“El colectivero que esperó cinco minutos a una abuela con bastón.”

Ese martes arranqué el turno como siempre: mate en mano, radio baja, y la rutela de las 6:47 bien marcada en mi cabeza. Llevaba doce años manejando la línea 45 y conocía cada bache, cada semáforo, cada pasajero habitual.

Iba llegando a la parada de Rivadavia y Boyacá cuando la vi. Una abuela con bastón, todavía a media cuadra, avanzando despacio. Muy despacio.

Frené en la parada. Nadie bajó, nadie subió. Miré por el espejo. Ella seguía viniendo, un paso por vez, aferrándose al bastón como si fuera lo único que la mantenía en pie.

—¿Qué hacés, che? —gruñó un tipo desde el fondo—. ¡Dale, arrancá!

—Hay alguien viniendo —dije nomás.

—¡Pero está a dos cuadras! —se quejó una mujer con cartera de cuero—. ¡Tengo que llegar al trabajo!

Los murmullos empezaron a crecer. “Siempre lo mismo”, “En este país no se puede”, “Me voy a quejar a la empresa”. Yo seguía con el pie en el freno, mirando por el espejo. La abuela levantó la vista, me vio, y apuró el paso todo lo que pudo.

Cuando por fin llegó al estribo, venía sin aire. Se aferró al pasamanos con las dos manos temblorosas y empezó a subir, escalón por escalón. Las lágrimas le corrían por las mejillas arrugadas.

—Gracias —me dijo con la voz quebrada—. Gracias, hijo. Pensé que no iba a llegar a mi tratamiento.

Se me hizo un nudo en la garganta. El colectivo quedó en silencio. Todos esos que se habían quejado ahora miraban para otro lado.

—Tome asiento, señora —le dije—. Sin apuro.

—Tengo que ir al hospital Durand —me explicó mientras buscaba la SUBE con manos temblorosas—. Es para la quimio. Si llego tarde, pierdo el turno y tengo que esperar otro mes.

Una chica joven se levantó de golpe:

—Tome mi asiento, señora. Por favor.

La abuela se sentó cerca mío, todavía limpiándose las lágrimas con un pañuelito de tela.

—¿A qué hora tiene que estar? —le pregunté.

—A las siete y media.

Miré el reloj. Teníamos tiempo. Pero justo. Escrito por Gisel Dominguez.

Al día siguiente, a las 6:47, cuando llegué a Rivadavia y Boyacá, ahí estaba ella otra vez. Esta vez me detuve antes, justo cuando la vi salir del portal de su edificio. La misma chica joven de ayer le cedió el asiento sin que nadie dijera nada.

—Buen día, señora —la saludé por el espejo—. ¿Cómo le fue ayer?

—Bien, hijo. Gracias a vos llegué a tiempo.

Así empezó la rutina. Todos los martes y jueves, la esperaba. Si la veía salir del edificio, arrancaba más despacio. Si no la veía, esperaba un minuto más. Los pasajeros que al principio se quejaban ahora preguntaban por ella si no la veían.

—¿No viene hoy doña Rosa? —preguntaba el señor del traje gris.

—Debe estar por salir —les decía yo.

Un jueves de abril empezó a llover fuerte justo cuando llegué a su parada. La vi en el portal, mirando el diluvio, sin paraguas. Puse las balizas, agarré el paraguas que tenía colgado y bajé.

—Venga, doña Rosa. La acompaño.

Sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez.

—Ay, hijo. Qué bueno sos.

Caminamos juntos bajo el paraguas, bien despacio, esquivando los charcos. Cuando subimos al colectivo, todos los pasajeros aplaudieron. Me dio vergüenza, la verdad.

Después de eso, otros empezaron a imitarme. Si llovía y yo no podía bajar porque había tráfico, el señor del traje gris bajaba con su paraguas. La chica joven le llevaba un sándwich si doña Rosa decía que no había desayunado. Una señora le tejió un chaleco para el invierno.

—Es que el frío me cala los huesos con la quimio —nos contó doña Rosa un día—. Pero ya estoy en las últimas sesiones. Los doctores dicen que voy bien.

Todos festejamos como si fuera nuestro propio triunfo.

Un martes de agosto, llegué a su parada y no estaba. Esperé dos minutos. Tres. Cinco.

—¿Llamamos a algún lado? —preguntó el señor del traje gris, preocupado.

—Esperemos un poco más —dije, aunque el corazón me latía fuerte.

A los siete minutos la vi salir, pero venía distinta. Más derecha. Más rápida. Sonriendo.

Cuando subió, nos miró a todos y dijo:

—Tengo que contarles. Hoy no voy a quimio. Hoy voy a que me den el alta. ¡Estoy curada!

El colectivo explotó en aplausos y vivas. La gente que no sabía de qué iba la cosa igual festejaba, contagiada por la alegría. Doña Rosa lloraba, yo lloraba, creo que hasta el señor del traje gris se secó un par de lágrimas.

—Gracias —nos dijo—. Gracias a todos. En los peores días, saber que los iba a encontrar acá me daba fuerzas para levantarme.

Yo no sabía qué decir. Arranqué el colectivo con un nudo en la garganta del tamaño de una pelota.

Doña Rosa siguió siendo pasajera de la línea 45 durante años. Ya no tenía que ir al hospital, pero igual se subía los martes y jueves, “para saludar a mis ángeles”, decía. Ya no necesitaba que la esperara, pero yo igual frenaba más despacio cuando pasaba por su esquina.

Porque a veces uno piensa que manejar un colectivo es solo llevar gente de un lado al otro. Pero ese día aprendí que cinco minutos de espera pueden ser la diferencia entre que alguien pierda la esperanza o la conserve.

Y que la bondad, como el bostezo, es contagiosa. Solo hace falta que alguien empiece.