El vientre de la anciana crecía como si estuviera embarazada… Lo que el médico extrajo hizo que toda la familia palideciera
En un pueblo a la orilla del río Atoyac, en Oaxaca, la gente hablaba sin cesar de Doña Kamala, una mujer de más de setenta años, de espalda encorvada y cabellos plateados, pero con un corazón paciente como la tierra misma.
Durante toda su vida se dedicó a las milpas y a criar a sus hijos pequeños. Su esposo, Don Ruperto, murió joven a causa de la tuberculosis, y sobre ella recayó la pesada carga de ser madre y padre a la vez.

Los vecinos la elogiaban por su fortaleza y su incansable trabajo; casi nunca la veían enferma. Cada mañana encendía el fogón para preparar café de olla, luego salía al patio a cortar quelites o epazote. Sus hijos y nietos le pedían que descansara, pero ella respondía con una sonrisa:
—“Si me siento sin hacer nada, me acuerdo de tu padre… y ese vacío no lo podría soportar.”
Con los años, algo extraño empezó a suceder: el vientre de Doña Kamala comenzó a crecer, redondo y duro, como el de una mujer embarazada. Al principio no le dio importancia, pensando que eran cosas de la edad. Pero después empezaron los cólicos repentinos; a veces tenía que sentarse en el corredor, sudando, con la mano sobre el estómago.
Los rumores corrieron rápido en la comunidad. Algunos murmuraban que, a pesar de su edad, parecía encinta; otros la ridiculizaban. Cuando iba al mercado, escuchaba los cuchicheos y sentía las miradas inquisitivas a sus espaldas.
Sus hijos estaban angustiados: sentían compasión, pero también vergüenza. Una de sus hijas, con dureza, le dijo:
—“Mamá, tienes que ir al doctor. Ya no aguantamos lo que dice la gente.”
Una mañana fría de diciembre, mientras barría el patio, Doña Kamala se dobló de dolor y cayó de rodillas. Su rostro estaba pálido. Sus hijos, asustados, la llevaron de urgencia al hospital del distrito.
En un cuarto blanco y frío, la máquina de ultrasonido zumbaba sin cesar. El joven médico frunció el ceño mirando la pantalla y, con voz grave, dijo:
—“En su vientre hay una masa extraña… parece un feto calcificado que lleva aquí mucho tiempo.”
El aire se volvió espeso. Los hijos se miraron, mudos. El mayor preguntó con voz temblorosa:
—“¿Qué significa, doctor?”
—“Es lo que llamamos un feto litopedio. Según el tamaño, debe de haber estado aquí por más de cuarenta años.”
El silencio fue absoluto.
Doña Kamala cerró los ojos. Los recuerdos la golpearon. Tenía treinta años, ya había tenido varios hijos y volvió a quedar embarazada. Pero aquel feto dejó de moverse demasiado pronto. Sintió dolores, luego nada más. Pensó que había tenido un aborto espontáneo.
Su esposo estaba enfermo, la familia era pobre, y ella no se atrevió a ir al hospital. Guardó el dolor en su corazón y siguió trabajando para mantener vivos a sus hijos.
Ahora, cuarenta años después, aquel bebé no nacido seguía dentro de ella, convertido en piedra.
—“Perdóname, mi niña…”— sollozó, apretando la manta con sus manos huesudas.
Sus hijos la rodearon y rompieron en llanto. Por fin entendieron que su madre había cargado un dolor secreto durante toda su vida.
La operación se realizó. Lo que extrajeron era pequeño, frío y endurecido: la silueta calcificada de un feto. Nadie pudo contener las lágrimas.
Encendieron copal e incienso, lo colocaron en una pequeña caja de madera, despidiéndose de un alma olvidada.
Cuando dieron de alta a Doña Kamala, todo el pueblo ya lo sabía. Nadie volvió a burlarse ni a murmurar. Muchos llegaron a su casa para abrazarla en silencio y sostener su mano.
Los hijos que antes se avergonzaban de ella, ahora no querían separarse de su lado. La segunda hija lloró desconsolada abrazándola:
—“Mamá, perdóname. Me daba rabia tu vientre, sentía vergüenza… No sabía que cargabas tanto dolor.”
El hijo mayor, serio y duro, habló con voz quebrada:
—“Por cuarenta años sufriste en silencio… Eres más fuerte que cualquiera de nosotros. Te prometemos que nunca volverás a estar sola.”
Ella los miró con ternura:
—“Con que se quieran entre ustedes, es suficiente para mí.”
La historia se difundió. Las risas desaparecieron. En su lugar había respeto.
Un vecino que antes murmuraba tomó su mano:
—“Perdónanos. Nadie imaginó lo que pasabas. Si necesitas algo, solo dilo.”
Las mujeres jóvenes del pueblo empezaron a visitarla, escuchando sus relatos. Una niña comentó en voz baja:
—“Ella nos enseñó que ser madre es sacrificio… pero también una fuerza incomparable.”
Con el tiempo, Doña Kamala solía sentarse en el corredor, siempre con la cajita de madera cerca. Sus hijos y nietos la cuidaban, preparándole sus comidas favoritas: frijoles de la olla, tortillas recién hechas, y un vaso de leche caliente por las noches.
Una tarde, mientras el sol dorado iluminaba las milpas, observó la casa llena de risas y susurros de sus nietos. Sonrió y dijo suavemente:
—“Ya no necesito nada más. Lo más valioso de mi vida… es que ahora me comprenden y me valoran.”
La luz bañaba sus cabellos plateados. Y en esa última sonrisa, todos entendieron que Doña Kamala había vivido como lo que siempre fue: una madre hasta el final.