Expulsado por su Hijo, Reconocido en el Parque Chapultepec

Expulsado por su Hijo, Reconocido en el Parque Chapultepec
La Segunda Oportunidad de Don Nicolás

Don Nicolás Herrera era un hombre que llevaba la vida entera sobre los hombros: jubilado, viudo, padre de un único hijo y, hasta hace poco, un abuelo dedicado. Pero todo se vino abajo el día en que su hijo Valerio, presionado por su esposa Olga, le pidió que abandonara su propia casa en la colonia Del Valle.

La convivencia se volvió insostenible.
Olga, con su actitud fría y calculadora, no gritaba ni hacía escándalos; simplemente fue borrando la presencia de Don Nicolás con una delicadeza cruel — quitó sus libros del estante, declaró “innecesario” su sillón favorito y desapareció su vieja tetera de peltre. Luego vinieron los comentarios:

“Deberías salir más, Don Nico, el aire fresco te haría bien.”

Después, las sugerencias más directas:

“Tal vez sería mejor que vivieras con la tía en Toluca… o en una residencia para mayores.”

Don Nicolás entendió el mensaje.
Guardó lo poco que le quedaba, cerró la puerta sin decir palabra y se marchó.
Sin reproches, sin lágrimas. Solo con el orgullo herido y un corazón cansado.

Comenzó a caminar por las calles frías de la ciudad como un fantasma más.
Un banco del Parque Chapultepec, donde solía pasear con su difunta esposa Lidia y después con el pequeño Valerio, se convirtió en su refugio.
Allí pasaba las horas, rodeado de recuerdos congelados.

Hasta que un día particularmente helado, una voz suave rompió el silencio:

“¿Nicolás? ¿Don Nicolás Herrera?”

Se giró. Frente a él estaba María Segura, su primer amor de juventud.
Llevaba un termo con café de olla y una bolsa con pan dulce.
El tiempo había marcado arrugas, pero sus ojos seguían siendo los mismos — cálidos, sinceros, familiares.

“¿Qué haces aquí, con este frío?” —preguntó con ternura.

Don Nicolás no tenía fuerzas para explicaciones.
Solo aceptó el café y el silencio compartido.
Ella se sentó a su lado como si los años no hubieran pasado.

Hablaron poco, pero bastó para que ella le dijera:

“Ven a mi casa. Está calientita. Mañana vemos qué hacer.”

Esa noche, Don Nicolás durmió en una habitación acogedora con cortinas de flores de cempasúchil.
El aroma a tamales y café llenaba el aire.
Por la mañana, María le sirvió panqueques y té. No hizo preguntas. Solo lo cuidó.

Los días se convirtieron en semanas.
Nicolás volvió a sonreír.
Reparaba muebles, ayudaba en el jardín, contaba historias de su tiempo en el servicio municipal —como aquella vez que evitó una explosión de gas.
María lo escuchaba con atención, preparaba sopas calientes, lavaba su ropa y le tejía bufandas.
Le dio algo que hacía mucho no sentía: afecto y dignidad.

Pero un día, al volver del mercado de Coyoacán, María vio un coche estacionado frente a su casa.
De él bajó un hombre.

“Disculpe… ¿vive aquí el señor Nicolás Herrera?”

Ella lo miró con cautela.
“¿Y usted quién es para él?”

“Soy su hijo… Valerio. Lo he estado buscando. Olga se fue… y fui un tonto.”

María respondió con firmeza:

“Entre. Pero sepa que su padre no es un mueble. No vuelve solo porque usted se arrepintió.”

Valerio entró. Frente a su padre, con voz quebrada, murmuró:

“Papá… perdóname.”

Don Nicolás lo miró largo rato y respondió:

“Pudiste haber dicho eso antes. Antes del banco, del frío, de las noches sin techo. Pero… te perdono.”

Una lágrima rodó. No de tristeza, sino de alivio.

Un mes después, Valerio le pidió que regresara a vivir con él.
Pero Nicolás negó con ternura:

“Aquí encontré calor, café de verdad y alguien que me escucha. Perdonar no es olvidar.”

Pasaron dos años.
Nicolás y María iban juntos al parque, se sentaban en el mismo banco, daban pan a las palomas y compartían café.
Vivían como compañeros.
No se llamaban esposo y esposa, pero eran familia.
Su hogar estaba hecho de amor, no de paredes.

Un día, Valerio regresó.
Traía de la mano a un niño de ocho años.

“Papá… este es Santiago. Tu nieto. Quiere conocerte.”

El pequeño se acercó tímido y le mostró un dibujo: dos figuras en un banco.

“Eres tú y la abuela María. Papá me contó. Quiero tener un abuelo.”

Don Nicolás lo abrazó fuerte.
Y su corazón volvió a sentirse vivo.

Desde entonces, Santiago fue parte del hogar.
Trajo risas, preguntas, juguetes por todos lados.
Nicolás construyó columpios, avioncitos de madera, arregló radios viejos.
Por las noches, le leía cuentos —como hacía con Valerio.

Un tranquilo otoño, Don Nicolás le propuso matrimonio a María.
Se casaron discretamente en la iglesia de San Juan Bautista, con Valerio y Santiago como testigos.
Nada ostentoso. Solo una promesa entre dos almas que se reencontraron al final del camino.

Pasaron los años.
Don Nicolás empezó a escribir sus memorias:
la infancia pobre, el trabajo duro, la pérdida de Lidia, el abandono, el perdón y el reencuentro con el amor.

Todo lo escribió para Santiago, para que supiera que:

La vida puede ser dura, pero siempre hay oportunidad para empezar de nuevo.

Siempre habrá alguien que llegue, no por deber, sino por amor — y hará que todo valga la pena.