En la cabina de clase ejecutiva se sentía una tensión palpable.
En la cabina de clase ejecutiva se sentía una tensión palpable. Los pasajeros miraban con disgusto a una mujer mayor en cuanto ésta se sentó en su lugar. Pero, al final del vuelo, fue justamente a ella a quien se dirigió el capitán de la aeronave. Alevtina, nerviosa, se acomodó en el asiento. De inmediato, surgió una disputa…
— ¡No pienso sentarme junto a esa señora! — exclamó en voz alta un hombre de unos cuarenta años, mirando con desprecio su modesta vestimenta y hablando a la azafata.
Su nombre era Víctor Sokolov. Sin disimular, mostraba arrogancia y desprecio.
— Disculpe, pero la pasajera tiene un boleto para ese asiento. No podemos cambiarlo — respondió la azafata con calma, aunque Víctor no dejaba de lanzar miradas incisivas a Alevtina.
— Estos asientos son demasiado caros para gente como ella — dijo con sarcasmo, buscando aprobación en los demás pasajeros.
Alevtina guardaba silencio, aunque por dentro se sentía oprimida. Llevaba su mejor vestido, sencillo pero impecable, la única prenda adecuada para un momento tan importante.
Algunos pasajeros se miraban entre sí, mientras otros asentían con la cabeza en señal de apoyo a Víctor.
Finalmente, la anciana levantó suavemente la mano y dijo en voz baja:
— Está bien… Si hay un lugar en clase económica, me mudaré. He ahorrado toda mi vida para este viaje y no quiero molestar a nadie…
Alevtina tenía ochenta y cinco años. Era su primer vuelo en avión. El trayecto desde Vladivostok a Moscú había sido agotador: kilómetros de pasillos, el bullicio de las terminales, interminables esperas. Incluso un empleado del aeropuerto la había acompañado para que no se perdiera.
Pero ahora, a pocas horas de cumplir su sueño, enfrentaba la humillación.
Sin embargo, la azafata mantuvo su postura:
— Lo siento, señora, pero usted pagó por ese boleto y tiene todo el derecho de estar aquí. No permita que nadie le quite eso.
Miró fijamente a Víctor y añadió con frialdad:
— Si no se detiene, llamaré a seguridad.
Él guardó silencio, murmurando disgustado.
El avión despegó. Alevtina, nerviosa, dejó caer su bolso y, sin decir palabra, Víctor la ayudó a recoger sus pertenencias.
Al entregarle la bolsa, su mirada se fijó en un medallón con una piedra roja como la sangre.
— Bonito colgante — comentó—. Parece un rubí. Entiendo un poco de antigüedades. Eso vale bastante.
Alevtina sonrió.
— No sé cuánto vale… Mi padre se lo regaló a mi madre antes de ir a la guerra. Nunca regresó. Mi madre me lo dio cuando cumplí diez años.
Abrió el medallón, donde había dos fotos antiguas: en una, una pareja joven; en la otra, un niño pequeño sonriendo al mundo.
— Estos son mis padres… — dijo con ternura—. Y este es mi hijo.
— ¿Va a reunirse con él? — preguntó Víctor con cautela.
— No — respondió Alevtina, bajando la mirada—. Lo entregué a un orfanato cuando era un bebé. No tenía esposo ni trabajo. No podía darle una vida digna. Hace poco lo encontré gracias a una prueba de ADN. Le escribí… Pero él respondió que no quería saber nada de mí. Hoy es su cumpleaños. Solo quería estar cerca, aunque fuera por un instante…
Víctor se quedó sin palabras.
— ¿Entonces por qué venir?
La anciana esbozó una leve sonrisa, pero sus ojos reflejaban tristeza:
— Él es el comandante de este vuelo. Es la única manera de estar cerca, aunque sea con la mirada…
Víctor guardó silencio, invadido por la vergüenza, bajando la vista.
La azafata, al escuchar todo, se retiró silenciosamente a la cabina de pilotos.
Unos minutos después, la voz del comandante resonó en la cabina:
— Queridos pasajeros, pronto comenzaremos el descenso en el aeropuerto de Sheremétievo. Pero antes quiero dirigirme a una mujer especial a bordo. Mamá… por favor, quédate después del aterrizaje. Quiero verte.
Alevtina se quedó inmóvil. Lágrimas rodaron por sus mejillas. Se hizo un silencio en la cabina, que luego se llenó de aplausos y sonrisas entre