“EL ÚLTIMO PARTIDO DE DON JULIÁN”
Don Julián siempre decía que el fútbol no se jugaba con los pies, sino con el corazón. Y lo decía con esa sonrisa ladeada que se le dibujaba cuando recordaba sus años de juventud, cuando corría detrás de la pelota en los descampados de su barrio. Ahora, con 83 años, sus piernas apenas respondían, pero en su memoria seguía corriendo como aquel muchacho flaco y rápido al que todos llamaban “El Rayo”.
Vivía solo desde que su esposa, Carmen, había partido hacía casi una década. Los días se le hacían largos, más aún las tardes de domingo, cuando en la televisión pasaban partidos que él ya no podía disfrutar de la misma manera. No era la falta de vista ni de oído, sino la ausencia de alguien con quien comentar las jugadas, de alguien que celebrara un gol abrazado a él.
En el barrio lo querían. Los chicos lo visitaban de vez en cuando para que les contara anécdotas. Julián siempre terminaba diciendo:
—El fútbol es como la vida: no importa cuántas veces caigas, sino cuántas veces te levantes.
Una tarde de verano, la cancha del barrio se llenó más que de costumbre. Los jóvenes habían organizado un partido homenaje: “El Último Partido de Don Julián”. No sabían si él querría jugar, pero al menos querían que estuviera presente, sentado en su sillita de lona, viendo a los muchachos correr como él lo había hecho.
Cuando fueron a invitarlo, Julián rió con esa voz cascada que le salía del pecho.
—¿Último partido? ¡Pero si hace años que no juego! —bromeó.
—Pues entonces será el primero de tu nueva etapa —le contestó Tomás, el nieto de su mejor amigo, que encabezaba la organización.
El día llegó. El sol pegaba fuerte y el aire olía a tierra seca y a pasto recién cortado. Julián apareció caminando despacio, con su bastón en una mano y en la otra una vieja camiseta celeste y blanca, descolorida, con el número 7 en la espalda. La misma que había usado en su juventud.
—Hoy no me siento espectador —dijo mientras se la ponía con ayuda de los chicos—. Hoy entro a la cancha.
Los muchachos lo miraron emocionados. Le dejaron el primer saque. Julián, con paso tembloroso, se colocó en el centro del campo. Tomó aire, golpeó la pelota con la punta del pie y sonrió. No corría rápido, apenas se movía, pero cada toque suyo era celebrado como un gol.
El partido fue extraño y hermoso. Nadie quería quitarle la pelota, y cuando se la pasaban, lo hacían con la suavidad de quien entrega un tesoro. Julián se reía como un niño, sudando bajo el sol, mientras gritaba indicaciones como si otra vez fuera capitán:
—¡Abrite por la banda, pibe! ¡No te escondas, que el fútbol es para mostrarse!
En el segundo tiempo, le dejaron tirar un penalti. Todo el barrio guardó silencio. Julián acomodó el balón, respiró hondo y lanzó. La pelota entró lenta, como acariciando la red. El grito de gol fue ensordecedor. Lo alzaron en hombros, los chicos, los nietos de sus amigos, los hijos de quienes alguna vez lo habían visto jugar.
Entre aplausos y lágrimas, Julián alzó los brazos.
—Gracias —dijo con voz quebrada—. Me han devuelto la juventud por un día.
Esa noche, sentado en la cama, escribió en su cuaderno: “Hoy volví a ser el Rayo. Y entendí que uno nunca deja de serlo, mientras haya alguien que te recuerde corriendo.”
No volvió a pisar una cancha, pero cada domingo, cuando escuchaba a los chicos gritar goles en el potrero, sonreía satisfecho. Su último partido no fue el final, sino el comienzo de una nueva forma de vivir el fútbol: desde la memoria compartida, desde la herencia que pasa de un corazón a otro.
Don Julián partió un par de años después, con su camiseta celeste y blanca guardada bajo la almohada. En el barrio, la cancha aún lleva su nombre. Y cada vez que un chico mete un gol, levanta los brazos y grita:
—¡Va por el Rayo!
Porque los partidos de verdad nunca terminan.