“EL GATO DE LOS ZAPATOS DESIGUALES”

“EL GATO DE LOS ZAPATOS DESIGUALES”

—Ese no, mamá. Está cojo.

La niña señaló al fondo del refugio. Entre una decena de gatos que se movían nerviosos entre jaulas y colchonetas, había uno que apenas levantaba la cabeza. Tenía una manchita blanca en la oreja y una forma extraña de caminar, como si uno de sus pies llevara un zapato más grande que el otro.

—Se llama Hugo —dijo la voluntaria, sonriendo con ternura—. Lo rescataron de una obra abandonada. Le rompieron la pata cuando era bebé, por eso camina así. Pero es muy bueno.

—¿Y por qué está solito?

—Porque casi nadie lo elige.

La niña frunció el ceño. Se agachó frente a la jaula y le habló al gato como si ya fueran viejos amigos.

—Yo también tengo una pierna que no funciona bien, ¿sabes?

Se levantó un poco el pantalón. Una prótesis metálica reemplazaba su pierna derecha desde la rodilla. La madre se estremeció, acostumbrada a ver a su hija enfrentar la vida con valentía, pero también a la dureza con la que el mundo miraba lo diferente.

Hugo se acercó despacio. Rozó con la cabeza los barrotes. Y luego, como si la entendiera, le dio un leve empujón con su frente.

—¡Me ha saludado!

—A lo mejor te está eligiendo a ti —dijo la madre.

—¿Puedo abrazarlo?

—Claro —respondió la voluntaria—. Ven, te lo traigo.

Cuando lo tuvo en brazos, la niña cerró los ojos y susurró:

—Somos iguales. Yo también cojeo. Pero nadie me ha devuelto jamás ese tipo de mirada.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la madre, conmovida.

—Él no me ha mirado con lástima. Solo con curiosidad. Como si dijera: “yo también me he caído, pero aquí estoy”.

Hugo ronroneó. Fuerte. Como si le confirmara cada palabra.

Salieron del refugio con una caja que temblaba y un corazón que ya no. La voluntaria les regaló una mantita y un saco de comida. Pero lo que más pesaba no era lo que llevaban en las manos, sino en el alma.

En casa, Hugo se adaptó rápido. Dormía en la almohada de la niña. Le robaba los calcetines. Y cada vez que ella practicaba con su pierna ortopédica, él la seguía, imitando su paso, como si fueran una tribu de dos.

Una tarde, mientras la niña pintaba un mural con su clase, la profesora se acercó:

—¿Ese gato que estás dibujando es tuyo?

—Sí, se llama Hugo.

—¿Y por qué le has pintado una corona?

La niña sonrió, dejando caer un poco de pintura en su camiseta.

—Porque Hugo es el rey de los que no son perfectos.



Tiempo después, en un concurso de cuentos escolares, la niña escribió:

“No elegí al gato más bonito. Elegí al que caminaba como yo. Porque a veces, lo que más necesitamos no es alguien que nos salve, sino alguien que nos acompañe sin hacernos sentir raros. Hugo no es mi mascota. Es mi reflejo con bigotes.”

Ganó el primer premio.

Pero más allá de medallas o diplomas, lo importante fue lo que dijo esa noche antes de dormir, con Hugo en su pecho:

—Gracias por llegar justo cuando yo necesitaba que alguien me dijera, sin hablar: “estás bien como eres”.

Y Hugo ronroneó.

Como siempre.