En un centro de rehabilitación de fauna, escondido entre las orillas del río Paraná, vivía Luma, una capibara grande, suave y silenciosa, que había llegado allí tras ser encontrada herida en la orilla, cuando apenas era una cría. Nadie sabía cómo había sobrevivido.

En un centro de rehabilitación de fauna, escondido entre las orillas del río Paraná, vivía Luma, una capibara grande, suave y silenciosa, que había llegado allí tras ser encontrada herida en la orilla, cuando apenas era una cría. Nadie sabía cómo había sobrevivido. La corriente era fuerte, y las marcas en su pata indicaban que había sido atacada.

Tomás, un joven voluntario de 21 años, fue quien la cuidó desde el primer día. No por obligación, sino porque había algo en esa criatura silenciosa que lo conmovía más de lo que entendía. Mientras los demás animales corrían, gritaban o se ocultaban, Luma se quedaba quieta, observando. A veces parecía que escuchaba. O que recordaba algo.

Tomás se sentaba junto a ella cada tarde. Le leía en voz alta, le hablaba de su familia, de sus dudas, de su dolor. Luma no respondía. Pero lo miraba. Con esos ojos redondos, tranquilos, que no juzgaban ni interrumpían.

—Eres como el amor que nunca tuve —le dijo una vez, sin saber que esa frase se le quedaría clavada como una semilla.

Durante un año, fueron inseparables. Tomás limpiaba su espacio, la alimentaba, la paseaba, y a veces, simplemente se sentaba con ella a mirar el agua. Como si no necesitaran nada más.

Pero el tiempo pasa. Y la vida, como el río, arrastra.

A Tomás le ofrecieron una beca para estudiar en el extranjero. Se debatió durante semanas. Le dolía partir, pero era su oportunidad. Se despidió de Luma un lunes nublado. Se agachó, le habló al oído y le prometió que volvería.

Ella no se movió. Solo lo miró.

Pasaron los años. Luma creció. Ya no cojeaba. Vivía libre dentro del centro, con otros animales. Pero cada tarde, sin faltar una, se acercaba a la reja que daba al río, al mismo lugar donde solía sentarse con Tomás. Se echaba ahí, mirando al agua, sin hacer ruido. Como si supiera que, en algún punto, él iba a volver por ese mismo sendero.

Los cuidadores lo notaron.

—Esa capibara no es normal —decían—. Está esperando algo. A alguien.

Un día, un nuevo voluntario quiso acercarse demasiado. Luma se alejó. No por miedo. Sino por lealtad. Como si supiera que el amor no se remplaza… solo se recuerda.

Cinco años después, un hombre de barba corta y ojos emocionados se bajó de un autobús frente al centro. Era Tomás.

Volvía por fin.

Había escrito, enviado cartas, pero nunca recibió respuesta. Aún así, volvió. Por ella.

—¿Todavía está Luma? —preguntó sin aliento.

Nadie respondió. Solo le señalaron el camino.

Cuando llegó a la reja, ella ya estaba allí. Sentada. Como cada tarde.

No se movió al verlo. No corrió. No lloró. Solo lo miró, exactamente como lo había hecho cinco años atrás.

Y Tomás, con la voz quebrada, susurró:

—¿De verdad me esperaste todo este tiempo?

Luma se acercó. Apoyó su hocico en su pierna. Y fue entonces cuando Tomás entendió:

No todos los amores necesitan hablar, ni aparecer todos los días. Algunos solo necesitan quedarse… incluso cuando el otro no puede.

Desde entonces, nadie volvió a cuidar de Luma. No hacía falta. Tomás lo hacía todo. Pero lo que realmente importaba, lo que ella le había enseñado sin palabras, era esto:

“El amor verdadero no empuja, no reclama, no exige. Solo permanece, en silencio, como una promesa viva que no necesita ser repetida