“Hoy hueles como mi mamá”

Siempre repetía a mis alumnos: “Yo trato a todos por igual. No hago diferencias, no desprecio a nadie.” Lo creía de verdad… hasta que Pedrito entró en mi clase.

El niño era delgado, con la camisa arrugada y manchada, el pelo revuelto, un olor a humedad pegado a la ropa. Llegaba tarde, se dormía sobre la mesa, o interrumpía a los demás con travesuras.
—¡Pedrito, despierta! —golpeé suavemente con la regla sobre su pupitre una mañana.
Él levantó la cabeza, los ojos hundidos en ojeras, me miró apenas un segundo y volvió a hundirse en el sueño.
Los demás rieron bajito. Yo apreté los labios.
—¡Silencio en la clase! —ordené, tragándome la rabia.

Los días pasaban y su cuaderno seguía en blanco. Hasta que una tarde, cansada, lo decidí: entré en la dirección, golpeé la mesa y dije:
—No pienso soportar más a este niño malcriado. Después de Navidad no quiero verlo en mi aula.

La directora no dijo nada. Solo me miró, abrió un cajón y puso un expediente delgado en mis manos.
—Lee esto primero.

No quería. Estaba segura de lo que sentía. Pero abrí el archivo.

“Primer grado: Pedrito es brillante, alegre, sonríe siempre, todos lo quieren.”
“Segundo grado: Sigue siendo buen alumno, pero anda triste. Su mamá está muy enferma.”
“Tercer grado: La muerte de su mamá lo destrozó. Llora constantemente. Su papá no lo apoya, sospecho que lo maltrata.”
“Cuarto grado: Está aislado, callado, sin interés por nada. Su mirada está apagada.”

Las letras se borraban entre mis lágrimas. Cerré el archivo con las manos temblorosas. Algo se partió dentro de mí.


Llegó Navidad. Mis alumnos me llenaron el escritorio de regalos envueltos en papeles brillantes con lazos rojos. Pedrito, tímido, se acercó con una bolsita de papel arrugada. La dejó sobre la mesa y bajó la mirada.

Lo abrí. Dentro había un brazalete viejo, con piedras faltantes, y un frasco de perfume casi vacío. La clase estalló en carcajadas:
—¡Qué regalo más raro!
—¡Parece basura!

Vi cómo Pedrito apretaba el borde de su camisa, rojo de vergüenza. Entonces me lo puse en la muñeca con una sonrisa, y rocié unas gotas de perfume en mi cuello.
—Gracias, Pedrito. Es hermoso… y huele muy bien.

El silencio invadió el aula. Al final del día, el niño se acercó despacito, y susurró:
—Doña Tomasa… hoy usted huele como mi mamá.

Me quedé helada. Esa tarde, al llegar a casa, me encerré en mi cuarto y lloré como hacía años no lo hacía. Entendí que a partir de entonces no solo enseñaría matemáticas o escritura. Tenía que enseñar con paciencia. Con amor.


En enero, volví al colegio con el brazalete en la muñeca y unas gotas de ese perfume. Cuando Pedrito entró, me miró, se detuvo y me regaló una sonrisa. La primera que le había visto.

Cambié de estrategia. En vez de reprocharle: “¿Por qué no hiciste la tarea?”, le preguntaba:
—¿Qué te impidió hacerla ayer, hijo? ¿Puedo ayudarte?
Le daba pequeños retos: un solo ejercicio correcto, una frase bien copiada. Le aplaudía cuando lo lograba. Le regalé un lápiz con goma en forma de estrella y le dije:
—Este es un lápiz de doctor. Solo los que escriben limpio y claro lo usan.

Él lo tomó como un tesoro. Poco a poco, las páginas en blanco se llenaron de palabras torpes, luego de frases completas, y finalmente de ejercicios impecables. Cuando leyó en voz alta por primera vez, la clase lo aplaudió. Vi cómo le brillaban los ojos.

Una tarde lluviosa lo acompañé hasta su casa. Era una choza de láminas oxidadas, con la puerta rota. El padre salió con gesto hosco:
—¿Qué hace aquí, señora?
—Solo vine a dejarle unos libros a Pedrito. Está aprendiendo muy bien.
El hombre resopló y se dio media vuelta. Pedrito me miró, avergonzado. Yo le sonreí como diciendo: “No pasa nada.”

Al día siguiente le dejé en la mesa una cajita de comida caliente, inventando que era un “premio al mejor esfuerzo”. Él comió en silencio, pero con una sonrisa tímida.

Así comenzó a florecer. Pasó de ser el niño aislado a levantar la mano para resolver problemas en el pizarrón. Terminó el año participando en un concurso escolar y obtuvo una mención honorífica. Nada del otro mundo para otros… pero para él, y para mí, fue un milagro.

El tiempo siguió su curso. Pedrito terminó la escuela, luego la secundaria. Me enviaba postales de vez en cuando: “Entré a la universidad.” “Estoy estudiando medicina.” Guardé cada carta en un cajón junto al brazalete y el frasco de perfume.

Años después, un sobre blanco llegó a mi buzón. Lo abrí: “Querida Doña Tomasa, terminé medicina. Voy a casarme. Y quiero pedirle algo muy especial: que sea mi madrina de boda.”

El día de la boda, la iglesia estaba iluminada por la luz dorada de la tarde. Yo llevaba puesto el brazalete sin piedras y me había perfumado con las últimas gotas de aquel frasco. Cuando lo vi entrar, vestido de novio, alto y seguro de sí mismo, sentí que el corazón me estallaba.

Corrió a abrazarme.
—Todo se lo debo a usted, Doña Tomasa. Sin usted, yo no estaría aquí.
Le acaricié la cara, con lágrimas rodando por mis mejillas.
—No, Pedrito. Tú me enseñaste la lección más importante de mi vida: me enseñaste a ser maestra.

Y ese día comprendí que no siempre se puede tratar a todos por igual. Porque cada niño tiene una herida distinta… y lo único que puede curar es un poco de amor.