Hija mía, ay hija mía! Apenas me alejé un momento para comprarte una bolsita de galletas, y cuando regresé ya te encontré inmóvil.
Hija mía, ay hija mía! Apenas me alejé un momento para comprarte una bolsita de galletas, y cuando regresé ya te encontré inmóvil. Y lo que los vecinos contaron al ver lo que ese chico de 13 años te hizo me dejó sin fuerzas para mantenerme en pie…»
Mi pequeña hija, hace solo unos minutos estabas parloteando alegre, pidiéndome las galletas que tanto te gustaban. Nunca imaginé que por un instante de descuido, por confiar en dejarte al cuidado de tu primo, ahora… te perdería para siempre.

Cuando corrí de vuelta, la gente murmuraba con conmoción, todos te miraban con ojos llenos de compasión. Estabas tendida, inmóvil, con los ojitos cerrados, tu manita tan pequeña ya helada. Te llamé desesperada, grité hasta quedarme sin voz, te sacudí con todas mis fuerzas… pero fue inútil.
Luego, los vecinos me contaron entre lágrimas: vieron cómo ese muchacho de 13 años —el mismo primo al que confié tu cuidado— cometió algo atroz contigo. Gritaron para detenerlo, pero ya era demasiado tarde…
Mi pecho duele como si mil cuchillos me atravesaran. Hija mía, ¿cómo puedo soportar este dolor? ¿Cómo puedo perdonarme por haber confiado en la persona equivocada?
Todo el pueblo quedó conmocionado: unos lloraban de compasión, otros de indignación, y yo solo quería caer al suelo. Mi pequeña, no alcanzaste a crecer, no alcanzaste a disfrutar tu niñez, no alcanzaste a decirme otra vez: «mamá, quiero ir a la escuela»…
Ahora solo me queda abrazarte con todas mis fuerzas y gritar en la desesperación:
«¡Dios mío, hija mía, ¿cómo voy a seguir viviendo?!»
La tragedia no solo me arrebató a mi hija, sino que dejó una herida abierta en cada rincón de nuestro pequeño pueblo. Desde aquella tarde maldita, nada volvió a ser igual. La calle donde solías correr con tus sandalias rojas ahora se siente desierta, como si incluso el viento hubiera decidido callar por respeto a tu ausencia.
Yo, tu madre, me encuentro perdida en un torbellino de recuerdos y preguntas sin respuesta. Todavía puedo escuchar tu vocecita en mi oído:
—“Mamá, cómprame esas galletas, por favor.”
Esa fue la última vez que te escuché reír.
Cuando la noticia corrió, la gente abandonó sus quehaceres: los hombres dejaron el arado, las mujeres dejaron el fogón, los niños dejaron de jugar. Todos se reunieron frente a nuestra casa. Nadie podía creer que la inocencia de una niña hubiera sido profanada de manera tan cruel.
Algunos lloraban en silencio, otros gritaban de rabia. Los más ancianos movían la cabeza con tristeza, murmurando: “Nunca habíamos visto algo así en esta tierra.”
Y yo, en medio de esa multitud, solo podía abrazar tu cuerpecito frío, suplicando a Dios que todo fuera una pesadilla de la que pronto despertaría.
Esa noche velamos tu cuerpo. La sala se llenó de velas, flores blancas y rezos. Los vecinos se turnaban para acompañarme; nadie quería dejarme sola en ese mar de dolor. El olor a incienso impregnaba cada rincón, mientras los rosarios se repetían una y otra vez, intentando traer un poco de paz a mi corazón destrozado.
Me arrodillé junto a ti, con la frente pegada a tus manitas heladas. Mis lágrimas caían sobre tu piel sin que nada cambiara. Era como intentar regar una flor ya marchita.
—“Hija mía, despierta… mírame una vez más…” —susurraba, sabiendo en el fondo que no habría respuesta.
Mientras yo me consumía en el dolor, los hombres del pueblo hablaban con voces llenas de rabia. Decían que no podían permitir que un crimen tan monstruoso quedara impune. Querían llevar al culpable ante la justicia, algunos incluso hablaban de venganza. El nombre del muchacho de 13 años corría de boca en boca, acompañado de maldiciones.
Pero yo no tenía fuerzas para pensar en castigos ni en tribunales. Todo lo que quería era retroceder el tiempo, volver a abrazarte, volver a escuchar tu risa.
El día del entierro, el pueblo entero salió a la calle. Mujeres vestidas de negro cargaban coronas de flores, los hombres sostenían velas encendidas, los niños llevaban dibujos que habían hecho para ti. El sonido de las campanas de la iglesia resonaba triste, acompañando el llanto colectivo.
El ataúd, pequeño y blanco, parecía demasiado frágil para contener tanto dolor. Yo caminé detrás, sosteniéndome apenas en los brazos de dos vecinas, porque mis piernas ya no respondían. Cada paso era un peso insoportable, como si el suelo mismo se negara a sostenerme.
En el cementerio, cuando bajaron tu ataúd a la tierra, un grito desgarrador salió de mi pecho:
—“¡Hija mía, no me dejes! ¿Cómo voy a vivir sin ti?”
El silencio que siguió fue tan profundo que hasta los pájaros dejaron de cantar.
Han pasado días desde entonces, pero para mí el tiempo se ha detenido. La casa está llena de tus recuerdos: tu muñeca preferida en la esquina, tus cuadernos de dibujo, tus zapatos pequeños junto a la puerta. Cada objeto es un puñal que me atraviesa, recordándome que ya no volverás.
La gente del pueblo sigue viniendo a verme. Me traen comida, me abrazan, me dicen que no estoy sola. Pero en el fondo, sé que mi soledad es infinita, porque nadie puede devolverme a mi hija.
Aun así, en medio de esta oscuridad, te hice una promesa. Me incliné sobre tu tumba, con el corazón hecho pedazos, y te dije:
—“Tu nombre no será olvidado. Lucharé hasta mi último aliento para que se haga justicia, para que tu inocencia no quede en silencio. Y mientras viva, llevaré tu risa dentro de mí, como un fuego que nunca se apagará.”
Sé que la vida me obligará a seguir adelante, aunque sea arrastrando los pies. Pero también sé que, en cada amanecer gris, en cada soplo de viento, en cada estrella que brille en el cielo, ahí estarás tú, recordándome que el amor de una madre jamás muere.
Y así, entre lágrimas y rezos, entre flores marchitas y velas encendidas, terminó tu despedida… pero comenzó mi largo caminar con la mitad del alma arrancada. Un caminar que solo tendrá descanso el día en que, en algún lugar más allá del dolor, pueda volver a abrazarte y escuchar tu voz llamándome una vez más:
—“Mamá…”