“El hombre sin hogar me dio más esperanza con un boleto gratis que muchos años de suerte y dinero juntos.”

Recuerdo aquella tarde en que la luz dorada del atardecer iluminaba las ramas secas que bordeaban la calle del pueblo. Caía una llovizna suave, y el aire olía a tierra mojada. Yo, vendiendo rifas como de costumbre, me encontraba cerca de la parada del autobús cuando lo vi.

Un hombre mayor, sentado en cuclillas junto a una pared, con las piernas encogidas y mirada fija en la cesta donde guardaba los boletos. No decía nada, solo extendía la mano con un temblor callado, pidiendo ayuda.

Me acerqué y le di un boleto. “Para que tenga suerte, señor,” le dije con una sonrisa. Él me devolvió una sonrisa débil, pero sus ojos tenían una tristeza profunda, como si cargara con todo el peso del mundo.

—¿Cómo se llama, señor? —pregunté, buscando romper el silencio.

Él me miró sin responder. Solo movió la cabeza lentamente.

—Está bien —le dije—, no importa el nombre. ¿Quiere algo de comer?

Él asintió con gratitud.

Así empezó nuestra rutina. Cada tarde, después de vender mis boletos, iba a visitarlo. Le llevaba comida caliente, y poco a poco, él empezó a confiar en mí. Una tarde, mientras el sol se escondía detrás de las montañas y el viento hacía bailar las hojas secas, me habló.

—Tengo una hija —dijo con voz cansada—. Hace años que no sé nada de ella.

Me conmovió tanto su confesión que decidí ayudarlo a buscarla.

—No se preocupe, don Manuel. Vamos a encontrarla —le prometí.

Empecé a hacer llamadas, a preguntar en el pueblo y en ciudades cercanas. Hasta que un día me dijeron que ella vivía en la capital, trabajando en una pequeña tienda.

Cuando le di la noticia a don Manuel, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¿De verdad? —preguntó, con una voz quebrada.

—Sí, don Manuel. Pronto la conocerá.

Organizamos un viaje para que él pudiera ir a la ciudad. En el autobús, miraba por la ventana, con la vista perdida en el paisaje que cambiaba.

—¿Tiene miedo? —le pregunté suavemente.

—Sí —respondió—, pero también esperanza. No sé si me reconocerá, o si me querrá.

Llegamos a la tienda, y ahí estaba ella, nerviosa pero sonriente.

—Papá —susurró cuando lo vio.

Don Manuel apenas pudo hablar, solo la abrazó con fuerza.

En ese abrazo, no había palabras, solo amor y perdón.

Mientras los veía, pensé en el boleto que le había dado aquel día en la calle. No era solo un papel, era el pequeño hilo que tejió de nuevo una familia rota.

Cuando regresamos al pueblo, don Manuel me miró y dijo:

—Gracias, hijo. Usted me devolvió la vida.

En ese momento, comprendí que a veces las pequeñas acciones, sin importar lo simples que parezcan, pueden cambiar destinos.

Y en la quietud del atardecer, con la lluvia que empezaba a caer, sentí que no solo había ayudado a un hombre a encontrar a su hija, sino que también había encontrado un sentido más profundo a mi propia vida.