En un callejón de Lisboa, escondida entre una librería antigua y una tienda de bordados, estaba “Relojes Duarte”
En un callejón de Lisboa, escondida entre una librería antigua y una tienda de bordados, estaba “Relojes Duarte”. El dueño, Manuel Duarte, había dedicado cuarenta años a reparar relojes de todo tipo: de bolsillo, de péndulo, de cuerda, de solapa…
Su taller era un refugio del tiempo. Las paredes estaban cubiertas de engranajes, agujas y carcasas, y el aire olía a aceite para relojería. Los clientes acudían con piezas heredadas, convencidos de que si alguien podía devolverles la vida, era él.
Pero, poco a poco, los relojes dejaron de llegar. Las generaciones jóvenes miraban la hora en sus teléfonos. Los relojes de pulsera eran más un accesorio que una necesidad. Manuel intentó adaptarse reparando relojes modernos y digitales, pero no era lo mismo.
Un invierno especialmente duro, con el taller vacío durante semanas, Manuel tomó la decisión que más le dolió: bajar la persiana. Empacó las herramientas, apagó la lámpara de trabajo y se fue a casa con una caja de piezas que no pudo tirar.
Los días pasaban lentos. Se levantaba tarde, tomaba café mirando por la ventana y no encontraba motivo para salir. Había dedicado su vida entera a escuchar el tic-tac, y ahora vivía en silencio.
Hasta que un día, su nieta Inés llegó con una caja de cartón.
—Abuelo, encontré esto en el desván de mamá —dijo, colocando la caja en la mesa.
Dentro había un reloj de péndulo polvoriento, con el cristal roto.
—No funciona —agregó ella—, pero pensé que a lo mejor podrías arreglarlo… solo por diversión.
Manuel no pudo resistir la tentación. Limpió la madera, ajustó el péndulo, engrasó los engranajes y reemplazó el cristal. Horas después, el reloj volvió a sonar, marcando cada segundo con un “tic-tac” claro y constante.
Esa noche, Inés publicó un vídeo en redes mostrando a su abuelo trabajando. “Mi abuelo repara relojes antiguos —escribió—. Dice que cada uno guarda historias que no deben perderse.” El vídeo se volvió viral.
Al día siguiente, Manuel recibió mensajes de todas partes. Personas querían enviarle relojes heredados, relojes encontrados en mercadillos, relojes que habían estado años sin funcionar. No buscaban solo un arreglo; querían recuperar un pedazo de memoria.
Manuel volvió a encender la lámpara de su taller. Abrió las ventanas, dejó entrar el aire y el olor del barrio. Los primeros relojes llegaron en cajas bien envueltas, con notas escritas a mano:
“Era de mi padre, dejó de funcionar el día que él murió.”
“Mi abuela lo llevaba todos los domingos a misa.”
“Lo encontré en la casa que compramos; no sabemos de quién fue, pero queremos que viva.”
Con paciencia, Manuel devolvió la vida a cada uno. Y mientras lo hacía, algo en él también se reparaba. El sonido de cada tic-tac le recordaba que, mientras haya algo que cuidar, el tiempo no es un enemigo… es un regalo.
Un periodista local, intrigado por la historia, lo visitó para entrevistarlo.
—Don Manuel, ¿qué siente al saber que ha devuelto a la vida cientos de relojes?
El viejo relojero sonrió, sosteniendo un pequeño reloj de bolsillo.
—Mire, todos creen que reparo relojes… pero en realidad reparo recuerdos. El tiempo nunca se detiene, pero hay instantes que merecen volver a latir.
Hoy, “Relojes Duarte” está otra vez abierto. No es el negocio más rentable del mundo, pero para Manuel no hay tesoro mayor que escuchar el coro de tic-tacs que llenan su taller. Y cada vez que un cliente recoge un reloj y lo abraza como si fuera una reliquia, sabe que el suyo, al igual que el de ellos, sigue contando