Ese anciano de 70 años llevaba 50 viviendo solo y había establecido una regla: estaba prohibido que las mujeres entraran en su casa. Me colé en secreto a medianoche, pero lo que vi adentro me dejó atónito.
Nací y crecí en un pequeño pueblo del delta del Ganges. Al final de la calle había una casa de barro y ladrillos crudos, con techo de viejas tejas. Allí vivía, desde hacía décadas, un anciano de 70 años. La gente lo llamaba Baba Hansraj. Nadie en el pueblo sabía mucho sobre su pasado; solo se conocía una extraña regla suya: estaba prohibido que cualquier mujer entrara en su casa.

Cada vez que alguna mujer pasaba por allí, él cerraba la puerta con fuerza. Si alguien por error ponía un pie en las escaleras, él lo echaba furioso. Así, aquella casa se volvió un lugar prohibido, rodeado de misterio. Los adultos lo evitaban, los niños sentían curiosidad. En cuanto a mí, mientras más crecía, más aumentaba mi curiosidad.
Una noche de luna, mientras el viento silbaba entre los bambúes y los árboles de neem, decidí hacer lo que nadie en el pueblo había osado: entrar a escondidas en esa casa.
A medianoche, caminé por aquella calle desierta, con el corazón latiéndome con fuerza. La puerta de madera podrida crujió al abrirse. En la oscuridad, la casa parecía tan lúgubre que daba la impresión de querer tragarme.
Adentro reinaba un silencio tal que podía escuchar mis propios latidos. El olor a madera húmeda, incienso quemado y cal vieja me asfixiaba. En el suelo duro, junto al rincón del fogón apagado, había una cama de cuerdas y una jarra de barro con agua. Caminaba muy despacio; mis ojos poco a poco se acostumbraban a la oscuridad.
Y entonces me quedé helado.
Las cuatro paredes estaban cubiertas de pinturas de mujeres. Algunas eran dibujos con carbón sobre papel áspero, otras con acuarelas desvaídas. Docenas, luego cientos de rostros: miradas tristes, sonrisas suaves, un silencio indescriptible. De todos aquellos rostros emanaba una frialdad—como si vigilaran cada uno de mis movimientos.
En el centro de la habitación principal había una estatua de una joven, cuidadosamente colocada. Su rostro era delicado, su largo cabello desordenado. La luz de la luna, filtrada por los barrotes de la ventana, iluminaba el rostro de la escultura de madera de neem, dándole un aire de vida… una vida inquietante.
Retrocedí, y de repente, detrás de mí, sonó una tos ronca:
—“¿Quién… quién se ha atrevido a entrar aquí?”
Me giré. Allí estaba Baba Hansraj—un hombre delgado, con un viejo kurta y una toalla al hombro. Sus ojos eran ancianos, pero brillaban intensamente. Balbuceé una disculpa. Él no estaba enojado; simplemente suspiró y se sentó en una pequeña silla de madera.
Comenzó a contarme.
A los 20 años, se había enamorado profundamente de una muchacha del pueblo llamada Lalita. Todo el pueblo la admiraba. Pero justo antes de la boda, Lalita murió en un accidente en la carretera—un autobús que nunca regresó. Ese golpe convirtió a Hansraj en piedra. Juró que nunca permitiría que otra mujer entrara en su casa, porque en su corazón solo había una figura.
Las pinturas y las esculturas eran recuerdos de ella. Noche tras noche, bajo la luz de una lámpara de tormenta, él se sentaba solo, dibujando y esculpiendo una y otra vez aquel rostro. Año tras año, transformó su casa en un monumento a su amor perdido.
Al escucharlo, se me erizó la piel—no de miedo, sino porque en su voz ronca podía sentir una soledad inmensa. La gente lo consideraba un excéntrico; en realidad, era solo un viejo atrapado en el pasado, sin encontrar salida.
Me miró, con los ojos húmedos:
—“Eres la primera que se atreve a entrar aquí. Mira… no hay fantasmas. Solo un viejo tonto que aún habla con sus recuerdos.”
No supe qué decir, así que incliné la cabeza. Al amanecer, salí de su casa con el corazón pesado.
Después, cada vez que pasaba frente a aquella casa de barro al final de la calle, ya no sentía miedo. Más bien, compasión por un corazón enterrado durante medio siglo bajo una promesa incumplida.
La historia de Baba Hansraj me enseñó algo: hay heridas que el tiempo nunca cura—solo aprendemos a vivir con ellas. Y a veces, una pequeña lámpara encendida en el corazón calienta más que todos los rumores que circulan fuera.