“En medio del desierto, tu madre cayó al suelo — y yo, un hombre que antes huía de toda responsabilidad, terminé cargando a los dos rumbo a la cárcel.”
Santiago Gutiérrez, 28 años
Diario – Día 23 en el campamento de McAllen, Texas
Si estás leyendo esto, hijo mío, es porque llegaste a ver la luz —o al menos eso espero cada vez que cierro los ojos. Estas palabras son el rastro de lo que fue mi vida antes de que tú nacieras, el testimonio de un padre que caminó entre el dolor y el miedo solo para darte una posibilidad. Permíteme contarte.
Mi nombre es Santiago, nacido en Puebla. No soy héroe; muchas noches deseé desaparecer. Mamá —tu madre, Teresa— estaba embarazada de apenas tres meses. En nuestro barrio, el silencio se tragaba los nombres de los desaparecidos, y cada disparo se convertía en una sombra que nos acechaba.
Una tarde, me enteré de que el hermano menor de Teresa había sido secuestrado. La policía no hizo nada. Los vecinos murmuraban, los rumores crecían como maleza. Teresa me miró con ojos temblorosos y dijo:
“No quiero que nuestro hijo nazca en el silencio.”
Yo me dormí pensando que era una locura. Si hablaba alto, me silenciarían. Si actuaba, podríamos morir. Aun así, algo en esa frase perforó mi cobardía. Al oír un estruendo cerca, su mano buscó la mía. En ese instante, comprendí que huir no era por valentía, sino porque temía perderla.
Partimos hacia el norte, rumbo al desierto de Sonora. La primera noche, bajo un cielo sin luna, escuchamos gemidos lejanos: gente deshidratada, cuerpos que caían. En un puesto cercano, hallamos un hombre llamado Jaime, cargando a su hija pequeña; se desplomó cuando el desierto lo venció. La niña preguntó:
“Papá, ¿ya vamos para Disneylandia?”
Nadie respondió.
Yo cargaba a tu madre en brazos. Cada paso era una derrota. Cuando el cansancio nos embargaba, ella vomitaba. El cielo nunca fue más pesado. Al ver luces de patrullas, nos escondíamos en alcantarillas. Ella siempre cubría tu vientre con sus manos temblorosas, como si pudiera protegerte del mundo entero.
En el noveno día, ocurrió algo que cambió todo.
Una figura del grupo fue acusada de colaborar con el cartel. Hubo gritos, tensión… y luego un disparo. En medio del caos, alguien levantó un arma y le disparó en la pierna. Los gritos retumbaron. Mamá cayó de rodillas, agarrándose el vientre. Sangre brotó lentamente.
Corrí hacia ella, grité:
“¡Está embarazada! ¡Deténganse, por favor, deténganse!”
Pero mi voz se perdió entre el eco de la muerte. Veías sus ojos confundidos, sus labios entreabiertos, el miedo desbordándose en su cuerpo. Pensé que te había perdido, que te había perdido también a ella.
Sin embargo, sobrevivió. La tomé en brazos y corrí. Corrí más de tres kilómetros hasta un puesto de control. Sabía que nos atraparían, pero preferí ser prisionero en esta tierra antes que verte morir en el desierto.
Ahora escribo estas líneas desde una cama fría en el campamento de McAllen, Texas. Tu madre descansa en la sección médica. Le dicen que tú quizá estés bien, quizá fuerte. No me atrevo a creerlo completamente; demasiadas veces la esperanza se ha roto ante mis ojos.
Hijo mío, si llegaste a este mundo: no te prometo gloria, no te aseguro final feliz. Solo te doy esta verdad: caminé entre el dolor para darte aire. Si algún día enfrentas decisiones imposibles —de elegir entre huir o sostener con los puños lo que amas— recuerda:
“Ser valiente no es no tener miedo; es seguir adelante aunque el alma tiemble.”
Con todo el amor,
Tu padre, Santiago
McAllen, TX – Día 23