En la boda, el hijo insultó a su madre llamándola “presidiaria” y “pordiosera”, y le ordenó que se marchara. Pero ella tomó el micrófono y comenzó un discurso…

Lucas fue creciendo. Isabel hizo todo lo posible para que a su hijo no le faltara nada. Los primeros juguetes, una chaqueta de colores, comida caliente, una mochila bonita. Cuando él enfermaba, dormía junto a su cama, le susurraba cuentos y le ponía compresas en la frente. Cuando se cayó y se raspó la rodilla, salió corriendo de la gasolinera donde trabajaba, cubierta aún de espuma, reprochándose no haber estado más atenta. Cuando él pidió una tablet, vendió su única alianza de oro, recuerdo de otra vida.

— Mamá, ¿por qué no tienes un móvil como todos los demás? — le preguntó una vez.

— Porque con el tuyo me basta, Lucas — le sonrió ella. — Tú eres mi llamada más importante.

Él se acostumbró a que todo le llegara sin esfuerzo. Su madre siempre estaba allí: presente, sonriente, escondiendo el cansancio. Nunca se quejaba, nunca se permitía mostrarse débil, aunque muchas veces sintiera que ya no tenía fuerzas para seguir.

Los años pasaron, y Lucas se convirtió en un joven seguro de sí mismo, carismático. Tenía amigos, sacaba buenas notas, era respetado. Pero cada vez más a menudo le decía:

— Mamá, cómprate algo de ropa decente, ¿no? No puedes ir siempre con esos trapos…

Isabel sonreía:

— Está bien, hijo, lo intentaré.

En su interior, sin embargo, algo se le encogía: ¿acaso también él empezaba a mirarla como lo hacían los demás?

Cuando le dijo que se iba a casar, Isabel lo abrazó con lágrimas en los ojos:

— Lucas, soy tan feliz por ti… Te coseré yo misma una camisa blanca para el gran día, ¿de acuerdo?

Él solo asintió, como si no hubiera escuchado.

Y entonces llegó aquella conversación que le destrozó el corazón: «Eres una mujer de limpieza. Eres mi vergüenza.» Esas palabras la hirieron más que cualquier cuchillo. Se quedó mucho rato frente a la foto de su hijo pequeño, con un peto azul, sonriéndole a ella.

— ¿Sabes, pequeñín? — susurró — He vivido solo para ti. Todo fue para ti. Pero tal vez ha llegado el momento de aprender a vivir también para mí.

Entonces Isabel sacó el bote escondido con los ahorros “para los días difíciles”. Contó el dinero. Era suficiente para un vestido elegante, un peinado y hasta una manicura. Pidió cita en un pequeño salón del barrio, eligió un maquillaje discreto, un peinado sencillo. Compró un vestido azul, sobrio pero perfectamente entallado.

El día de la boda se quedó mucho rato delante del espejo. El rostro que la miraba ya no era el de una mujer agotada de trabajar en la gasolinera, sino el de una dama que llevaba en los ojos toda una vida. Incluso se pintó los labios — por primera vez en muchos años.

— Lucas — susurró — hoy me verás como fui alguna vez.

En el Ayuntamiento, cuando entró, todos se volvieron a mirarla. Las mujeres la observaban con atención, los hombres giraban la cabeza a escondidas. Caminaba erguida, con pasos tranquilos y una sonrisa serena. En su mirada no había ni reproche ni miedo.

Lucas la reconoció al cabo de unos segundos. El rostro se le puso blanco. Se acercó a ella y le susurró entre dientes:

— ¡Te dije que no vinieras!

Isabel se inclinó suavemente hacia él y dijo:

Isabel se inclinó hacia su hijo, pero no dio un paso atrás. Caminó con calma hasta la mesa nupcial, tomó el micrófono y, con una serenidad inesperada, comenzó a hablar. La sala quedó en silencio absoluto.

— Sé que muchos no esperaban verme aquí esta noche. Tal vez algunos me consideren indigna, como mi hijo acaba de llamarme. Sí, he limpiado casas. Sí, he fregado suelos, he trabajado en una gasolinera lavando coches, he hecho los trabajos que otros desprecian. Y no me avergüenzo. ¿Sabéis por qué? Porque cada euro que ganaba era para que Lucas tuviera juguetes, ropa limpia, libros de texto. Para que nunca conociera la escasez que yo viví de niña.

Un murmullo recorrió la sala. La novia empalideció, sus padres se miraron incómodos.

Isabel prosiguió:

— Quizás para vosotros yo no sea nadie. Pero para mi hijo fui padre, madre, amiga y escudo. Cuando tenía fiebre, pasaba las noches en vela a su lado. Cuando se caía y se hacía una herida, dejaba mi trabajo con las manos llenas de espuma para correr a abrazarlo. Cuando pidió una tablet, vendí el único anillo de oro que tenía, recuerdo de mi juventud. Todo eso, ¿para qué? Para verlo sonreír.

Hizo una pausa. Los invitados contenían la respiración.

— Y hoy mi hijo me ha llamado mendiga y carga inútil. Quizás así me vea él. Pero ¿sabéis qué? No son las ropas las que me definen, ni el dinero, ni los trabajos humildes. Me define mi capacidad de amar. Y tú, Lucas, aunque lo hayas olvidado: nadie te amará jamás como yo te he amado.

Lucas intentó replicar, pero las miradas de los invitados lo hicieron callar. La novia se llevó una mano a la boca, atónita.

Isabel levantó la cabeza con dignidad:

— No he venido hoy para arruinarte la boda, Lucas. He venido para decir delante de todos que ya no te debo nada. Te lo di todo. Tu infancia, mi juventud, mis lágrimas. A partir de hoy, por fin, viviré para mí.

Dejó el micrófono sobre la mesa, recogió su bolso y se dirigió hacia la salida. Sus pasos eran tranquilos, elegantes.

A sus espaldas estalló un aplauso. Muchos se levantaron para aplaudir — hombres, mujeres, incluso los mayores. La novia, con lágrimas en los ojos, le hizo un gesto de respeto.

Lucas se quedó pálido, sin palabras. Por primera vez en su vida comprendió que aquella mujer, a la que había creído “débil”, era en realidad la persona más fuerte de toda la sala.

Isabel salió del salón nupcial con la cabeza erguida. Afuera, el aire de la noche olía a libertad. Después de tantos años, sintió que la vida volvía a pertenecerle.

Y en ese instante, aunque su hijo aún no lo entendiera, Isabel sabía que en la ciudad donde tantos la habían visto, su nombre no estaría nunca más asociado a la vergüenza, sino al respeto.