El Campesino y el Alma en Pena | Historia de Terror

El campesino y el alma en pena. [Música] Mira, te cuento. Esta historia comienza con José, un campesino pobre que vivía en un pueblito llamado San Nicolás. vivía con su esposa en una casita humilde de adobe. Lo poco que sembra ya no crecía y el agua se estaba acabando en todo el rancho. No llovía desde hacía meses y todos los campesinos vecinos también estaban entrando en una profunda preocupación.

Una tarde los campesinos se reunieron en las fincas. Había enojo, pero también temor. Tenían que hacer algo para resolver la sequía. Entre todos decidieron escribir una carta al alcalde del municipio del pueblo, pidiendo ayuda urgente. En la carta describieron su problema y solicitaron un pozo para todos.

Pero había un problema. ¿Quién llevaría la carta? El camino que tenían que recorrer era largo y peligroso. Algunos decían que por los cerros escuchaban cosas raras por las noches. Otros hablaban de asaltantes o de gente que simplemente desaparecía. Nadie quería arriesgarse y entonces todos voltearon a ver a José. A pesar de ser el más pobre, también era el más joven y el más necesitado de todos.

Le ofrecieron unas monedas prometiéndole algo más si lograba atraer la ayuda. José miró a su esposa. Ella no dijo nada, pero en su rostro se notaba la misma desesperación que todos cargaban. El joven aceptó, obligado por la necesidad del dinero y del agua. A la mañana siguiente se subió a su burrito con la carta bien guardada en el morral colgado al hombro y partió.

El pueblo lo miró en silencio mientras se alejaba. No sabían si volvería y él tampoco. José avanzó todo el día sin detenerse demasiado. Cuando oscureció por completo, ya estaba lejos de cualquier rastro de civilización. No había casas. ni postes eléctricos, solo el camino oscuro y solitario. Alrededor de las 12 de la noche, el campesino se acercó a un árbol grande y viejo.

Desmontó el burro, lo amarró al árbol y se sentó en una roca. Cansado y con hambre por el viaje, sacó un pedazo de pan y comenzó a comer. De repente se escuchaban sonidos extraños a lo lejos. Un fuerte viento resoplaba y el escalofrío le recorría la espalda. José se acomodó para pasar la noche ahí. Intentó dormir, pero escuchó más ruidos.

Eran como pasos de alguien acercándose lentamente. Al abrir los ojos apareció una figura que lo paralizó. Un hombre mayor, delgado, con sombrero y abrigo largo, parado a unos metros en la oscuridad. Estaba solo en medio de la nada. A José se le hacía muy extraño. No pudo evitar sentir miedo. Y entonces el anciano le habló.

Buenas noches, joven. ¿Hacia dónde se dirige? José dudó un segundo, pero contestó, “Voy al municipio de San Jacinto, don.” Llevo una carta del pueblo pidiendo ayuda. Entonces, no te quedes aquí, muchacho. Si duermes en este lugar, no verás el amanecer. José frunció el ceño y preocupado le dijo, “¿Por qué dice eso? Esta zona es peligrosa.

Si te quedas aquí, podrías perder tus pertenencias y tu vida. Por estos alrededores hay gente mala que se aprovecha de los viajeros como tú. Será mejor que no te quedes a dormir aquí. José tragó saliva. No sabía si lo que le decía ese viejito era cierto. Su apariencia era extraña. No era el mejor lugar para confiar en un desconocido.

Si me haces caso, llegarás a salvo. Ve por el camino del este. Caminarás unos kilómetros de más. Pero es más seguro. Hay piedras grandes que te van a guiar. Debes seguir hasta salir del monte. José lo miró un momento. Algo en el tono del anciano no sonaba una advertencia común. Era como si ya supiera lo que iba a pasar.

Gracias, Señor. Haré lo que me dice. Dígame, ¿usted qué hace por estos lugares completamente solo? El viejo no dijo nada, solo lo miró fijamente por un largo momento. José empezó a tener más temor. Se subió a su burro y se marchó de ese lugar. El anciano se quedó ahí de pie, sin decir nada y sin hacer ningún movimiento.

El joven campesino temblaba, pero obedeció. Tomó el otro camino y no volvió a ver a nadie, pero la sensación de que alguien lo seguía no lo dejó en toda la noche. Pasaron unos minutos, el camino seguía subiendo. En la parte alta, desde un claro, pudo ver a lo lejos el tramo donde pensaba dormir antes.

El mismo sitio había una fogata encendida. José se detuvo. Observó desde lejos y vio a dos hombres sentados junto al fuego. Tenían escopetas y parecían sospechosos. El corazón le dio un vuelco. Se dio cuenta de que el anciano tenía razón y lo había salvado del peligro. Si no se hubiera cruzado con él, habría estado dormido justo ahí.

apretó las riendas del burro y siguió su marcha sin mirar atrás. El camino era duro, pero nada comparado con lo que podría haberle pasado. Con las primeras luces del amanecer, José llegó al pueblo. Estaba cansado, con hambre y sin dormir nada, pero con vida. Preguntando a los habitantes de San Jacinto, logró llegar al municipio y entregó la carta.

Su objetivo estaba cumplido, pero faltaba un nuevo desafío, el camino de regreso. Ese día se quedó a descansar en unas cabañas a las afueras. Con el poco dinero que le habían dado los pueblerinos, compró comida y se hospedó. Al día siguiente emprendió el viaje de vuelta. Esta vez salió muy temprano tratando de evitar la noche.

Estando a pocos kilómetros de su pueblo, volvió a aparecer el mismo anciano. Estaba en medio de la carretera esperándolo. José se sorprendió. ¿Cómo había llegado hasta ahí desde tan lejos? Cuando se acercó, no pudo evitar preguntarle, “Oiga, don, ¿cómo llegó hasta aquí?”, le dijo intentando ocultar el miedo que ya comenzaba a subirle por la garganta.

Conozco todos estos rumbos, joven. Veo que pudiste llegar a salvo. Gracias por la advertencia que me dio, Señor. Gracias a usted es que pude llegar a San Jacinto. Dígame, ¿puedo hacer algo por usted como agradecimiento? Le dijo el buen campesino. Eres una buena persona, por eso te ayudé.

Y sí, hay algo que quiero pedirte. Vas a regresar a San Nicolás y después de eso tienes que ir al panteón del pueblo. Busca la tumba de alguien llamado Ernesto García. Enciende tres velas por nueve noches seguidas y reza por su alma. No pidas nada para ti, solo reza y al final, cuando termines, te prometo que obtendrás una pequeña recompensa.

José sintió un nudo en el estómago. ¿Qué clase de favor era ese? ¿Qué sucederá después de esas nueve noches? Preguntó con incertidumbre. El anciano le sonrió con una expresión aterradora. No te hagas preguntas, hijo. Solo hazlo y todo cambiará para ti. Te ayudaré a salir de la miseria. El campesino, desconcertado y agotado, no pudo más que asentir.

Está bien, patrón, lo haré. El anciano agachó la cabeza lentamente y dio un paso atrás, como si ya hubiera cumplido con su parte. José continuó con su camino mientras el viejito se quedaba de pie nuevamente en la oscuridad. Al regresar al pueblo, José no podía dejar de pensar en lo que el anciano le había pedido.

Llegó a su casa, donde su esposa lo esperaba con ansiedad. Los vecinos, al enterarse de que José había logrado entregar la carta y cumplir su misión, lo miraban con una mezcla de respeto y asombro. Pero ahí no terminó todo. Una noche decidió cumplir con la extraña tarea que le había sido encomendada. Tomó una linterna y se dirigió al cementerio del pueblo con el corazón latiendo con fuerza.

Su curiosidad y su deseo de salir de la pobreza fueron más fuertes que su miedo. Si lo que el viejo le había dicho sobre los bandidos de aquella noche había resultado cierto, era posible que si cumplía con este favor, lo del tesoro podría ser real. Al llegar al panteón, José caminó entre las lápidas hasta llegar a la tumba de Ernesto García.

se arrodilló y siguiendo las instrucciones del anciano, encendió tres velas y comenzó a rezar en voz baja, sin pedir nada para él, solo por el alma de Ernesto. Cada noche cumplía con el ritual sin faltar ni un día. Las primeras noches fueron extrañas, pero pronto se dio cuenta de que algo estaba cambiando. La tumba de Ernesto parecía estar más cuidada y el lugar se sentía más tranquilo.

Finalmente, en la novena noche, algo diferente ocurrió. Mientras rezaba, el viento empezó a soplar con fuerza. Las velas parpadearon y de repente la figura del viejito apareció ante él una vez más. José, al ver al anciano frente a él se quedó paralizado. Gracias, amigo. Has cumplido con tu parte. Ahora mi alma podrá descansar en paz.

José, aterrorizado, dio un paso atrás. La verdad lo golpeó. El anciano que lo había guiado, que lo había salvado y que le había pedido ese extraño favor, era el mismo que estaba sepultado en esa tumba. El campesino no lo podía creer. Ernesto García le sonrió levemente. No te asustes, José. Solo quería descansar.

Mi alma quedó atrapada, pero gracias a ti podré tener el descanso eterno. José temblaba, no sabía qué hacer con esa revelación. Ahora que mi alma está libre, cumpliré lo prometido. En las faldas de esa montaña hay un pequeño tesoro enterrado. Ve a buscarlo y será todo tuyo. No es mucho, pero te será suficiente para salir de la pobreza. Solo ve allí y tómalo.

Con eso vivirás tranquilo por el resto de tu vida. El humilde campesino, atónito, no sabía si debía creer lo que escuchaba. Pero hay algo más, agregó el anciano. No uses este oro para hacer caridad ni para regalarlo a otros. Usa lo que necesites para ti, pero no lo compartas. En cambio, comparte lo que realmente importa.

El agua, la comida y lo que tus tierras te provean. Es la única condición. Si rompes esa regla, lo perderás todo. Con esas palabras, Ernesto se desvaneció en la oscuridad, dejando a José solo con la tumba y la sensación de que por fin algo había cambiado en su vida. José no perdió tiempo, sabía lo que tenía que hacer.

 

Fue hacia las montañas siguiendo las indicaciones del anciano y logró encontrar el tesoro. Regresó a San Nicolás con el cofre guardado en un saco y con sus manos temblorosas. Gracias a eso, construyó el pozo que tanto necesitaba el pueblo. No usó el oro solo para sí mismo, sino que lo destinó a mejorar la vida de todos, siguiendo el consejo de aquel viejito al pie de la letra.

La comunidad de San Nicolás comenzó a prosperar nuevamente gracias al pozo y a José. El humilde campesino, se convirtió en un hombre respetado y querido por todos. Y los fines de semana pasaba por el cementerio a visitar la tumba de su amigo, siempre a ponerle tres velas y a pedir por su alma para que siguiera descansando en paz.

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