El reloj olvidado en el panteón y el misterioso encargo

No vas a creer lo que encontró un relojero en el panteón de Toluca!

La ciudad de Toluca tenía ese aire tranquilo, ese silencio que sólo interrumpen los murmullos del viento y los pasos de quien camina por sus calles antiguas. Don Ernesto, un relojero de esos de toda la vida, con manos arrugadas y mirada profunda, siempre tenía historias para contar, pero esa noche, cuando el sol apenas se escondía, algo diferente pasó.

Todo comenzó cuando Doña Clara, la mujer que cuidaba el panteón municipal, llegó a su taller con un paquete envuelto en tela vieja. Dentro había un reloj antiguo, olvidado entre las lápidas. El reloj estaba detenido, su manecilla apuntaba a las 11:13, y tenía una inscripción casi borrada: “Para quien cuida el tiempo, gracias eternas.”

—Don Ernesto, nadie vino por este reloj —le dijo Doña Clara, con voz cansada—. Lo encontré cerca de la tumba de mi esposo, pero no sé a quién pertenece.

Ernesto sintió un escalofrío. Ese reloj no era común. Tenía un tic-tac peculiar, como si guardara un secreto entre sus engranajes.

Esa noche, mientras arreglaba el reloj bajo la luz amarillenta de una lámpara, escuchó algo que no esperaba: un suspiro leve, un murmullo que parecía venir del propio tiempo. Las manecillas comenzaron a moverse lentamente, marcando un ritmo diferente.

De repente, el taller se oscureció por un instante. Cuando volvió la luz, una sombra apareció en la puerta, sin cuerpo, sólo un par de ojos brillantes que parecían mirar con gratitud y nostalgia.

Ernesto tragó saliva, sin saber si estaba soñando o si había abierto una puerta que jamás debía tocar.

La sombra no habló, sólo alzó la mano y desapareció tan rápido como llegó, dejando una sensación de paz y un silencio profundo.

Ernesto se quedó solo, con el reloj en sus manos, consciente de que aquel objeto estaba ligado a algo más grande que él.

Al día siguiente, decidió ir al panteón, llevar el reloj consigo, y buscar respuestas entre las tumbas.

Mientras caminaba por el camposanto, sentía que algo lo seguía con la mirada. Y en la tumba marcada con la inscripción de la tela, una nota apareció, escrita con tinta borrosa:

“Gracias por devolverme el tiempo que me fue robado.”

Ernesto no pudo más que estremecerse. ¿Quién era ese “gracias” que sólo llegaba con una mirada? ¿Qué historia encerraba ese reloj detenido a las 11:13?

La curiosidad y el misterio lo atraparon, y una parte de él sabía que la respuesta cambiaría para siempre la forma en que veía el tiempo y la muerte.

Al día siguiente, Don Ernesto despertó con una mezcla de inquietud y expectativa. No podía quitarse de la cabeza el misterio del reloj detenido a las 11:13, ni la nota que apareció en la tumba del panteón.

Decidió regresar al panteón con el reloj en la mano, decidido a descubrir a quién pertenecía y por qué parecía agradecerle sin decir palabra.

El sol de la mañana iluminaba las lápidas, algunas cubiertas de musgo y flores marchitas. Don Ernesto caminaba despacio, sintiendo el crujir de las hojas secas bajo sus botas.

Se detuvo frente a una tumba sencilla, sin adornos ni flores frescas. En la piedra, casi borrada por el tiempo, estaba grabada una fecha: 11:13. Exactamente la hora que marcaba el reloj.

Don Ernesto apoyó el reloj sobre la tumba y se quedó mirando, esperando alguna señal.

De repente, sintió una presencia detrás de él. Se giró lentamente y vio a una mujer mayor, vestida con ropa sencilla, con ojos grandes y profundos, que lo miraban con una mezcla de tristeza y paz.

—Eres tú quien tiene mi reloj —dijo con voz suave, apenas un susurro.

Don Ernesto asintió, conmovido.

—Mi esposo murió hace años, pero ese reloj fue suyo. Lo perdió la noche que nos despedimos para siempre, aquí, en este panteón —continuó la mujer—. Siempre creí que no podría dejarlo ir hasta que alguien lo encontrara y lo reparara.

La mujer se acercó y tomó el reloj con manos temblorosas. Luego, miró a Don Ernesto directamente a los ojos, y en ese instante, sin palabras, transmitió un agradecimiento profundo que él sintió como un calor en el pecho.

—Gracias —dijo simplemente—. No con palabras, sino con todo lo que una mirada puede expresar.

Don Ernesto entendió que ese “gracias” era un puente entre el mundo de los vivos y los que partieron. No necesitaba más. La conexión estaba hecha.

Antes de irse, la mujer le confesó que el reloj era un símbolo de los momentos que se pierden cuando dejamos que el tiempo se escape sin valorar lo que tenemos.

Esa noche, en su taller, Don Ernesto guardó el reloj ya reparado en una vitrina. Sabía que su labor no era solo arreglar objetos, sino también restaurar memorias, momentos y sentimientos.

Desde entonces, cada vez que un cliente le trae un reloj olvidado o roto, Don Ernesto no sólo escucha el tic-tac mecánico, sino también las historias invisibles que llevan consigo.

Y aunque nadie pueda verlos, él sabe que hay miradas que hablan más fuerte que cualquier palabra.


¿Alguna vez has recibido un “gracias” que sólo se puede sentir con el alma?