Elena, venía a ver a Valentina. Una tarde de jueves, mientras Valentina regaba las plantas del jardín y Elena descansaba en su habitación, Sebastián llegó con una propuesta diferente. “Pensé que tal vez les gustaría acompañarme a cenar esta noche”, dijo, dirigiéndose aparentemente a ambas mujeres, pero con los ojos fijos en Valentina.
“Conozco un restaurante muy tranquilo en la Candelaria que tiene acceso para silla de ruedas y sirve la mejor comida típica de Bogotá”. Elena, desde la puerta de su habitación sonrió con picardía. Ay, mi hijito, qué pena, pero hoy me siento un poco cansada. ¿Por qué no van ustedes dos? Valentina ha estado trabajando muy duro y merece una salida. Valentina se sonrojó inmediatamente. Señora Elena, yo no puedo dejarla sola.
Carmen está aquí hasta las 8 y además ya no soy una niña que necesite niñera a las 24 horas, respondió Elena con firmeza. Anda, ve y diviértete un poco. Sebastián trató de ocultar su sonrisa de satisfacción. Solo si estás segura de que quieres ir, Valentina. No quiero presionarte. Durante todo el tiempo que llevaba viviendo en casa de Elena, Valentina había evitado cuidadosamente analizar sus sentimientos hacia Sebastián.
Era cierto que esperaba sus visitas con una emoción que no había sentido nunca antes. Era cierto que se arreglaba un poco más los días que sabía que él vendría. Era cierto que sus conversaciones durante las cenas familiares se habían vuelto el punto alto de sus días, pero también era cierto que la diferencia entre sus mundos parecía un abismo imposible de cruzar. Está bien”, murmuró finalmente.
“Pero solo si prometes que regresamos temprano.” El restaurante que Sebastián había elegido era un lugar mágico llamado La puerta falsa, escondido en una calle empedrada del centro histórico de Bogotá. Las paredes estaban decoradas con fotografías antiguas de la ciudad. Había música de carranga sonando suavemente y el aroma de tamales y ajíaco flotaba en el aire como una invitación al alma.
Este lugar tiene más de 200 años”, explicó Sebastián mientras ayudaba a Valentina a sentarse en una mesa junto a la ventana. Mi abuelo me traía aquí cuando era niño. Decía que aquí servían la verdadera comida bogotana, no esas imitaciones de los restaurantes elegantes. Valentina miró a su alrededor con asombro.
Nunca había estado en un lugar así, auténtico, lleno de historia, donde cada mesa tenía su propia personalidad y cada plato contaba una historia familiar. ¿Tu abuelo también trabajaba en construcción?”, preguntó genuinamente interesada. Sebastián sonríó con nostalgia. “No, él era carpintero, un carpintero muy humilde que construía muebles para familias de clase media. Mi papá fue quien decidió convertir ese pequeño taller en un imperio de construcción.
Mientras esperaban la comida, Sebastián le contó sobre su infancia, cómo había crecido entre planos de construcción y cascos de seguridad, como su padre había trabajado 18 horas diarias para construir la empresa. Como su madre, había sacrificado su carrera como profesora para apoyar los sueños empresariales de su esposo. “Suena como una familia muy unida,”, comentó Valentina.
Sebastián hizo una pausa antes de responder. “En los negocios.” Sí. emocionalmente. Bueno, el dinero tiene una manera extraña de complicar las relaciones familiares. Cuando llegó la comida, aiaco para ambos, con mazorca, alcaparras y crema, Valentina se dio cuenta de que era la primera vez en años que se sentaba en un restaurante como una persona normal, no como alguien que pedía limosna afuera.
¿En qué piensas?, preguntó Sebastián, notando su expresión distante. En lo diferente que es todo ahora. respondió honestamente. Hace un mes, si alguien me hubiera dicho que estaría cenando en un lugar así con ropa bonita después de un día de trabajo honesto, no lo habría creído. ¿Y cómo te sientes con todos estos cambios? Valentina reflexionó mientras mezclaba elcooco.
Agradecida, asustada, esperanzada, todo al mismo tiempo. Asustada de qué? De que sea demasiado bueno para ser verdad. de que un día despierte y todo esto haya sido un sueño. Sebastián se inclinó hacia adelante, su voz volviéndose más seria. Valentina, ¿puedo prometerte algo, esto no es un sueño y no va a desaparecer? Sus ojos se encontraron por un momento que pareció eterno.
Había algo en la manera en que Sebastián la miraba, que hacía que Valentina sintiera mariposas en el estómago, algo que nunca había experimentado antes. Después de la cena, caminaron lentamente por las calles empedradas de la Candelaria. Las luces coloniales creaban sombras danzantes en las fachadas coloridas y el aire nocturno de Bogotá tenía esa frescura única de las ciudades de montaña. “¿Puedo preguntarte algo personal?”, dijo Sebastián mientras se detenían frente a una antigua iglesia.
“Depende de qué tan personal”, respondió Valentina con una sonrisa tímida. “¿Alguna vez has estado enamorada?”, La pregunta la tomó por sorpresa. Se quedó en silencio por un momento, observando las estrellas que apenas se podían ver a través de la contaminación lumínica de la ciudad. No, respondió finalmente. Cuando era más joven, antes de antes de todo lo que pasó, había un muchacho en Mocoa que me gustaba, pero éramos muy jóvenes y después del desastre nunca volví a pensar en esas cosas.
Y ahora Valentina sintió que su corazón se aceleraba. Ahora, ¿qué? Ahora piensas en esas cosas. La honestidad en su voz, la vulnerabilidad en sus ojos hicieron que Valentina sintiera que estaba parada al borde de un precipicio. Podía dar un paso atrás, mantener la seguridad de su nueva vida sin complicaciones o podía saltar hacia lo desconocido.