Estoy construyendo un avión —respondió don Fermín, sentado en el porche, con las piernas cruzadas, una hoja arrugada en la mano y una sonrisa en la cara.

—¿Qué haces, abuelo?

—Estoy construyendo un avión —respondió don Fermín, sentado en el porche, con las piernas cruzadas, una hoja arrugada en la mano y una sonrisa en la cara.

—¿Un avión de verdad?

—De papel. Pero con alas largas y sueños grandes.

El pequeño Nico se acercó con el móvil en la mano, absorto en su juego. No levantaba la vista. Era un niño de ocho años que había olvidado cómo se usaban las piedras, los palos, las tizas o las cajas de cartón.

—¿Quieres probar? —preguntó el abuelo, ofreciéndole el avión recién doblado.

—Estoy en una partida. No puedo pausar.

Don Fermín se quedó en silencio. Volvió la vista al cielo. El sol comenzaba a esconderse y una ligera brisa acariciaba las hojas de los árboles. Se levantó con dificultad, se acercó a Nico y le quitó el móvil con firmeza pero sin enfado.

—¡Eh! ¡Dámelo!

—No. Antes, ven. Te voy a contar algo.

El niño, enfadado, cruzó los brazos. Pero algo en los ojos de su abuelo lo hizo obedecer.

—Cuando tenía tu edad, Nico, construía barcos con corteza de árbol, lanzaba piedras al río como si fueran naves espaciales y dibujaba ciudades enteras con una rama en la tierra. No había internet. Pero tampoco nos faltaban mundos.

—Pero eso es aburrido —dijo el niño, apretando los labios.

—¿Sabes qué pasa con esos juegos tuyos de la pantalla? Que te dan todo hecho. No tienes que imaginar, no tienes que inventar. Solo sigues lo que otros ya pensaron. Pero cuando tú creas un juego… cuando tú haces un avión de papel o inventas una historia con piedras y muñecos, estás entrenando el músculo más poderoso que tienes: la imaginación.

—¿Y para qué sirve eso?

El abuelo sonrió.

—Para todo. Los mejores inventores, artistas, arquitectos, escritores… fueron niños que jugaron a lo tonto. Que con una caja construyeron un castillo, que con un lápiz imaginaron un cohete. ¿Tú sabes qué construyó Elon Musk antes de hacer cohetes reales? Una pistola de agua casera hecha con piezas recicladas. ¿Sabes cómo empezó Spielberg? Grabando con una cámara de juguete a sus soldados de plástico.

Nico frunció el ceño.

—¿Y si yo no quiero ser inventor?

—Da igual lo que seas. Si apagas tu creatividad de niño… vivirás dormido de adulto. Sin ideas, sin pasión, sin color. Y no quiero eso para ti.

El abuelo alzó el avión de papel y lo lanzó al cielo. Planeó durante segundos como si supiera lo que hacía. El niño lo siguió con la mirada. Y sin darse cuenta, sonrió.

—¿Me enseñas a hacer uno?

Don Fermín asintió. Se sentaron juntos. Papel tras papel, Nico aprendió a doblar, a lanzar, a ajustar los ángulos. Luego, con un palo y una piedra, construyó un garaje para los aviones. Después una pista de aterrizaje con hojas secas. Cuando su madre salió a buscarlos, una hora después, encontró a ambos en el suelo, riendo.

—¿Qué hacen? —preguntó.

—Construimos un aeropuerto —dijo Nico—. Y ahora vamos a hacer helicópteros.

Su madre lo miró sorprendida. No recordaba la última vez que lo había visto jugar sin una pantalla delante.

—¿Y el móvil?

—Está apagado —respondió Nico, sin darle importancia.

Esa noche, mientras el niño dormía, don Fermín se asomó a su habitación, le acarició el cabello y murmuró:

—Hoy no salvaste princesas ni mataste zombis. Hoy volaste.

¿Recuerdas el último juego que te inventaste sin una pantalla?
¿Le estás dejando espacio a tus hijos para imaginar… o solo para entretenerse?