Era una boda sencilla, en las afueras de Marsella. No había alfombra roja ni fuegos artificiales, pero había tensión. Mucha.

EL COUSCOUS QUE UNIFICÓ DOS BANDERAS

Era una boda sencilla, en las afueras de Marsella. No había alfombra roja ni fuegos artificiales, pero había tensión. Mucha.

Amina, francesa de origen marroquí, y Youssef, argelino criado en París, se amaban con una ternura que nada podía negar… excepto sus familias.

—Los argelinos son duros —decía la abuela de Amina, removiendo el té con rabia.
—Los marroquíes son orgullosos —decía el padre de Youssef, cruzado de brazos.

Ambas familias habían aceptado asistir, pero no sentarse juntas. Ni compartir platos.

—¿Cómo vamos a servir couscous? ¡Lo hacemos distinto! —protestó la tía Rachida.
—¡El nuestro lleva garbanzos! —gritó el primo Ahmed.
—¡Y el nuestro pasas! ¡Y canela! —respondió indignada la madre de la novia.

La pareja, desesperada, solo encontró una solución: cocinarlo juntos.

El día antes de la boda, Amina y Youssef reunieron a ambas familias en la cocina de una casa alquilada. Prepararon tres ollas de barro, una gran cantidad de sémola, verduras frescas, cordero, garbanzos, pasas, cúrcuma, ras el hanout, canela, pimientos y calabaza. Todos los ingredientes, todos los estilos.

—Hoy no hay banderas —dijo Youssef, mientras pelaba zanahorias—. Solo cucharones.

Al principio, hubo murmullos. Reproches. Miradas torcidas.

Pero cuando el aroma empezó a llenar la casa, el silencio cambió.
Las manos se aflojaron. Los cuchillos se movieron más lentos.

—¿Tu madre le ponía canela al caldo? —preguntó la tía de Youssef.

—Sí. Para el alma —respondió la madre de Amina, sin levantar la vista.

Cuando llegó la hora de amasar la sémola, las risas comenzaron.

—No así, hombre, que la apelmazas —dijo la abuela marroquí, corrigiendo al tío argelino.
—¡Entonces enséñame! —respondió él, con una media sonrisa.

El día de la boda, sirvieron un solo plato.

El couscous era una mezcla imposible de clasificar: tenía lo dulce del norte de Marruecos, el picante de Argelia, la suavidad francesa y el calor de una tregua.

Cuando el primer bocado llegó a la mesa, hubo un instante de silencio sagrado. Luego, aplausos espontáneos.

—¿Quién lo cocinó? —preguntó alguien.

—Todos —respondieron los novios al unísono.

Esa noche, por primera vez en décadas, dos familias se sentaron juntas. Compartieron pan, brindis y danzas. Se abrazaron. Lloraron.

Y antes del postre, alguien gritó:

—¡El couscous ha ganado la guerra!

Desde entonces, cada año, en el aniversario de la boda, repiten la receta. Con risas, con memoria, con orgullo compartido.

El plato se hizo famoso.
Lo bautizaron como “Couscous sin fronteras”.

Y en el restaurante que luego abrieron juntos, hay una frase colgada sobre la cocina:

“Hay ingredientes que no entienden de países, pero sí de corazones que aprenden a mezclarse.