En un pequeño pueblo del sur de Italia, donde los trenes pasaban como fantasmas a mediodía y las flores crecían entre las vías oxidadas, vivía un gato callejero al que todos llamaban Nino.

En un pequeño pueblo del sur de Italia, donde los trenes pasaban como fantasmas a mediodía y las flores crecían entre las vías oxidadas, vivía un gato callejero al que todos llamaban Nino.

Nadie sabía de dónde había salido, pero siempre estaba allí: sentado sobre la barandilla de la estación, justo al lado del reloj antiguo que marcaba mal la hora desde hacía años.

Nino no pedía comida. No maullaba. No mendigaba caricias. Solo observaba.

La gente del pueblo empezó a notar algo curioso: cada vez que alguien se sentaba en el banco de la estación con la mirada caída, Nino se acercaba.

Primero en silencio.
Luego se sentaba a su lado.
Y cuando la tristeza era mucha… subía al regazo.

—Es como si supiera —decía Don Nicola, el jefe de estación retirado—. Ese gato tiene algo en la mirada. Te escanea el alma.

Una vez, una joven llamada Martina, de apenas veinte años, llegó con una mochila al hombro y un billete sin retorno. Llevaba el corazón roto, la voz temblorosa y los ojos hinchados de tanto llorar. Se sentó en el banco, y allí apareció Nino.

Sin pedir permiso, saltó a su regazo y comenzó a ronronear con tanta fuerza que Martina terminó riendo entre lágrimas.

—¿Qué quieres? ¿Que no me vaya? —le dijo, acariciándole la cabeza.

El tren llegó. Martina se levantó. Dio un paso. Luego otro. Pero miró atrás… y ahí seguía Nino, sentado, inmóvil, como si la estuviera juzgando con los ojos más sabios del mundo.

Martina se bajó del tren antes de que cerraran las puertas.

Volvió a casa. Se reconcilió con su madre. Y meses después, empezó a estudiar veterinaria. Nunca volvió a ver a Nino.

Pero no fue la única.

Muchos más contaron lo mismo: que aquel gato no era un simple vagabundo. Que parecía aparecer en el momento justo. Que su ronroneo curaba más que mil palabras.

Algunos empezaron a dejarle comida. Otros, mantas en invierno. Y no faltaron quienes lo apodaron “el monje del andén”.

Cuando Nino murió —ya viejo, bajo el banco de siempre—, el pueblo entero lo despidió como si fuera un sabio. Le hicieron una lápida pequeña junto a la estación, con una inscripción:

“Aquí descansa Nino, el gato que supo esperar sin preguntar nada.
Y que acompañó en silencio a quienes no sabían a dónde ir.”

Desde entonces, en esa estación de tren oxidada, muchos viajan solo para ver la placa. Para sentarse en ese banco. Y, algunos dicen, que si cierras los ojos… puedes escuchar un leve ronroneo entre las vías.

Porque hay gatos que no necesitan ser adoptados.
Solo aparecer.
Y quedarse justo el tiempo necesario para recordarte que no estás sol