En el campo de tierra roja, bajo el sol abrasador del mediodía, las risas resonaban alegres.

En el campo de tierra roja, bajo el sol abrasador del mediodía, las risas resonaban alegres.
Los niños de la misma edad jugaban al fútbol, con las camisetas empapadas de sudor, pero con sonrisas radiantes en sus rostros.

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En una esquina del campo, un niño delgado, de piel morena, abrazaba con fuerza un balón viejo y remendado con cuerdas. Permanecía en silencio, con la mirada fija en el balón nuevo que rodaba sobre el suelo.

—“¡Eh, tú! ¿Con ese balón roto también quieres jugar?”
—“¡Vete a jugar solo, no queremos ensuciarnos los pies!”

Las risas burlonas llenaron el aire.
El niño bajó la cabeza, apretando el balón con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Sus labios temblaron un instante, pero luego se cerraron. No dijo nada.

Avanzó en silencio hacia una esquina vacía del campo y colocó el balón en el suelo.
Un toque suave. El polvo se levantó.
Otro toque. Luego otro más…

El balón roto, bajo sus pies, parecía cobrar vida.
Los giros, los regates, los toques con el talón, los malabares… todo fluía con una naturalidad increíble.

Los otros niños dejaron de reír.
Sus ojos quedaron fijos, sin pestañear.

El niño comenzó a correr, y el balón viejo seguía obediente cada movimiento de sus pies.
Un giro. Luego, un disparo lejano.

“¡Fiuuuuu…!”
El balón voló directo hacia la vieja portería de madera al fondo del campo y golpeó la tabla con un “¡BOP!” que resonó en todo el lugar.

Todo quedó en silencio.
No hubo más risas, solo el viento soplando a través del campo vacío.

Uno de los niños murmuró con voz temblorosa:
—“¿Quién… quién es ese chico?”

El niño no respondió. Solo recogió su balón, le quitó el polvo y sonrió levemente.
Luego se dio la vuelta y se alejó despacio.

Su camiseta vieja estaba empapada de sudor, pero en su mirada brillaba algo inmenso…
como si llevara todo el cielo dentro de sus ojos.

Quince años después.
En la gran pantalla del estadio nacional, decenas de miles de espectadores rugen con entusiasmo.
En el centro del campo, un jugador con el dorsal número 7 cierra los ojos y respira hondo.
Se inclina suavemente, toca el balón con la mano — y por un instante, la imagen de aquel niño flaco con el balón roto reaparece vívidamente en su memoria.

El partido comienza.
Dribla a tres defensas, gira el cuerpo y dispara con su pierna izquierda — un tiro potente como un cañonazo.
“¡GOOOOOOL!”
Las gradas estallan en gritos y aplausos.
Su nombre resuena por todo el estadio:

“¡Nguyễn Minh Khang — el mejor jugador de Asia este año!”

Mientras todos celebran, él levanta la vista hacia las gradas, donde un grupo de niños pequeños agita balones viejos entre sus manos.
Sus ojos se suavizan; una calidez profunda los ilumina.

Semanas después, los periódicos publican la noticia:

“El futbolista Nguyễn Minh Khang regresa a su pueblo natal para abrir una academia gratuita de fútbol para niños pobres.”

El día de la inauguración, una multitud de niños corre a recibirlo.
Entre ellos, Khang reconoce algunos rostros familiares — los mismos que se habían burlado de él años atrás.
Sin rastro de rencor, sonríe y dice con calma:
—“En aquel tiempo, ustedes se rieron de mí… pero gracias a esas risas supe cuánto debía esforzarme.”

Se acerca y coloca algo en las manos del niño más pequeño del grupo.
El niño lo abre: es un balón viejo, cuidadosamente conservado dentro de una vitrina de cristal.
Debajo, una inscripción grabada dice:

“No tengas miedo de empezar con algo pequeño.
Mientras no te rindas, el mundo entero acabará mirando hacia ti.”

Los niños guardan silencio.
Hasta que uno de ellos pregunta en voz baja:
—“Hermano Khang, ¿nos enseñas a jugar al fútbol?”

Él ríe, con los ojos brillando como aquel primer día en el campo de tierra roja.
—“Claro que sí. Pero recuerden esto: nunca desprecien un balón roto.”