“Gracias por no reírte de mí” — me dijo la abuela en el supermercado

Estaba en el pasillo de cereales, comparando precios como siempre hago, cuando sentí un toque suave en mi hombro. Me volteé y vi a una señora mayor, con el cabello recogido en un moño desprolijo y un sweater color mostaza que había conocido tiempos mejores.

—Disculpe, joven —me dijo con voz tímida—. ¿Podría ayudarme un momento?

—Claro, señora. Dígame.

Ella señaló hacia el estante con la mano un poco temblorosa.

—Es que… yo no sé leer. Nunca fui a la escuela. Y necesito comprar avena, pero no sé cuál de todas estas cajas es.

Lo dijo mirando al suelo, como si estuviera confesando algo terrible. Como si fuera culpable de algo.

—No hay problema —le respondí con naturalidad—. Mire, aquí tiene varias opciones. Esta es avena tradicional en hojuelas, esta otra es instantánea que se prepara más rápido, y esta de acá es avena integral. ¿Cuál prefiere?

Sus ojos brillaron un poco cuando levantó la vista.

—¿La que se prepara más rápido? Mi nieto la toma en las mañanas antes del colegio y siempre andamos apurados.

—Entonces esta es perfecta —le dije, alcanzándole la caja azul—. Esta marca es buena y tiene buen precio.

Ella tomó la caja entre sus manos arrugadas y la sostuvo contra su pecho, como si fuera algo valioso. Entonces me miró directamente a los ojos y sonrió. Era una sonrisa pequeña, pero llena de alivio.

—Gracias, mijito. Gracias por no reírte ni molestarme.

Esa frase me cayó como un balde de agua fría. Se me hizo un nudo en la garganta.

—¿Por qué habría de burlarme, señora? Usted no tiene nada de qué avergonzarse.

Ella negó con la cabeza lentamente.

—Ay, no sabe. Hay gente muy cruel. Una vez en otra tienda, una cajera se rio de mí delante de todos porque no podía llenar un formulario. Me hizo sentir así de chiquita —levantó dos dedos con apenas un centímetro de separación—. Por eso ahora me da miedo preguntar.

Sentí una mezcla de rabia e impotencia.

—Esa persona no tenía derecho a tratarla así. Usted merece respeto como cualquiera.

—Usted es muy amable —dijo ella, tocándome el brazo con afecto—. Dios lo bendiga. Ojalá hubiera más jóvenes como usted.

La acompañé hasta el final del pasillo. Ella siguió su camino empujando su carrito despacio, y yo me quedé ahí parado, sosteniendo todavía la caja de cereal que había estado comparando.

Pero ya no estaba pensando en precios ni en marcas.

Pensaba en esa mujer que había vivido toda una vida sin poder leer un cartel, una receta, una carta. Pensaba en cuántas veces habría tenido que tragarse su dignidad para pedir ayuda. Pensaba en cuántas veces alguien la habría hecho sentir menos por algo que ni siquiera fue su culpa.

Y pensaba en lo absurdamente simple que había sido ayudarla. Treinta segundos de mi tiempo. Eso fue todo.

Terminé mis compras en piloto automático. En la fila de la caja, vi a la señora algunas personas adelante. Cuando llegó su turno, la cajera le preguntó algo y ella respondió en voz baja, señalando productos. La cajera asintió con paciencia y procesó su compra sin drama.

Me alegré por ella.

Salí del supermercado con mis bolsas, pero con algo más pesado en el pecho. Una pregunta que no me dejaba en paz: ¿cuántas veces había pasado junto a alguien que necesitaba ayuda y simplemente no me di cuenta? ¿Cuántas veces estuve tan metido en mi propia burbuja que no vi a nadie más?

Esa noche, en casa, mientras guardaba las compras, seguía pensando en ella. En su “gracias por no reírte”. En que tuvo que agradecer algo que debería ser lo mínimo, lo básico, lo obvio.

Qué poco cuesta ser amable.

Y qué tremendamente necesario es.

Porque quizás para mí fueron solo treinta segundos de un martes cualquiera. Pero para ella, tal vez fue la diferencia entre sentirse invisible o sentirse vista. Entre la humillación o la dignidad.

Entre seguir pidiendo ayuda o resignarse a no hacerlo nunca más.

A veces me pregunto si volveré a encontrarla en ese supermercado. Me gustaría decirle que ella también me ayudó a mí ese día. Que me recordó algo que jamás debí olvidar.

Que cada persona que cruza nuestro camino lleva su propia historia, sus propias batallas, sus propios miedos.

Y que lo único que necesitamos para hacer la diferencia es detenernos un momento y ver de verdad.