El perro callejero que “adoptó” a un abuelo solitario

La primera vez que lo vi fue un martes. Recuerdo que era martes porque los martes saco la basura temprano, antes de que empiece el calor. Abrí la puerta de casa y ahí estaba: un perro flaco, de pelaje marrón desprolijo, sentado justo frente a mi puerta como si estuviera esperando turno en el consultorio.
—Fuera de aquí —le dije, haciendo un gesto con la mano—. No tengo nada para darte.
Él me miró con esos ojos marrones, movió la cola dos veces y se quedó ahí. No ladró, no se acercó. Solo me observó mientras yo bajaba las escaleras con mi bolsa de basura.
El miércoles estaba otra vez ahí.
—¿Otra vez tú? —le pregunté—. Mira, perro, yo vivo solo y apenas me alcanza la pensión para mí. No puedo andar alimentando vagabundos.
Movió la cola. Esta vez se levantó y me siguió hasta la esquina, donde está el contenedor. Cuando regresé, él iba dos pasos detrás, como un guardaespaldas desgarbado.
—No, no, no —le advertí señalándolo con el dedo—. Tú te quedas afuera. Esta casa ya tuvo perro hace treinta años y no pienso volver a pasar por eso.
Para el viernes, ya tenía nombre. Bueno, no un nombre de verdad, pero yo le decía “Flaco”, porque estaba en los huesos.
—Buenos días, Flaco —lo saludé esa mañana, resignado a su presencia—. Supongo que hoy también me vas a escoltar, ¿no?
Y así fue. Me acompañó hasta el mercado. Doña Mercedes, la de la verdulería, se rio cuando me vio llegar.
—Don Alberto, ¿desde cuándo tiene perro?
—No tengo perro —aclaré molesto—. Este animal decidió por su cuenta seguirme. Yo no lo invité.
—Claro, claro —dijo ella, guiñándome un ojo mientras le daba una zanahoria al Flaco.
El lunes siguiente tuve cita con el médico. Revisión de rutina para la presión, ya saben cómo es esto de viejo. Salí de casa y ahí estaba él, en su puesto habitual.
—Hoy no, Flaco. Voy al doctor y no puedes entrar.
Se levantó de todas formas y me siguió. Caminamos las seis cuadras hasta el consultorio, y cuando llegué, le dije:
—Tú esperas aquí afuera. Y si no estás cuando salga, pues allá tú.
Estaba ahí cuando salí, cuarenta minutos después. Sentado junto a la puerta, con la paciencia de un santo.
—Terco como una mula —le dije, pero ya no sonaba enojado.
El incidente con don Jacinto fue el miércoles de la semana siguiente. Ese hombre siempre ha sido un energúmeno, gritando por cualquier cosa. Ese día estaba furioso porque, según él, yo había puesto mi maceta de geranios muy cerca de su puerta.
—¡Alberto! ¡Ven acá inmediatamente! —vociferaba desde el pasillo—. ¡Estoy harto de tu desconsideración!
Salí de casa dispuesto a aguantar otro de sus berrinches. Pero el Flaco salió conmigo. Y cuando don Jacinto levantó el brazo para señalarme con el dedo en mi cara, el perro se puso entre nosotros y soltó un gruñido bajo, profundo, que yo nunca le había escuchado.
—¿Qué…? —don Jacinto retrocedió dos pasos.
—Tranquilo, Flaco —le dije, poniendo mi mano sobre su cabeza. Era la primera vez que lo tocaba. Su pelo era áspero pero cálido—. Don Jacinto ya se va a calmar, ¿verdad?
—Controla a ese chucho —masculló el vecino, pero ya iba de retirada.
Cuando volvimos a entrar, miré al Flaco con otros ojos.
—Así que además de terco, eres protector.
Esa noche le di un plato con las sobras de mi cena. Se lo comió en tres segundos.
—Está bien, está bien —le dije—. Pero esto no significa nada. Solo tengo hambre mañana.
Claro que al día siguiente también le di de comer. Y al otro. Y al otro.
Una tarde, don Esteban, el del tercer piso, me detuvo en las escaleras.
—Alberto, tu perro se ve mejor. Ya no está tan flaco.
—No es mi perro —respondí automáticamente.
—Bueno, él no lo sabe —dijo Esteban riendo—. Porque desde aquí se ve que es tuyo.
Esa noche, sentado en mi sillón con el Flaco echado a mis pies, pensé en María. Mi esposa llevaba cinco años bajo tierra y esta casa seguía sintiéndose vacía. Todos los días eran iguales: levantarme, desayunar solo, ver televisión solo, cenar solo, dormir solo.
Pero hacía tres semanas que el Flaco aparecía cada mañana. Y la casa ya no se sentía tan vacía.
—Oye, Flaco —le dije. Él levantó la cabeza—. ¿Tú tienes dueño? ¿Hay alguien esperándote en algún lado?
Movió la cola contra el suelo.
—Porque si no lo hay… bueno, yo tampoco tengo a nadie. Así que tal vez podríamos hacer un trato.
El viernes fui a la veterinaria. El Flaco me siguió, como siempre.
—Buenos días —me recibió la doctora Susana—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Necesito que revise a este perro. Y si no tiene chip ni dueño registrado, quiero vacunarlo y hacer todo lo que haya que hacer.
Ella sonrió mientras acariciaba al Flaco.
—¿Cuánto tiempo lleva con usted?
—Tres semanas. Bueno, él lleva tres semanas conmigo. Yo no lo adopté, doctora. Él apareció un día y decidió quedarse.
—Entiendo —dijo ella, y había algo dulce en su voz—. Vamos a revisarlo.
No tenía chip. No tenía collar. Según la doctora, tenía unos cinco años y, aparte de estar desnutrido, estaba saludable.