“Ella aceptó casarse conmigo justo cuando yo empezaba a aprender a soltar—pero no fue por amor, sino para vengarse de su propia familia.”
Me llamo Diego Reyes. Vivo en Puebla, tengo treinta años, trabajo en una imprenta familiar, no gano mucho, pero me basta. Desde hace cinco años amo a Lucía Márquez, mi vecina de toda la vida; nos conocemos desde que éramos niños.
La primera vez que le dije que la amaba fue hace tres años, en una fiesta de la Virgencita. Nos pusimos cerca del río, con
música de mariachi de fondo. Yo llevaba una flor de nochebuena roja que había arrancado cerca de la iglesia.
—Lucía… —dije, con la voz que se me quebraba un poco—, quiero estar contigo, de verdad. ¿Quieres ser mía?
Ella me abrazó los hombros, me miró con esa ternura que siempre recuerdo, y respondió:
—Diego… eres buena persona, pero no lo siento. Lo siento de verdad.
Volví a casa caminando bajo el cielo estrellado, temblando. Pensaba: “¿Y si no estoy destinado a estar con ella?”. Pero su rechazo no me hizo odiarla, solo me dolió mucho.
Pasaron cinco meses. Una mañana de abril, le envié flores a su trabajo. Escogí rosas puestas en un jarrón modesto, y una nota: “¿Me permites mostrarte lo que puedo ser por ti?”.
La vi al final de la tarde, al salir de la oficina. Me acerqué, nervioso.
—Lucía… te traje esto —dije, ofreciéndole el jarrón—. No lo hago por presumir, lo hago porque pensé que te gustaría.
Ella tomó el jarrón, lo sostuvo como quien carga algo frágil.
—Gracias, Diego. Pero… ¿por qué persistir si ya sabes que no lo siento? Tú mereces alguien que te corresponda como lo mereces.
Me quedé en silencio. No supe qué responder. Volví a casa más solo que nunca.
La tercera vez fue hace un año. Me invité a cenar a su casa—su mamá preparó mole y arroz, nos sentamos al comedor. Comí poco: cada bocado costaba enfrentarme a la posibilidad de que otra vez diría “no”.
Después de la comida, mientras los últimos rayos del sol se colaban por la ventana, le tomé la mano.
—Lucía, no quiero jugar más a lo que no va a ser. He pensado mucho… Te amo —confesé—. No pido que tú me ames igual, solo que lo intentes.
Ella retiró la mano suavemente.
—Diego… te aprecio muchísimo. Eres sincero, eres noble. Pero un amante no te hace sentir menos sola cuando estás contigo misma. Yo… no estoy lista. Es mejor que no lo hagas más.
Me fui caminando sin ver atrás, con el corazón en pedazos. Pero algo en mí cambió: ya no era solo rechazo, era algo más profundo: la injusticia de no ser suficiente para alguien que lo es todo para mí.
Durante meses estuve en una dispersión: iba al trabajo, imprimía, pliegos, tinta, máquinas viejas, noches de insomnio. Pensaba en lo que ella decía: “no estoy lista”, “yo no lo siento”. Y algo en mí se despertó: ¿y si el problema no era yo, sino lo que rodea a Lucía?
Ella vive con sus padres, los Márquez, que tienen una posición social media-alta en Puebla. Su padre, don Hernán Márquez, tiene negocios de bienes raíces; su madre, doña Elena, participa en asociaciones de caridad. Todo parece perfecto desde afuera, pero yo sé lo que he visto: favores no devueltos, desprecios hacia quienes no tienen título universitario, miradas de superioridad ante los obreros, los vendedores ambulantes, los que no andan con auto nuevo.
Yo, que he sudado para pagar mis lentes, mi renta, mi comida, vi cómo su familia trata con condescendencia a la gente de mi barrio. Vi también que Lucía, a pesar de ser dulce, acepta ciertas cosas: ríe con ellos, sigue sus reglas, calla cuando algo le parece mal pero no dice nada. Y cada vez me dolía más pensar que todos esos “no sé”, “no estoy lista” venían de lealtad familiar, de miedo a romper ese círculo perfecto.
Una noche de lluvia, encendí la luz del taller tarde; mis pies mojados, escuché el agua en los losas, el siseo de los autos pasando por la calle. Me quedé mirando un cartel que imprimí hacía poco: niños trabajando, manos pequeñas, ojos grandes, historias que nadie pregunta. Pensé en mi mamá, muerta hace años, que siempre decía “Diego, el mundo está hecho de pequeños pedazos de bondad”. Y entendí que mi bondad no bastaba si no tenía rumbo.
Decidí que la cuarta vez pediría algo diferente. No lo haría solo porque la amo. Lo haría porque necesito que algo cambie. Porque ya no puedo ser sólo el hombre que suplica y recibe un segundo puesto. Porque sus padres deben ver que lo que ellos consideran honor se construye también con justicia, con verdad.
Era un sábado templado en agosto. Lucía invitó al taller. Dijo que quería ver unos impresos para un proyecto de su mamá. No supe si era casualidad o ella esperaba que viniera para contestarme otra vez.
Trabajamos juntos en los diseños, papel grueso, tipografía artesanal. Ella parecía concentrada. Yo también. En un momento, el silencio se hizo muy fuerte, sólo interrumpido por el sonido de un rodillo en la máquina.
Respiré hondo, sentí que el corazón latía a mil.
—Lucía —dije, con voz firme aunque mis manos temblaran—, ya te propuse tres veces. Las tres me rechazaste. Y no fue sólo tu decisión: fue lo que rodea todo, esa familia, esas reglas no escritas que dicen quién merece qué amor.
Ella no dijo nada. Bajó la mirada, se tocó la servilleta sobre la mesa.
—Diego —respondió, casi en un susurro—, te escucho… pero no entiendo adónde quieres llegar.
Tomé aire otra vez.
—Quiero pedirte algo —continué—. ¿Te casarías conmigo?
Lucía alzó la mirada. Sus ojos tenían lágrimas que querían salir, pero se contuvo.
—Sí —dijo—. Sí, acepto casarme contigo.
Mi corazón saltó. Finalmente, después de tanto dolor, escuchaba la respuesta que había esperado. Pero algo estaba mal: su voz no sonaba como victoria, sonaba como resignación. Me paralicé un segundo.
—Lucía… ¿por qué ahora?
Ella respiró, con voz trémula:
—Porque estoy harta. Harta de ver cómo tus hijos, tus sobrinos, los que son de abajo, los que ni siquiera tienen voz, se quedan sin nada cuando gente como mi padre los ignora. Porque tú eres diferente. Porque contigo… al menos puedo creer que algo pequeño puede cambiar.
Sentí que me ardía el pecho. Quise decir algo heroico, frenar ese momento. Pero al verla, tan frágil, supe que entendía: ella no lo hacía por mí, lo hacía para enfrentar un poder, para buscar justicia de una forma que no encontraba antes.
—¿Me casas pensando en venganza? —pregunté con suavidad—.
—No exactamente venganza —corrigió ella—. Si lo llamas así, suena tan feo. Es más bien una verdad que necesito sacar. Si estamos juntos, quizá pueda decirle a mi padre que no tolero sus humillaciones. Que no aceptaré que crea que su dinero le da derecho a pisar a otros.
Callamos unos minutos. Sentí que todo lo que creí sobre el amor se tambaleaba. ¿Era amor esto, o alianza? ¿Podría quererla si ella me usa como medio?
—Lucía —logré decir—, siempre te he amado. No sé si puedas amarme igual ahora que sé esto. No digo que no te quiera, digo que no estoy seguro de ser lo que necesitas.
Ella me tomó la mano.
—Diego… yo misma no lo sé. Pero he visto cómo tus gestos pequeños—cuando recoges basura en la calle, cuando ayudas a la señora del puesto de frutas, cuando te quedas callado cuando alguien habla mal de nosotros—esos gestos me han enseñado que la dignidad no se compra, se demuestra. Tal vez si estamos juntos, podemos construir algo distinto. No lo hago solo para herir, lo hago para sanar algo roto.
Nos casamos al año siguiente, en una ceremonia pequeña en la capilla del pueblo, con música de vihuela suave, los pétalos de bugambilias cayendo, la gente del barrio, de la iglesia, algunos amigos de Lucía que habían visto mis papeles impresos y habían admirado mi honestidad.
Su padre no vino. Dijo que estaba en viaje de negocios. Yo sé que no quiso vernos. La madre, doña Elena, lloró. No de alegría, sino de vergüenza quizá, porque comprendió lo que Lucía había decidido.
Después de la boda, conversamos largo tiempo con Lucía:
—¿Tienes resentimiento? —le pregunté una noche mientras ella peinaba mi cabello con los dedos.
—Sí —respondió—. Pero no quiero que nos gobierne. Lo que siento por ti es como fuego que quema pero también purifica.
Aprendí que el amor no siempre se hace solo por encantamiento mutuo; a veces surge del hecho de compartir una injusticia, de pararse juntos frente a lo que está mal. Que pedir matrimonio no era solo ganar su mano, sino exigir que algo cambie.
Hoy, años después, sigo haciéndole flores a Lucía, trabajamos juntos en proyectos de la imprenta para gente humilde, damos talleres de impresión a jóvenes de mi barrio, ayudamos a que niños que venden dulces en el semáforo tengan voz, que los vendedores puedan exponer sin temor, que nadie piense que su origen define su valor.
No te digo que nuestra vida sea perfecta, ni que Lucía y yo no discutamos. Sí lo hacemos. Pero ya no hay ese peso invisible que yo cargaba de decepción, ni ese peso que ella cargaba de miedo a decepcionarse.
Ella aceptó casarse conmigo no solo porque me amaba, sino porque me vio como aliado. Yo acepté su condición, porque en ese mismo instante comprendí que mi amor podía servir para algo más grande que yo.
Y aunque nunca supe si ella me amará un día igual que yo la amo, sé que juntos hacemos algo que vale. En México necesitamos más de esos actos: pequeños, imperfectos, humanos, que cuestionen el poder, que cuestionen la indiferencia.
Al día de hoy, cuando la veo reír, cuando alguien me dice “gracias por lo que haces”, siento que cada rechazo, cada propuesta fallida, valieron la pena. Porque me hicieron quien soy ahora—no solo quien quería que ella viera.
Si algo puedes llevarte de mi historia, es esto: que el amor a veces brota no solo del deseo, sino de la urgencia de ser justo; que las acciones pequeñas tienen grandeza, y que la dignidad, aunque no se ve a veces al inicio, cuando se decide vivirla, abre caminos que creías imposibles.