Entre dos fuegos

En una casa de la colonia Roma, la vida de Lucía se había vuelto un campo minado. Desde que se casó con Andrés, su suegra Doña Mercedes se mudó con ellos “temporalmente”, aunque todos sabían que ese “temporal” ya iba para dos años.
Doña Mercedes tenía la lengua más filosa que un machete. Todo lo que Lucía hacía —desde cómo cocinaba hasta cómo se vestía— era motivo de crítica.
—En mis tiempos, las mujeres sabían cuidar a sus maridos —decía con su tono agrio—. No andaban perdiendo el tiempo en redes ni en “trabajitos” que no sirven para nada.
Lucía sonreía para no llorar. Andrés, su esposo, solía responder con la frase que más la lastimaba:
—Mamá solo quiere ayudarte, no te lo tomes tan personal.
Con el tiempo, la distancia entre Lucía y Andrés creció. Ya no hablaban como antes. Él llegaba tarde, cansado y molesto, y ella aprendió a guardar silencio. En el fondo, él creía que su madre tenía razón: Lucía estaba cambiando, se estaba volviendo “demasiado independiente”.
Hasta que un día, durante una comida en la oficina, Andrés escuchó la historia de Rogelio, un compañero de trabajo.
—Mi esposa y mi mamá nunca se llevaron —le contaba Rogelio con una mirada vacía—. Yo nunca tomé partido. Pensé que con el tiempo se arreglarían solas.
—¿Y? —preguntó Andrés.
—Nos divorciamos. Mi mamá murió sin conocer a mis hijos. Y mi ex esposa… ni me voltea a ver cuando nos cruzamos en la calle.
A Andrés se le heló la sangre. Por primera vez se vio reflejado en aquel hombre: indiferente, cómodo, ausente. Esa noche no pudo dormir.
Al día siguiente, al llegar a casa, encontró a Lucía en la cocina, preparando café en silencio. Doña Mercedes, en la sala, veía su novela como siempre.
Andrés se acercó a su esposa y le dijo en voz baja:
—Perdóname.
Lucía lo miró sin entender.
—Por dejarte sola —susurró él—. Por no ver lo que esto te estaba haciendo.
Ella no dijo nada. Solo le sirvió una taza de café y se la pasó con manos temblorosas.
Esa noche, Andrés habló con su madre. Fue una conversación larga, llena de lágrimas, gritos y finalmente silencio.
Al día siguiente, Doña Mercedes empacó sus cosas.
—No me corren, me voy porque quiero —dijo, con la dignidad herida de quien sabe que ya ha perdido terreno.
Pasaron los meses. Las cosas mejoraron. Lucía y Andrés empezaron a mirarse otra vez a los ojos, a hablar, a reír un poco. No todo estaba resuelto, pero algo había cambiado.
Una tarde, mientras paseaban por el parque, Andrés vio a Rogelio sentado en una banca, solo, con la mirada perdida. En ese momento, le apretó la mano a Lucía con fuerza.
—No quiero que terminemos así —dijo.
Lucía lo miró, con una leve sonrisa y un dejo de tristeza.
—Entonces, no dejes que la historia se repita —respondió.
El viento soplaba suave entre los árboles. En el aire, algo se sentía distinto: no era un final feliz, pero sí un nuevo comienzo. 🌅