El día que pensé que perdería todo, descubrí que podía darlo todo para salvar a quien más amo.
Nunca pensé que un instante podía cambiar la vida para siempre. Recuerdo el sol que quemaba fuerte esa tarde en la avenida principal de Guadalajara. Mi hijo, Luisito, de seis años, iba caminando a la escuela, con su mochila más grande que él.
Yo iba unos pasos atrás, sin perderlo de vista.
— ¿Tienes hambre, mami? — me preguntó con esa sonrisa que me derretía.
— Un poquito, pero aguanta, hijo, que pronto llegamos, — le dije.
En ese momento, el ruido de un frenazo, un grito ahogado y el sonido metálico de un choque rompieron la calma.
Un coche, fuera de control, venía directo hacia nosotros.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente: lancé un brazo para cubrirlo, empujándolo hacia atrás.
Sentí el impacto contra mi hombro, el mundo giró y todo se volvió borroso.
Cuando abrí los ojos, estaba en el hospital, con Luisito a mi lado, dormido.
— Mamá, ¿estás bien? — me preguntó con la voz débil.
Sentí una mezcla de alivio y dolor que me calaba hasta los huesos.
Los doctores me dijeron que tuve suerte; el golpe que debió recibir mi hijo lo absorbí yo.
— Tienes una fractura en el brazo y algunas costillas rotas, — explicó el médico — pero estás viva.
Mientras tanto, Luisito parecía recuperarse rápido, pero yo sentía que cada movimiento me recordaba mi decisión.
— ¿Por qué hiciste eso, mamá? — me preguntó una noche, asustado.
— Porque eres mi vida, mi corazón, — le respondí con lágrimas contenidas.
Pero dentro de mí, una lucha silenciosa crecía. ¿Había hecho lo correcto? ¿Y si hubiera podido salvarlo de otra forma? ¿Y si mi sacrificio no fuera suficiente?
Las noches eran largas, llenas de recuerdos y preguntas sin respuesta.
— Mamá, ¿volveremos a estar bien? — insistía Luisito, aferrándose a mi mano.
Yo quería ser fuerte para él, pero el miedo y la culpa me pesaban.
Con el tiempo, aprendimos a caminar juntos de nuevo. Los vendajes se fueron, pero la memoria quedó.
Un día, mientras jugábamos en el parque, Luisito me miró y dijo:
— Mami, tú eres mi héroe.
Sonreí, sintiendo que toda la batalla había valido la pena.
— Y tú eres mi razón para seguir luchando, — le respondí.
Su abrazo me recordó que el amor verdadero no es solo palabras grandes, sino actos pequeños, a veces invisibles, que salvan vidas.
La vida nos dio una segunda oportunidad. Y aunque el miedo siempre estará ahí, aprendí que el mayor coraje es estar presente, sin importar el dolor.