En plena noche, su pequeña hija se despertaba gritando y repitiendo palabras como «No, me duele». El padre decidió investigar la causa de la pesadilla y se horrorizó al descubrir…

En plena noche, su pequeña hija se despertaba gritando y repitiendo palabras como «No, me duele». El padre decidió investigar la causa de la pesadilla y se horrorizó al descubrir…

Michael Reynolds nunca se había considerado un padre paranoico. Era un contador de 38 años que vivía en las afueras de Dallas, Texas, y criaba solo a su hija de ocho años, Emily, tras el fallecimiento de su esposa hacía dos años. Intentaba mantener una vida estable: dejar a los niños en la escuela, entrenar, leer cuentos antes de dormir. Todo era estructurado, tranquilo y predecible. Al menos, antes lo era.

Últimamente, las cosas habían cambiado. Casi todas las noches de la última semana, Emily se despertaba gritando. Su vocecita resonaba por el pasillo oscuro, repitiendo siempre las mismas palabras desesperadas: “¡No, me duele! ¡Para, por favor!”.

Al principio, Michael se dijo a sí mismo que solo eran pesadillas. Los niños procesaban el trauma de maneras extrañas, y perder a su madre había sido devastador. Pero algo en el llanto de Emily lo inquietó. No eran los vagos gemidos de una pesadilla. Sonaban reales, urgentes, casi como si estuviera reviviendo algo que realmente había sucedido.

Una noche, tras correr a su habitación, abrazó su cuerpo tembloroso. Tenía la cara empapada de lágrimas y la camisa del pijama pegada a la piel por el sudor. «Papá, que pare», susurró, todavía medio dormida.

Michael le acarició el pelo y le susurró: «Está bien, cariño. Estás a salvo. Nadie te va a hacer daño». Pero en el fondo, una opresión en el pecho le oprimía la cabeza. Las palabras que ella repetía no parecían fortuitas. Parecían ecos de una experiencia.

 

A la mañana siguiente, Michael le preguntó con dulzura: «Emily, ¿recuerdas lo que soñabas?». Ella negó con la cabeza. «No, papá. No lo recuerdo. Solo… me dolió». Luego se calló, negándose a decir más.

Pensó en hablar con su maestra, la Sra. Jacobs, para ver si Emily había sufrido acoso escolar. Quizás se había caído en el patio, o quizás algunos niños mayores se habían burlado de ella. Pero la Sra. Jacobs no reportó nada inusual. Emily era tranquila pero educada, un poco reservada comparada con sus compañeros, pero por lo demás bien.

Esa noche, cuando los gritos volvieron a oírse, Michael se sentó al borde de la cama en lugar de correr a consolarla. Quería ver si algo los había provocado. Emily se revolvía violentamente, aferrándose a su manta, susurrando: «No me toques… no… para…». La expresión de su rostro casi lo destrozó.

Michael supo entonces que no se trataba de un simple terror nocturno. Algo acechaba a su hija, y no le quedaba más remedio que descubrir qué era.

Michael empezó por lo básico. Examinó minuciosamente la casa. Quizás Emily había oído algo en la tele, o quizás las discusiones nocturnas de los vecinos se habían filtrado. Revisó el historial de navegación de su tableta, buscando cualquier cosa que pudiera haberla perturbado. Nada sobresalía.

Pero las pesadillas persistían, siempre volviendo a esas mismas frases desgarradoras. “No, me duele”. “Para, por favor”.

Una noche, sentado junto a su cama, Michael notó algo diferente. Emily se estremeció violentamente mientras dormía cuando la puerta del dormitorio se abrió con un crujido. Casi como si el sonido mismo estuviera ligado a su terror. Se le encogió el estómago. ¿Por qué la asustaría una simple puerta al abrirse?

A la mañana siguiente, Michael presionó un poco más. «Emily, cariño, te prometo que puedes contarme lo que sea. ¿Alguien te está molestando? ¿Alguien te hizo daño?»

Los ojos de Emily se llenaron de lágrimas. Abrió la boca y luego la cerró. Finalmente, susurró: «Papá… ¿puedes dejarme con el tío Greg?».

Michael se quedó paralizado. Su tío Greg, su hermano, había estado ayudando con el cuidado de los niños desde la muerte de su esposa. Un familiar de confianza, alguien que había estado con Emily desde que nació. La mente de Michael dio vueltas. Quiso descartar ese pensamiento de inmediato. Sin duda, no era Greg.

Pero cuanto más lo pensaba, más encajaba. Las pesadillas habían comenzado poco después de que Emily pasara un fin de semana en casa de Greg. El estremecimiento al abrirse las puertas. La forma en que se había vuelto más callada, más retraída.

A Michael se le revolvió el estómago con una mezcla de rabia y negación. ¿Podría ser su propio hermano la razón por la que su hija gritaba por las noches? Necesitaba pruebas.

Esa noche, antes de acostarse, Michael colocó una pequeña cámara en la mesita de noche de Emily. Le dijo que era solo para ayudar a papá a averiguar qué causaba las pesadillas. Ella asintió, confiando plenamente en él.

Lo que las imágenes revelaron a la mañana siguiente dejó las manos de Michael temblando tanto que casi dejó caer su taza de café.

En la pantalla, Emily se revolvía en la cama, con su pequeño cuerpo enredado en las sábanas. Entonces, alrededor de las 2:15 a. m., se incorporó de golpe, gritando: “¡No, me duele!”. Pero sus ojos seguían cerrados. Estaba dormida, atrapada en la misma pesadilla.

Michael se acercó. De repente, sus palabras se volvieron más específicas. «Greg… para…»

Michael sintió que la sangre le abandonaba la cara. Su peor temor se había confirmado. Emily no le gritaba a sombras en su imaginación. Estaba reviviendo algo real.

Pasó el video, respirando con dificultad. Cada fibra de su ser quería correr a casa de Greg en ese mismo instante. Pero se obligó a mantener la calma. Si confrontaba a Greg sin pruebas, podría negarlo todo y Emily podría no obtener justicia.

Michael contactó con los Servicios de Protección Infantil y la policía local. Les proporcionó el video y les explicó las palabras recurrentes de Emily. Fue suficiente para iniciar una investigación.

Cuando los detectives interrogaron a Emily en presencia de un psicólogo infantil, finalmente se derrumbó. “El tío Greg me tocó”, admitió, llorando sobre su osito de peluche. El corazón de Michael se rompió. Quería envolverla, protegerla de todo dolor. Al mismo tiempo, la furia lo quemaba por dentro como un reguero de pólvora.

Greg fue arrestado a los pocos días. Intentó declararse inocente, pero la combinación del testimonio de Emily y las señales de alerta que Michael había documentado en su comportamiento dejaban pocas dudas.

Durante semanas, Emily siguió teniendo pesadillas, pero con terapia, su voz se fortaleció. Michael se sentaba a su lado todas las noches, susurrándole: «Ahora estás a salvo, cariño. Ya nadie puede hacerte daño». Poco a poco, su sueño volvió a ser tranquilo.

Michael se odiaba a sí mismo por no haber visto las señales antes, pero sabía que había hecho lo que más importaba: había escuchado, creído y luchado por su hija cuando ella más lo necesitaba.

A veces, los monstruos que acechan los sueños de un niño no son imaginarios. A veces, son de carne y hueso. Y se necesita el amor de un padre para sacar la verdad a la luz.