El esposo abandonó a su esposa enferma de cáncer en casa para salir a divertirse con su amante. El día en que ella falleció, encontró una carta bajo la almohada, aún marcada por lágrimas. Al abrir la carta, quedó paralizado de asombro…
Aquella mañana, el sol apenas asomaba sobre las colinas de San Miguel de Allende. En la habitación pintada de azul cielo, Valeria Montoya miraba por la ventana, sintiendo cómo el aire fresco le acariciaba el rostro pálido.
El diagnóstico había llegado semanas antes: cáncer de pulmón en etapa terminal.
El doctor había sido claro: “Tal vez unos meses más, con suerte.”
Pero lo que más dolía no era la enfermedad. Era el silencio de Emilio, su esposo, quien poco a poco había dejado de volver a casa.
Al principio, Valeria creyó que él evitaba verla sufrir. Luego, los rumores comenzaron. Vecinos, murmullos en la panadería, una amiga que la visitó llorando.
—Lo vi en Guanajuato, Valeria… con una mujer más joven.
Ella solo sonrió débilmente. “Déjalo. Tal vez necesita olvidar por un rato que su esposa está muriendo.”
Cada madrugada, mientras las luces de la ciudad se apagaban, Valeria escribía.
Entre tratamientos, mareos y lágrimas, dejó sobre la mesa una libreta de tapa marrón. Dentro, una carta.
La dobló con cuidado y la escondió bajo su almohada. Luego acarició el marco de una foto: ella y Emilio, jóvenes, riendo frente a la catedral de Querétaro.
—Ojalá recuerdes aquel día —susurró—, cuando dijiste que nada podría separarnos.
El amanecer en que dejó de respirar, el viento movió suavemente las cortinas. En su rostro había una paz que Emilio no vería.
Cuando la llamaron del hospital, Emilio iba saliendo de un hotel en Celaya con Luciana, su amante.
El teléfono cayó de sus manos al escuchar las palabras:
—Su esposa… falleció hace una hora.

El funeral fue breve. Valeria no tenía familia cercana, solo algunas amigas y la vecina que siempre le llevaba pan dulce. Emilio, con la mirada perdida, fingió dolor entre flores de alcatraz.
Esa noche volvió a casa solo.
El silencio era insoportable. Todo olía a ella: el perfume de lavanda, los libros, la taza con restos de té. Al sentarse en la cama, sintió algo duro bajo la almohada.
Una carta.
Su nombre estaba escrito con una caligrafía temblorosa y una mancha circular de lágrima aún visible.
“Emilio,
Si estás leyendo esto, ya no estoy contigo.
No te guardo rencor, aunque me dolió verte alejarte justo cuando más necesitaba tu mano. Sé que te asustó verme enferma, débil… y que buscaste refugio donde no doliera.
No te juzgo. Todos tenemos miedo de mirar la muerte a los ojos.
Pero antes de irme, quiero dejarte algo más que recuerdos.
Toda mi herencia —las escrituras del taller de mi padre, la cuenta de ahorros, y el terreno en Dolores Hidalgo— te pertenecen.
Confío en que harás lo correcto.
Mi único deseo es que algún día, esa casa donde aprendí a amar, se convierta en un lugar lleno de risas de niños. Siempre soñé con crear un hogar para los pequeños sin familia, para que ningún corazón inocente volviera a dormir solo.
Si alguna vez recuerdas lo que fuimos, cumple ese sueño por mí.
Con amor eterno,
Valeria.”
Emilio se quedó inmóvil. La habitación giraba, el aire se le escapaba del pecho.
Había esperado encontrar reproches, pero encontró ternura.
Había esperado odio, y encontró fe.
Y eso lo destruyó por dentro.
Esa noche, por primera vez en muchos años, se arrodilló y lloró como un niño.
Miró las manos con las que había sostenido otra piel, y sintió vergüenza.
El amanecer lo encontró aún despierto, mirando el horizonte que ella tanto amaba.
Pasaron los meses. Vendió el coche, cerró los contratos, y volvió a Dolores Hidalgo, al viejo taller que alguna vez perteneció al padre de Valeria.
Con el dinero que ella le dejó, levantó un pequeño refugio.
Lo llamó “Casa Azul Valeria”, en honor a aquella habitación donde ella soñó por última vez.
Los primeros niños llegaron descalzos, con miedo. Emilio los recibió con pan dulce y chocolate caliente.
Aprendió sus nombres, sus historias.
Y cada noche, al cerrar la puerta del orfanato, miraba al cielo y decía en voz baja:
—Cumplo tu sueño, amor… aunque me falte toda una vida para merecerte.
Años después, en San Miguel de Allende, se hablaba de un hombre que había cambiado su destino.
Un hombre que, tras perderlo todo, había aprendido lo que realmente significa amar.
En la entrada de la casa azul, una placa decía:
“Aquí viven los niños que un día soñó Valeria Montoya.
Su amor no murió; se multiplicó.”