EL PERRO QUE ESPERÓ EN LA TERMINAL HASTA EL ÚLTIMO COLECTIVO

Rosario, 2017.
Nadie sabía exactamente de dónde había salido. Solo apareció un día, en la terminal de autobuses Mariano Moreno, con el pelaje sucio, las costillas marcadas y un aire de confusión en los ojos. Llevaba un collar viejo… y nada más.

El personal de la terminal lo notó porque no pedía comida. No ladraba. Solo se sentaba en el mismo andén cada día, mirando cada colectivo que llegaba. Cada vez que se abrían las puertas, él se levantaba, movía la cola, olfateaba… y volvía a tumbarse.

—¿Alguien lo conoce? —preguntó Lorena, una empleada de boletería.

—Dicen que venía siempre con un hombre mayor. Que un día subió solo el hombre… y el perro se quedó esperando —respondió el vigilante de noche.

Así comenzó la historia de “Toto”.



Durante semanas, los choferes lo esquivaban con cuidado. Algunos le dejaban agua. Otros le traían sobras. Pero Toto no parecía tener hambre. Solo esperanza.

Un conductor lo intentó subir una vez.

—Dale, vení conmigo. Te llevo —le dijo.

Pero Toto no se movió. Volvió a su andén, como si tuviera claro que su destino no estaba en otro lugar. Estaba aquí, esperando a alguien.

—Capaz lo dejaron. Capaz se perdió —opinaban los pasajeros.

—Capaz aún lo están buscando —decían otros, con menos certeza.

Una mañana, una señora mayor bajó de un micro y, al verlo, gritó:

—¡Toto! ¿Sos vos?

El perro se acercó… olió… y se alejó. No era ella.

Pasaron los meses.

La historia llegó a los medios locales. “El perro de la terminal”, lo llamaron. Se volvió una figura conocida. Lo bañaron, le armaron una caseta con mantas y una chapa. Pero él seguía igual: mirando los buses, uno por uno, día y noche.

Hasta que una madrugada de invierno, dejó de levantarse.

Lorena fue la primera en notarlo.

—Toto… —susurró, arrodillándose junto a él.

El perro respiraba muy lento. Tenía la cabeza apoyada en sus patas, como si supiera que su último viaje no llegaría en autobús.

Murió esa misma mañana. En silencio. Sin molestar. Sin rendirse.

Esa tarde, la terminal se detuvo.

Los choferes bajaron de sus colectivos. Los pasajeros se acercaron. Y Toto fue despedido como lo merecía: con flores, con aplausos… y con lágrimas.

Lo enterraron en un cantero junto al andén donde siempre esperaba. Pusieron una placa de hierro con su nombre y una inscripción:

“Esperó más allá de lo posible. Amó más allá de lo humano.”

Y desde entonces, cada vez que un perro aparece en la terminal, alguien dice:

—¿Será que también está esperando?

Porque hay trenes y colectivos que no se toman con boletos… sino con el corazón.