En un barrio silencioso de Montevideo, Uruguay, donde los parques no tienen columpios nuevos y los bancos están algo oxidados, vive don Ernesto Méndez, un abuelo de 78 años con manos temblorosas… pero alma firme.
Cada tarde, se sienta bajo un árbol de hojas enormes con una caja de herramientas a su lado. Lo conocen como “el abuelo de los juguetes”.
No vende nada. No pide nada. Solo espera.
Y los niños llegan. Con autitos sin ruedas. Muñecas sin brazos. Trompos que ya no giran. Ernesto los toma con delicadeza, los observa, y dice con voz ronca pero tierna:
—Vamos a ver si este muchachito quiere volver a jugar.
Usa hilos, pegamento, cinta, tornillitos viejos, trozos de plástico que guarda en frascos. Repara, limpia, pule. A veces inventa soluciones con tapas de botellas, botones o broches de ropa.
Los niños esperan cerca. Algunos preguntan. Otros se quedan en silencio, como si vieran un hechicero en acción.
—¿Cuánto cuesta, abuelo?
—Una sonrisa y que lo cuides más.
No cobra. Nunca lo hizo. Dice que reparar juguetes le cura algo por dentro.
—Mi nieto vivía lejos. Y se me fue antes de tiempo. Me dejó solo, pero lleno de sus risas. Cada vez que arreglo uno de estos juguetes, siento que lo tengo cerquita.
Un día, una periodista del barrio lo grabó sin que él supiera. Subió el video con el título: “El abuelo que repara infancias”. Se hizo viral.
Le ofrecieron abrir un taller, poner un local, recibir donaciones.
Él respondió con humildad:
—Gracias, pero el parque es mi taller. Y los niños, mis clientes de confianza.
Hoy, en el banco donde siempre se sienta, hay un cartel pintado por una niña que dice:
“Don Ernesto: Doctor de juguetes y de almas.”
Y en la tapa de su caja de herramientas, escrita con marcador azul, se lee:
“Todo lo que se rompe… puede volver a jugar.”