EL BEBÉ QUE NADIE PODÍA TOCAR: Rechazó a 8 niñeras de élite, pero el primer beso del heredero multimillonario no fue para su padre… fue para LA CHICA DE LA LIMPIEZA.
El eco de sus tacones repiqueteando con rabia por el corredor de mármol se desvaneció, hasta que el silencio del ascensor privado lo devoró por completo. El apartamento de quinientos metros cuadrados en lo más alto del Paseo de la Castellana jamás se había sentido tan inmenso, tan gélido.

Diego dirigió la mirada hacia su hijo, quien seguía llorando con un desconsuelo que parecía no tener fin, acurrucado en su cuna de diseño italiano.
“Tomás, por favor, hijo… Papá está aquí”, susurró Diego, extendiendo sus brazos con una mezcla de amor y pavor, casi esperando el rechazo que sabía que vendría.
Y vino.
Tomás se encogió, echando su diminuto cuerpecito hacia atrás como si el contacto de su padre le quemara. Su llanto se intensificó, volviéndose agudo, ensordecedor, un grito de pura angustia que atravesaba el alma de Diego.
La historia se repetía. Una y otra vez. Cada maldito día desde que Laura se había ido, hacía ya un año.
El niño no toleraba la cercanía de nadie. Ni la de su propio padre. Ni la de las niñeras más cualificadas. Ni la de las enfermeras pediátricas privadas. Nadie.
Diego se dejó caer pesadamente en el sillón de cuero italiano junto a la cuna, pasándose las manos por su cabello, antes negro azabache y ahora veteado de un plata prematuro. A sus cincuenta y dos años, dirigía un imperio financiero que movía miles de millones. Era capaz de adquirir compañías enteras con una sola llamada, de hundir a sus rivales con una simple estrategia de mercado. Pero se sentía absoluta y patéticamente incapaz de calmar el llanto de su propio hijo.
“Dios mío, Laura… dime qué hago”, susurró con la mirada perdida en el retrato de su esposa que sonreía desde la mesita de noche. La foto era de su viaje a Granada, en la Alhambra. Ella brillaba. “Dime por qué no me acepta. No acepta a nadie. Se está convirtiendo en un niño arisco, solitario… y no tengo ni la más remota idea de cómo ayudarlo.”
Como si entendiera la desesperación en la voz de su padre, el llanto de Tomás pareció amainar por un brevísimo instante, convirtiéndose en un gemido lastimero. Diego sintió una punzada de esperanza.
“¿Echas de menos a mamá, verdad, mi pequeño?”, susurró Diego, atreviéndose a rozar con la yema de un dedo la manita del bebé. “Yo también la echo de menos. La extraño cada maldito día, campeón.”
Tomás alzó la vista. Sus ojitos verdes, idénticos a los de Laura, estaban anegados en lágrimas. Por un segundo, un frágil instante de conexión pareció forjarse en el aire. Diego contuvo la respiración.
Pero entonces, como si ese momento de vulnerabilidad fuese demasiado para él, el llanto del niño estalló de nuevo, con más fuerza que nunca, con una rabia que sorprendía en un ser tan pequeño.
“Señor Valbuena.”
La voz de la gobernanta, Doña Elena, interrumpió la escena desde el umbral de la puerta. Era una mujer de sesenta años, sobria y eficiente, que había trabajado para la familia Valbuena durante más de dos décadas.
“Disculpe la molestia, pero ha llamado la empresa de limpieza”, informó con su habitual tono neutro, aunque una sombra de preocupación cruzaba su rostro. “Ha surgido un imprevisto con la empleada del turno de la mañana. Hoy no podrá venir.”
Diego exhaló un suspiro de puro cansancio. Con todo el revuelo de la niñera, la casa estaba hecha un verdadero caos.
“Me informan que, para cubrir la ausencia, enviarán a alguien del turno de noche”, continuó Doña Elena. “Se trata de una joven llamada Alicia. Lleva ya algunos meses con nosotros, pero siempre en el turno de madrugada, por lo que el señor nunca ha coincidido con ella.”
“Jamás la he visto en mi vida. No importa”, contestó Diego, completamente agotado, sin levantar la vista de la cuna. “Solo pídale que sea silenciosa. Que sea un fantasma. Si por un milagro Tomás logra conciliar el sueño, no quisiera que ni el más mínimo ruido lo despertara.”
Doña Elena asintió y se retiró con la discreción de siempre.
Diego centró de nuevo toda su atención en su hijo. El pequeño se estaba quedando afónico de tanto sollozar, pero su llanto no cesaba. Era como si todo el dolor del mundo, toda la ausencia de su madre, se liberara en cada uno de esos gritos desgarradores.
“Papá ya no sabe qué más hacer, mi pequeño Tomás”, confesó Diego en voz baja, sintiendo cómo sus propios ojos se humedecían. “Lo he intentado absolutamente todo. Las niñeras más recomendadas de toda España, los médicos más prestigiosos, los juguetes más caros… pero nada parece funcionar. Parece que no quieres nada de lo que papá puede ofrecerte.”
Con un suspiro tembloroso, Diego tomó su móvil y marcó el número de su asistente personal.
“Laura Suárez, necesito que canceles absolutamente toda mi agenda de la próxima semana”, dijo con voz firme, sin dejar espacio a réplicas. “Me quedaré en casa hasta que pueda solucionar esto con mi hijo.”
“Pero, señor”, protestó la voz al otro lado de la línea, “tiene esa reunión tan importante con los inversores de Japón. Es vital para la fusión…”
“¡Cancélalo todo!”, estalló Diego, perdiendo por completo la compostura que tanto le caracterizaba. “¡Mi hijo es más importante que cualquier maldito negocio en el mundo!”
Colgó la llamada bruscamente y arrojó el teléfono sobre el sofá. Regresó junto a la cuna. Tomás empezaba a mostrar signos evidentes de agotamiento, pero aún gemía suavemente, hipando en su sueño intranquilo.
Diego intentó una vez más, la décima esa mañana, acunar al niño en sus brazos. Pero en cuanto sus manos rozaron al bebé, Tomás se encogió, rechazándolo, y su llanto volvió a intensificarse, como si le tuviera miedo.
“Está bien, mi niño. Entendido.” Diego levantó las manos en señal de rendición, sintiéndose el hombre más inútil del planeta. “Papá se va a quedar justo aquí, a tu lado. No me moveré de aquí, te lo prometo.”
Y así, el hombre más poderoso de Madrid, el multimillonario capaz de doblegar mercados, permaneció allí, sentado en el frío suelo de mármol de su lujoso ático, escuchando el llanto desconsolado de su hijo.
Mientras tanto, a varios pisos por debajo, Alicia Mendoza subía en el ascensor de servicio hacia el último piso del edificio más exclusivo del Paseo de la Castellana. Se aferraba con fuerza al manillar de su carrito de limpieza, haciendo un esfuerzo sobrehumano por ignorar el profundo, plomizo cansancio que sentía en cada músculo de su cuerpo.
Apenas había dormido tres horas. Había pasado toda la madrugada en una silla incómoda del hospital, al lado de la cama de su madre.
“Alicia, mi niña, tienes que descansar un poco”, le había aconsejado una enfermera de rostro amable, horas antes. “Tu madre está estable. Deberías ir a casa.”
Pero Alicia no tenía un hogar al que regresar en ese momento. Tenía trabajo pendiente. Siempre había trabajo pendiente. Su vida era una carrera contrarreloj desde que, hacía seis meses, le diagnosticaron a su madre, Sara, una enfermedad rara y devastadora. Cada céntimo que ganaba, cada hora extra que podía hacer, se destinaba a los medicamentos experimentales que el seguro se negaba a cubrir.
El ascensor se detuvo con un suave golpe en la planta 42. Alicia empujó su carrito hacia el pasillo de servicio. Conocía ese pasillo como la palma de su mano. Llevaba cuatro meses trabajando allí, siempre en el turno de madrugada, cuando la mayoría de los residentes dormían profundamente en sus lujosas camas. Era un trabajo silencioso, solitario, justo el tipo de ambiente que ella prefería.
Sin embargo, esa mañana algo era distinto. Un alboroto inusual provenía del apartamento del señor Valbuena. Se oían los gritos agudos de un niño y las voces alteradas de varios adultos.
Alicia estaba organizando sus productos de limpieza en el pequeño almacén del pasillo cuando escuchó unos pasos apresurados, el repiqueteo furioso de unos tacones resonando en el pasillo principal.
Una mujer elegantemente vestida, la que luego supo que era Nuria, la niñera, pasó casi corriendo hacia el ascensor principal.
“Ya les advertí que esto no iba a funcionar”, decía la mujer por teléfono, con un tono de evidente irritación. “¡Se lo dije a la agencia! Ese niño es simplemente imposible. Ninguna cuidadora es capaz de soportarlo. ¡Es un caso perdido!”
La mujer se metió en el ascensor y las puertas se cerraron tras ella, cortando su diatriba.
Alicia se quedó inmóvil, procesando las duras, crueles palabras que acababa de escuchar. “¿Un caso perdido? ¿Un niño?”, pensó con una punzada de dolor. Sabía que el señor Valbuena era viudo y que tenía un hijo de corta edad. Doña Elena, la gobernanta de la casa, siempre tan correcta, ya le había comentado alguna vez por encima las dificultades que él estaba teniendo para criar al pequeño solo.
El llanto del bebé seguía escapándose del apartamento. Era un sonido que te rompía el alma, un lamento desesperado, inconsolable.
Y Alicia, por alguna razón que no podía explicar del todo, conocía muy bien esa clase de llanto.
Era el eco de su propia niñez. El mismo lamento que brotaba de su garganta cuando tenía tres años y su padre partió, cerrando la puerta de su pequeño piso en Vallecas, dejándolas a ella y a su madre desamparadas en el vasto y aterrador mundo.
“Ese pequeño… está sintiendo un gran dolor”, susurró para sus adentros mientras ordenaba los paños de microfibra.
Alicia se había criado en el corazón de Vallecas, en un hogar humilde donde cada moneda contaba y el dinero rara vez sobraba. Su madre, la valiente Sara, se desvivía limpiando en tres casas distintas solo para poder llegar a fin de mes. Innumerables tardes, la pequeña Alicia se encontraba en soledad, con el corazón encogido por la ausencia de su madre y el temor a lo desconocido.
“No llores, mi tesoro”, le decía siempre Sara al volver a casa, agotada pero con una sonrisa, y encontrarla con los ojitos enrojecidos. “Mamá ya está aquí. Todo va a salir bien.”
Y en el refugio de los brazos de su madre, Alicia encontraba la seguridad, la calma y el amor que tanto anhelaba. Justo lo que ese bebé, al otro lado de la puerta, necesitaba con tanta desesperación: un ancla, un refugio que lo hiciera sentir a salvo.
El sollozo cesó por un instante, y Alicia creyó que el pequeño por fin había conciliado el sueño. Pero al poco rato, el llanto resurgió con una fuerza aún mayor. A lo lejos, podía escuchar la voz grave del señor Valbuena, tratando de consolar a su hijo, pero era evidente que ningún esfuerzo daba resultado.
Alicia concluyó la organización de sus utensilios y se dispuso a limpiar el pasillo de servicio. Era una tarea sencilla, pero la realizaba con un esmero y una dedicación admirables. Conservar ese empleo era vital para ella. Era el mejor trabajo que había tenido, el mejor pagado, y el sueldo era un alivio inmenso para cubrir los gastos del hospital.
Mientras deslizaba el paño húmedo por el suelo de mármol impoluto, su mente volaba hacia su madre, postrada en aquella cama de sábanas blancas, consumiéndose un poco más cada día. Los doctores le habían dicho que un nuevo tratamiento experimental era su única esperanza, pero su costo era una verdadera fortuna. Cifras que mareaban.
Alicia repasaba los números en su mente una y otra vez. Entre su sueldo como limpiadora y el dinero extra que obtenía lavando y planchando ropa para sus vecinas de Vallecas, apenas lograba cubrir la mitad de lo necesario para el primer ciclo del tratamiento.
“Dios mío, dame la fuerza para conseguir lo que falta”, rogaba en silencio, mientras fregaba con más fuerza de la necesaria. “No puedo permitirme perder a mi madre. Ella es todo lo que tengo en este mundo.”
De pronto, su teléfono vibró en el bolsillo de su uniforme. Era un mensaje de la enfermera del hospital, Carmen.
Alicia, tu madre ha despertado y pregunta por ti. Está estable, pero anhela verte.
Una sonrisa, la primera de ese día agotador, iluminó el rostro de Alicia. Sara estaba consciente. Y la reclamaba a su lado. Aquello solo podía significar que se sentía mejor. Quizás, solo quizás, el tratamiento anterior estaba empezando a surtir un tímido efecto.
El llanto del bebé en el ático persistía, aunque ahora era más un quejido débil, agotado, como si al pequeño se le estuvieran acabando las fuerzas.
Alicia finalizó la limpieza del corredor y guardó su carrito en el almacén. Mañana regresaría para otra jornada, con la esperanza renovada de reunir un poco más de dinero para salvar la vida de su madre.
Sin embargo, por alguna razón, no podía sacarse de la cabeza a aquel bebé que lloraba tan desconsolado, solo en su lujoso ático. Comprendió entonces que el dinero, aunque vital, no lo era todo. A veces, la persona más acaudalada del mundo puede ser la más desdichada, la más pobre en afecto.
Eran las dos de la madrugada cuando el teléfono de Alicia rompió el silencio de su pequeño apartamento. Justo en el momento en que terminaba de doblar la última prenda de una montaña de ropa que había lavado para una vecina, vio en la pantalla el nombre de Doña Luisa, su supervisora de la empresa de limpieza.
“Alicia, perdona la hora, hija. Necesito que te dirijas al Paseo de la Castellana de inmediato”, dijo Doña Luisa, con una voz apremiante que no era habitual en ella.
Alicia dirigió su mirada al reloj. Recién llegaba del hospital. El cansancio de una tarde entera velando a su madre se le había pegado a los huesos. Sara mostraba una leve mejoría, pero su fragilidad era evidente.
“Doña Luisa, ¿ha pasado algo grave? ¿Puedo encargarme?”
“Ha reventado una tubería en el apartamento del señor Valbuena. ¡En la cocina! ¡Y está anegándolo todo!”, explicó la supervisora. “La encargada del turno de mañana se ha reportado enferma con gripe y eres la única que tengo disponible y que conoce el edificio. El señor Valbuena está al borde de un ataque. Teme que el agua arruine sus valiosísimos muebles. Dijo que ofrece un pago extra, una bonificación considerable, a quien vaya ahora mismo a solucionarlo.”
Alicia no tuvo que pensarlo ni un segundo. “Un dinero extra”. Esas palabras eran música para sus oídos. Era justo lo que necesitaba en ese momento.
“Voy para allá ahora mismo, Doña Luisa. No se preocupe.”
Cuarenta minutos más tarde, Alicia se encontraba de nuevo en el ascensor de servicio de aquel lujoso edificio, empujando el carrito de emergencias, cargado con todo el equipo necesario para contener aquella inundación: aspiradora de líquidos, mopas industriales, paños absorbentes.
Doña Elena la recibió en la puerta de servicio. Su rostro, habitualmente sereno, mostraba un gesto de enorme preocupación.
“Ay, Alicia, ¡qué alivio que llegaste! La situación es un verdadero desastre. El agua ya ha llegado hasta el salón. ¡Un desastre!”
“¿Y dónde está el señor Valbuena?”, preguntó Alicia mientras evaluaba la situación.
“En su habitación. Luchando por hacer que el pequeño Tomás se duerma. La novena niñera”, dijo Doña Elena, bajando la voz y poniendo los ojos en blanco, “llegó hace un par de horas, pero el bebé no ha dejado de llorar desde que te fuiste esta mañana. Pobrecito mío, debe estar agotado.”
Alicia acompañó a Doña Elena hasta la cocina y comprendió la magnitud del problema. Efectivamente, había agua por todas partes. El suelo de mármol estaba completamente encharcado y el agua avanzaba peligrosamente hacia las alfombras persas del salón.
“Empezaré por aquí, conteniendo el agua, y luego me encargaré de secarlo todo”, anunció Alicia mientras comenzaba a descargar su equipo.
“Te lo ruego, Alicia, intenta no hacer mucho ruido. El señor está con los nervios de punta. Si el bebé se despierta otra vez, esto será el caos.”
Comprendiendo la situación, Alicia se puso a trabajar en el más absoluto y eficiente silencio. Encendió la aspiradora industrial de líquidos, cuyo motor era sorprendentemente silencioso, y comenzó a absorber el agua metódicamente. Era una labor agotadora, pero ella estaba más que acostumbrada. La vida le había enseñado desde muy niña que el trabajo duro era la única forma de ganarse las cosas.
Al cabo de una hora, la cocina estaba impecable y la fuga, contenida por el equipo de mantenimiento del edificio. Alicia recogió sus herramientas y avanzó hacia el salón, secando con esmero, de rodillas, cada centímetro de suelo húmedo con paños absorbentes.
Tal como Doña Elena había advertido, el mobiliario era de un lujo apabullante. Sofás de piel italiana que parecían nubes, exquisitas alfombras persas que debían costar más que su apartamento, y obras de arte moderno, originales, que adornaban las paredes. Era, sin duda, un universo completamente ajeno al suyo.
Justo al pasar por el pasillo que conducía a las habitaciones, escuchó una voz susurrante que provenía del cuarto del bebé. La puerta estaba entreabierta, apenas una rendija.
“Ya sé que es complicado, mamá, pero es que la paga es demasiado buena”, decía una mujer joven, la que supuso era la nueva niñera, en un murmullo telefónico. “Solo tengo que aguantar hasta mañana por la mañana. En cuanto me paguen, renuncio. Te lo juro, este crío es de verdad insoportable.”
Alicia se quedó helada. Aquella mujer era la nueva niñera, la novena, y era evidente que solo estaba allí por el dinero, sin la más mínima pizca de afecto por el pequeño.
“¿Qué va? No duerme”, continuó la niñera, ajena a todo. “Está ahí en la cuna, revolviéndose y haciendo ruiditos raros. En cualquier momento se larga a llorar otra vez. Entonces haré como que me despierto y voy a ver qué le pasa, para que me vean.”
A Alicia le hirvió la sangre en las venas. ¿Cómo podía existir alguien tan insensible, tan frío, ante un angelito que a todas luces lo estaba pasando mal?
Y justo en ese instante, como si la hubiera invocado, Tomás abrió los ojos. Vio a la niñera de espaldas, iluminada por la luz de su móvil, absorta en su teléfono. Su pequeño rostro se arrugó en un puchero, y Alicia supo, con total certeza, que el llanto era inminente.
Pero justo antes de que la primera lágrima brotara, justo antes de que el primer sollozo rasgara el silencio, los ojitos verdes del bebé se encontraron con los de ella, que lo observaba a través de esa pequeña rendija en la puerta.
El mundo pareció detenerse por un segundo.
Tomás la observó. No lloró. La observó con una curiosidad profunda, intensa. Una mirada que Alicia jamás había visto en un niño tan pequeño. Era como si su pequeña alma supiera, de forma instintiva, que ella era diferente a todas las personas que habían pasado por su corta y dolorosa vida.
Con un gesto tierno, casi automático, Alicia se llevó un dedo a los labios y le susurró con infinita dulzura, en un hilo de voz: “Shhh… Tranquilo, mi ángel. Todo está bien.”
Para su asombro, Tomás no rompió en llanto. Al contrario. Se irguió lentamente en su cuna, aferrándose con sus puñitos a los barrotes, sin apartar la vista de ella. Sus pequeños ojos destellaban con una lucidez asombrosa para su corta edad.
Mientras tanto, la niñera seguía absorta en su llamada, completamente inconsciente de la tierna y silenciosa escena que se desarrollaba a sus espaldas.
Alicia sabía que debía limitarse a su trabajo. Sabía que debía seguir secando el suelo y no entrometerse. Pero una fuerza inexplicable, un imán, la empujaba hacia ese pequeño. Quizás era la forma en que la miraba, como si suplicara ayuda en el más puro silencio.
Tomás extendió sus bracitos en dirección a ella, hacia la rendija de la puerta, emitiendo un balbuceo tierno, casi ininteligible.
Alicia echó un vistazo rápido a su alrededor, asegurándose de que nadie la observaba. ¿Qué estaba pensando? ¿Estaba loca?
El bebé la miró por unos segundos más, como si meditara una decisión trascendental. Entonces, para el total asombro de ella, el pequeño comenzó a gatear por la cuna, acercándose a los barrotes donde ella estaba.
La niñera, mientras tanto, seguía al teléfono, quejándose con su madre sobre su trabajo. “Te lo juro, después de esta, jamás vuelvo a cuidar a un niño tan complicado. El padre es un manojo de nervios y el crío es incontrolable.”
Alicia tuvo que morderse la lengua para no decir nada, conteniéndose a duras penas. Al fin y al cabo, no era su problema. Su única tarea era limpiar el agua y marcharse.
Pero cuando sus ojos se posaron de nuevo en Tomás, vio que el bebé se había puesto de pie en su cunita, apoyándose en los barrotes. Y extendía sus bracitos hacia ella, con una urgencia silenciosa.
“Ay, Dios mío”, murmuró Alicia para sus adentros, observando a la niñera que seguía absorta en su mundo.
Tomás emitió un suave balbuceo, esta vez un poco más fuerte, extendiendo sus bracitos con más anhelo.
El corazón de Alicia se detuvo por un instante. Sabía que no era su responsabilidad. Sabía que podría buscarse un lío monumental. Pero la manera en que esos ojitos la suplicaban… era simplemente irresistible.
Dejó caer el paño de limpieza al suelo sin pensarlo dos veces, empujó suavemente la puerta y abrió sus brazos.
Al instante, Tomás se impulsó hacia ella, desde la cuna, con la confianza ciega de un niño que sabe que va a ser recibido.
Alicia lo acogió con ternura, asombrada de lo liviano y frágil que se sentía entre sus brazos. “Hola, mi angelito”, le susurró al oído, meciéndolo instintivamente. “Eres un niño muy listo, ¿verdad que sí?”
Tomás se anidó en su regazo como si ese fuera su lugar en el mundo desde siempre. Sus manitas se aferraron a la sencilla camiseta de su uniforme. Su cabecita encontró reposo en su hombro. Y exhaló un largo suspiro, un suspiro de alivio que pareció venirle desde el fondo del alma.
Por primera vez desde que Alicia había llegado, el pequeño parecía estar en completa paz.
“¿Cómo es posible que seas tan tierno y adorable?”, pensó Alicia mientras lo mecía suavemente para arrullarlo aún más. “Apuesto a que solo necesitabas un poquito de amor. A que sí, mi vida.”
Justo en ese instante, la niñera colgó el teléfono y se dio la vuelta.
Al ver a Alicia, una completa desconocida, con Tomás en brazos, su expresión se transformó en una máscara de pura sorpresa e indignación.
“¿Pero qué haces aquí? ¿Y tú quién eres?”, inquirió la niñera, poniéndose de pie de un salto.
“Perdone, soy la chica de la limpieza. Vine por la inundación”, explicó Alicia, nerviosa, mientras hacía el ademán de regresar a Tomás a su cunita.
Pero el bebé se aferró a ella con más fuerza, soltando un gemido de protesta al sentir que intentaba dejarlo.
“Parece que no quiere volver a la cuna”, dijo Alicia, desconcertada.
“Claro que no quiere. Este niño es un caso perdido. Venga, dámelo”, dijo la niñera, extendiendo los brazos bruscamente para agarrar a Tomás.
Pero en cuanto Tomás vio que la niñera se acercaba, giró su cuerpecito y escondió la cara con fuerza en el cuello de Alicia, aferrándose a ella como a un salvavidas. Era evidente que no quería saber nada de ir con la otra mujer.
“Pero qué cosa más rara”, murmuró la niñera, perpleja y ofendida.
“¿Qué está sucediendo aquí?”
La voz grave y cansada de Diego Valbuena resonó desde el umbral. Con el cabello revuelto y una expresión de profundo agotamiento, un murmullo de voces proveniente de la habitación de su hijo lo había alertado.
Se detuvo en seco en el umbral al contemplar la escena: la niñera con cara de pocos amigos, y una joven con uniforme de limpieza sosteniendo a su hijo.
“Señor Valbuena, yo puedo explicarlo todo…”, Alicia apenas comenzaba a hablar, muerta de vergüenza, cuando Tomás la interrumpió.
El pequeño giró su rostro, aún escondido en el cuello de Alicia, hacia su padre. Y en lugar de romper en llanto, como era su costumbre, esbozó una sonrisa.
Era una sonrisa diminuta, tímida, pero absolutamente genuina.
Y entonces, para el asombro de todos los presentes, Tomás se inclinó suavemente y posó sus pequeños labios húmedos sobre la mejilla de Alicia.
Fue un beso. Tierno, inocente, pero sin duda alguna, un beso.
El silencio que inundó la habitación fue total. Denso, pesado.
Diego permanecía inmóvil en la puerta, con los ojos abiertos de par en par, como si no pudiera dar crédito a lo que acababa de ver. A la niñera se le abrió la boca, pero no emitió sonido alguno.
Alicia sintió cómo su corazón latía con una fuerza abrumadora, lleno de una emoción que no podía describir.
“Te… te ha besado”, susurró Diego, avanzando un paso, como si no pudiera creer a sus propios ojos.
“Yo… yo no sé por qué lo hizo”, tartamudeó Alicia, sintiéndose completamente cohibida, con el rostro ardiendo.
“Él nunca… nunca había hecho algo así con nadie”, prosiguió Diego, acercándose con una lentitud casi reverencial. “Ni siquiera conmigo.”
Tomás alternó la mirada entre su padre y Alicia, como si estuviera sopesando a ambos. Luego, en un gesto que dejó a todos aún más atónitos, extendió su pequeña manita hacia Diego, mientras mantenía la otra firmemente aferrada a la camiseta de Alicia.
“Papá”, balbuceó Tomás.
Con una claridad sorprendente. “Papá.”
A Diego se le cortó la respiración. Se acercó aún más, temblando, y acarició con una delicadeza infinita la manita que su hijo le ofrecía.
“Hola, mi campeón. ¿Estás bien?”
Tomás volvió a sonreír. Y esta vez, inclinándose desde el regazo seguro de Alicia, depositó un beso torpe y húmedo en la mano de su padre.
Era como si la simple presencia de Alicia, la seguridad que ella le transmitía, lo hubiese tranquilizado lo suficiente como para poder, por fin, recibir también el afecto de Diego.
Los ojos de Diego se llenaron de lágrimas. Miró a la niñera, luego a su hijo, y finalmente fijó su mirada en la joven que sostenía a su bebé.
“¿Quién eres?”, le preguntó a Alicia con la voz quebrada por la emoción.
“Alicia Mendoza, señor. Soy del personal de limpieza. Vine por el problema con la tubería.”
Diego observó a su hijo, quien descansaba completamente relajado, casi dormido, en el regazo de una mujer a la que acababa de conocer. Y en ese instante, en medio de una cocina medio inundada a las tres de la mañana, tomó una decisión.
Una decisión que cambiaría sus vidas para siempre.
Diego no podía apartar la vista de aquella imagen. Su hijo, aquel que durante meses había rechazado a todo el mundo con gritos y llanto, ahora estaba acurrucado, plácidamente dormido, en el regazo de la empleada de limpieza. Tomás jugaba con un mechón del pelo de Alicia entre sus dedos y no paraba de sonreír, un gesto que Diego no había visto en tanto tiempo que casi había olvidado lo reconfortante que era.
“¿Tienes experiencia con niños?”, inquirió Diego, acercándose un poco más, con la voz baja para no romper el encanto.
“Cuidé a varios niños del vecindario, en Vallecas, cuando era más joven”, respondió Alicia en el mismo tono, meciendo a Tomás con una suavidad instintiva. “Mi madre trabajaba mucho, y yo cuidaba de los hijos de las vecinas. Pero nunca de forma profesional, como niñera.”
Mientras tanto, la niñera contratada, la novena, permanecía de pie a un lado, visiblemente incómoda, cruzada de brazos.
“Señor Valbuena, quizás sea mejor que me retire”, dijo con un filo de ofensa en la voz. “Es evidente que el niño… la prefiere a ella.”
Diego posó su mirada en la mujer que había prometido cuidar de su hijo, la misma mujer que Alicia había oído quejarse del niño por teléfono. Sintió una oleada de rabia fría. Comprendió que ella solo estaba allí por el dinero. Sin un ápice de cariño verdadero por Tomás.
“Puede retirarse. Su trabajo aquí ha terminado”, dijo con una frialdad que helaba la sangre.
La niñera no perdió ni un segundo. No hizo falta que se lo dijera dos veces. Tomó su bolso de diseño del sofá y abandonó la habitación sin siquiera mirar atrás. Diego escuchó el eco de sus pasos por el pasillo hasta que el sonido de la puerta principal al cerrarse confirmó su partida.
“Señor, yo… debo continuar con mi trabajo”, dijo Alicia en un susurro, procurando no despertar a Tomás, quien se había quedado profundamente dormido en su regazo. “Todavía queda agua por limpiar en el salón.”
“Olvida el agua”, respondió Diego, sentándose frente a ella, en una silla que acercó. Su mirada era intensa. “Necesito hablar contigo.”
Alicia lo miró con extrañeza, pero guardó silencio.
“Mi hijo”, comenzó Diego, con la voz cargada de emoción, “no ha aceptado a nadie desde que su madre falleció. He contratado ya a nueve niñeras. Nueve. Todas distintas, con credenciales impecables de las mejores agencias de Suiza e Inglaterra, con una formación admirable… pero ninguna logró forjar un vínculo con él. Las rechazó a todas.”
“Quizás solo necesite un poco de tiempo para adaptarse…”, sugirió Alicia con dulzura, pero él la interrumpió.
“No es solo eso. A mí también me rechaza. Tomás solo rompe en llanto cuando me acerco. He llegado a pensar que de verdad me odia”, confesó Diego, y decir esas palabras en voz alta le dolió físicamente.
Alicia contempló al pequeño ángel que dormía en su regazo. Su rostro estaba sereno, sus labios entreabiertos.
“Él no lo odia, señor. Un niño tan pequeño no conoce el odio. Solo está sufriendo. Está roto de dolor y no encuentra la manera de decirlo.”
“¿Y cómo puedes estar tan segura?”, preguntó él, desesperado por una respuesta.
“Porque yo viví exactamente lo mismo de niña”, respondió ella, y su voz se tiñó de una melancolía que sorprendió a Diego. “Mi padre nos abandonó cuando yo tenía apenas tres años. Mi madre tuvo que trabajar de sol a sol para sacarnos adelante. Me dejaba con vecinas que me cuidaban únicamente porque mi madre les pagaba. Ellas nunca me dieron un cariño sincero. Yo lloraba igual que Tomás.”
Diego escuchaba cada palabra con suma atención.
“¿Y cómo lograste superarlo?”
“Mi madre”, dijo Alicia con una sonrisa triste. “Al llegar a casa, agotada, me colmaba de amor. Con sus abrazos, con sus besos, compensaba cada minuto que pasaba lejos de mí. Me hacía sentir la niña más especial y amada del mundo. Me dio seguridad.”
“Entonces, ¿es eso lo que necesita Tomás?”, preguntó Diego. “Alguien que lo ame de verdad y no que simplemente cumpla con una obligación.”
“Amo a mi hijo más que a nada en este mundo”, dijo Diego, con la voz quebrada por la emoción.
“Yo sé que lo ama, señor. Se le nota. Pero quizás está intentando demostrarle ese amor de la manera incorrecta. Un niño pequeño necesita, por encima de todo, sentirse seguro. Necesita calor.”
Diego permaneció en silencio durante unos instantes, observando a Tomás dormir plácidamente en brazos de Alicia. Hacía meses, un año entero, que no veía a su hijo tan en paz.
“AlicIA. Quiero proponerle algo.”
Ella levantó la vista.
“Quiero que usted sea la niñera de Tomás.”
Alicia lo miró atónita, como si le hubiera hablado en otro idioma. “Señor, yo… yo no estoy cualificada para un trabajo así. Yo solo soy una empleada de la limpieza. No tengo estudios.”
“Mi departamento de recursos humanos, con todos sus psicólogos y sus títulos, ha fracasado nueve veces en encontrar a la persona adecuada”, dijo Diego, con una firmeza renovada. “Pero mi hijo… mi hijo la ha elegido a usted. Y eso, para mí, vale más que cualquier título universitario.”
“Pero… pero no puedo renunciar a mi trabajo en la limpieza. Necesito el dinero para…”
Diego la interrumpió antes de que terminara. “Le pagaré el triple de lo que gana ahora. Y”, añadió, haciendo una pausa, “si acepta empezar hoy mismo, yo cubriré el tratamiento completo de su madre.”
Alicia se quedó sin palabras. El corazón le dio un vuelco.
“¿Cómo…? ¿Cómo sabe usted lo de mi madre?”
“Doña Elena me comentó que siempre va directa del trabajo al hospital. No fue difícil averiguar lo demás”, admitió Diego sin reparos.
“Señor Valbuena… Es una oferta increíblemente generosa, pero…”
“Mi hijo la necesita a usted”, la atajó Diego. “Y usted necesita el dinero para salvar a su madre. Es un trato justo para ambos. Una simbiosis.”
AlicIA bajó la mirada hacia Tomás, que dormía en su regazo. El pequeño estaba completamente sereno. Una de sus manitas se aferraba con fuerza a su dedo. Era como si, incluso en sueños, supiera que con ella estaba a salvo.
“¿Está seguro de que quiere a alguien como yo cuidando de su hijo? Vengo de un barrio humilde. No tengo estudios universitarios. No sé hablar inglés ni francés. No sé de pedagogía…”
Él la miró fijamente. “Alicia, ¿sabe darle amor a un niño que está sufriendo?”
Ella asintió, con lágrimas en los ojos.
“Eso es lo único que importa”, respondió Diego con total sinceridad. “Tomás perdió a su madre. Necesita a alguien que le enseñe a sentirse amado otra vez. Todas las niñeras que contraté antes tenían títulos colgados en la pared, pero ninguna tenía corazón. Usted lo tiene.”
Alicia sintió que se le anegaban los ojos en lágrimas. Aquella propuesta era mucho más de lo que ella se había atrevido a soñar en toda su vida. Significaba la oportunidad de salvar a su madre y, además, tener un trabajo con un propósito real. Cuidar de ese pequeño ángel.
“Acepto”, susurró ella. “Cuidaré de Tomás como si fuera mi propio hijo.”
Una sonrisa, la primera en mucho tiempo, una sonrisa genuina y aliviada, se dibujó en el rostro de Diego.
“Entonces, está decidido. Empieza ahora mismo.”
Habían transcurrido tres semanas desde aquella noche caótica. Tres semanas desde que Alicia Mendoza cambió su uniforme de limpieza por la ropa cómoda de cuidadora. Y el cambio en el pequeño Tomás era simplemente asombroso.
Aquel pequeño que antes se consumía en llanto y rechazo, ahora era pura risa y juego. El ático, antes silencioso y gélido, ahora rebosaba de alegría, de canciones infantiles y del sonido de pequeños pies corriendo por el mármol.
Tomás había bautizado a Alicia como “Fía”. Un balbuceo tierno que se había convertido en su nombre oficial.
Desde su despacho, Diego escuchó unas risas cristalinas que provenían del jardín de la azotea. Al asomarse por el enorme ventanal, pudo contemplar una escena que le calentó el corazón. Alicia perseguía a Tomás sobre el césped artificial, mientras el niño soltaba carcajadas agudas, tratando de escapar en un inocente juego de persecución.
“¡Fía, Fía, no!”, exclamaba Tomás con júbilo, extendiendo sus bracitos hacia ella justo en el momento de ser atrapado.
“¡Te tengo, mi pequeño revoltoso!”, exclamó Alicia, alzándolo por los aires y girando con él en brazos. “¡Ahora eres mi prisionero de amor!”
La risa de Tomás era tan contagiosa, tan pura, que Diego sintió una calidez inmensa expandiéndose por su pecho. Hacía una eternidad que no veía a su hijo tan dichoso. Pero era más que eso. Hacía una eternidad que él mismo no se sentía tan ligero, tan en paz.
De pronto, el timbre de la puerta principal interrumpió la escena. Doña Elena acudió a abrir. Diego escuchó voces en el vestíbulo y reconoció una de inmediato. Un nudo de inquietud se formó en su estómago.
“Señor Diego, ha llegado el señor Ricardo Torres”, anunció Doña Elena desde el umbral de su despacho, con su habitual neutralidad.
Diego exhaló un suspiro. Ricardo. El hermano de su difunta esposa Laura. Y, lo que era más complicado, el fideicomisario de los bienes de Tomás, por deseo expreso de Laura. Un hombre de cuarenta y tantos años, un abogado de renombre, y desmesuradamente protector con su sobrino.
“Hazlo pasar, Elena. Gracias.”
A los pocos instantes, Ricardo Torres se perfiló en la puerta. Era un hombre alto, de porte elegante, siempre vestido con una pulcritud impecable, con trajes que rivalizaban en precio con los de Diego. Pero aquel día, su semblante era grave y denotaba una profunda preocupación.
“Diego, tenemos que hablar”, dijo, omitiendo cualquier saludo formal.
“Por supuesto, Ricardo. Toma asiento. ¿Te ofrezco algo de beber? ¿Un café?”
“No, gracias”, cortó él. “He venido a tratar un asunto… un asunto sobre Tomás.”
Diego se reclinó en su sillón de cuero, preparándose mentalmente para la conversación que se avecinaba. Conocía a Ricardo desde hacía quince años. Eran amigos antes de ser cuñados. Sabía que Ricardo solo se presentaba así, con esa rigidez de tribunal, cuando algo le perturbaba de verdad.
“¿Le ocurre algo a Tomás?”
“Al contrario. Según me dicen, está estupendamente. Más feliz de lo que nunca ha estado desde que… desde que Laura nos dejó.”
“Precisamente de eso es de lo que quiero hablar”, replicó Ricardo, cruzando las piernas y adoptando su característica pose de abogado litigante. “Me he enterado de que has contratado a una nueva cuidadora.”
“Así es. Y ha sido la mejor decisión que he tomado en años. Tomás la adora.”
Ricardo desvió la mirada hacia la ventana, observando a Alicia y Tomás, que ahora jugaban con bloques de madera en el jardín. Su expresión se endureció visiblemente.
“Una empleada de limpieza. Diego, ¿has perdido el juicio? ¿Has puesto a una… limpiadora… a cargo del heredero de la fortuna Valbuena?”
Diego sintió cómo la ira comenzaba a bullir en su interior, pero logró contenerse. “He puesto a una mujer que adora a mi hijo, y a quien mi hijo adora, a cuidarlo. Su ocupación anterior es irrelevante.”
“¡Claro que es relevante!”, se alteró Ricardo, poniéndose de pie. “¡Tomás representa el futuro de esta familia! ¡De tu imperio! Heredará un imperio que costó décadas construir. No puede criarlo una persona cualquiera, una… una chica de barrio.”
“Alicia no es una persona cualquiera”, replicó Diego, levantando la voz. “Ella logró lo que nueve ‘profesionales’ no pudieron. Logró devolverle la sonrisa a mi hijo. Logró que él volviera a verme como su padre. Y eso, Ricardo, vale más que todos los títulos universitarios del mundo.”
“Diego, por favor, comprendo tu gratitud por la ayuda que le ha brindado a Tomás en un momento de crisis. Pero te pido que pienses a futuro. ¿Qué clase de formación puede ofrecerle esa mujer? ¿Qué valores va a inculcarle? ¿Modales de Vallecas?”
“¡Le enseñará el valor del amor y del afecto! ¡Que es precisamente lo que más necesita en este momento!”, gritó Diego.
En ese instante, Ricardo se acercó al escritorio de Diego. “No estás razonando con claridad. Estás permitiendo que la gratitud, o quizás la soledad, nuble tu criterio.”
“Mi criterio está más claro que nunca. Mi hijo se estaba consumiendo, le estaba dando la espalda al mundo entero, hasta que apareció Alicia. Ahora es un niño normal. Un niño feliz.”
“¿Y crees que Laura…?”, inquirió Ricardo, y su voz bajó a un siseo peligroso. “¿Crees que ella aprobaría esto?”
Ese fue un golpe bajo.
“Mi hermana soñaba con ver crecer a Tomás rodeado de las mejores influencias, con la educación más selecta. ¡No criado por una mujer de suburbio que a duras penas sabe leer de corrido!”
Diego se puso de pie de un salto, golpeando la mesa. “¡No te atrevas a hablar por Laura como si supieras qué pensaría! ¡Y mucho menos insultes a Alicia bajo mi techo!”
“Perdona si he sido brusco, Diego. Pero es que estoy realmente preocupado. Tomás es mi sobrino. Y como custodio de su patrimonio, también es mi responsabilidad velar por su bienestar.”
“Antes que tu sobrino, Tomás es mi hijo”, replicó Diego con una firmeza inquebrantable.
Justo en ese instante, la puerta del despacho se entreabrió y apareció Alicia, con Tomás en brazos. El niño venía sonriente, sudoroso y con un vaso de plástico en la mano.
“Disculpe la interrupción, Señor Diego. Es que Tomás tiene sed y pedía agua”, dijo Alicia, deteniéndose en seco al percatarse de que él no estaba solo. “Oh, perdón. No sabía que tenía visita.”
“No te preocupes, Alicia. Pasa. Sírvele agua fresca en la cocina”, dijo Diego, suavizando su tono al instante.
La mirada de Tomás se posó en Ricardo con curiosidad. Ya había visto a su tío en contadas ocasiones desde el funeral de su madre, pero su presencia, siempre tan rígida y seria, lo cohibía.
“Hola, Tomás”, le dijo Ricardo, esbozando una sonrisa forzada que no llegaba a sus ojos. “¿Cómo estás, campeón?”
Tomás no respondió. Se refugió en el cuello de Alicia y susurró apenas audible: “Fía… agua.”
“Vamos a por tu agüita, mi amor”, le susurró Alicia, dándole un beso en la coronilla y saliendo del despacho.
Ricardo no perdía detalle de la escena. Observó con una intensidad palpable el modo en que Tomás se aferraba a ella, la ternura de sus besos, y cómo ella le correspondía con un cariño genuino. Y aquello, lejos de enternecerlo, pareció revolver algo oscuro en su interior.
En cuanto Alicia se retiró con Tomás, Ricardo se giró bruscamente hacia Diego.
“¿Has visto eso? ¿Has visto cómo se ha comportado conmigo? Tomás casi ni me reconoce. ¡Soy su tío! ¡El hermano de su madre! Y aún así, prefiere a esa mujer… simplemente porque pasa todo el santo día con él.”
“Ricardo, es natural. Siente más apego por quien lo cuida a diario.”
“¡Y es precisamente eso lo que me aterra!”, exclamó Ricardo. “Esa mujer está borrando el recuerdo de Laura. ¡Está usurpando un lugar que debería ser sagrado!”
La furia se apoderó de Diego. “¡Alicia no está borrando nada! ¡Está ayudando a mi hijo a sanar, a sentir que vive de nuevo!”
“¿Y si oculta segundas intenciones? ¿Y si lo único que le interesa es tu fortuna? ¿No lo has pensado?”
“Alicia no es así. Es una persona íntegra y honesta”, replicó Diego, aunque la duda, como una semilla venenosa, había sido plantada.
“Estás siendo ingenuo. Una mujer joven, atractiva y sin recursos, al cuidado de un viudo adinerado y vulnerable. Por favor, Diego, ¡es el cuento más viejo del mundo!”
“¡Se acabó!”, exclamó Diego, señalando la puerta. “¡Se acabó, Ricardo! No pienso tolerar ni un minuto más que difames a una mujer que solo ha traído bondad a mi familia.”
Ricardo respiró hondo, recomponiendo su máscara de abogado. “Lo siento, Diego. Mi intención no es pelear. Solo me preocupa el porvenir de Tomás.”
“El futuro de Tomás está más que garantizado. Tiene un padre que lo adora y ahora tiene a alguien que lo cuida con un cariño inmenso. Y eso es todo lo que un niño necesita.”
“Espero, de verdad, que no te equivoques”, dijo Ricardo mientras recogía su impecable maletín de piel. “Pero que lo sepas. Estaré observando la situación muy de cerca. Y si percibo la más mínima incorrección, tomaré las medidas necesarias para proteger a Tomás.”
“Puedes estar tranquilo. Aquí no hay nada incorrecto que ver.”
Ricardo se marchó sin despedirse, dejando a Diego con un amargo presentimiento. Conocía a su cuñado lo bastante bien como para saber que no se daría por vencido tan fácilmente. Y eso le angustiaba mucho más de lo que estaba dispuesto a reconocer.
Dos semanas después de aquella tensa visita, Diego se encontraba desayunando solo en el inmenso comedor. Alicia y Tomás habían salido a su paseo matutino por el parque del Retiro. Su teléfono móvil empezó a sonar de forma insistente. Era Laura Suárez, su asistente.
“Señor Diego, tiene que ver las noticias. ¡Ahora mismo!”, le urgió Laura en cuanto él descolgó. Su voz sonaba alarmada. “Está por todas las redes sociales. En todos los portales de cotilleos.”
“¿El qué está en las redes, Laura? No tengo tiempo para…”
“Fotos, señor. Fotos suyas. Con Alicia. Y con Tomás. Los titulares… son espantosos.”
Diego sintió un nudo en el estómago. “¿Qué imágenes? ¿De qué hablan?”
“De su paseo de ayer en el parque. Alguien les tomó una foto a los tres juntos, comiendo un helado. Han tejido una historia espeluznante.”
Diego revivió aquel paseo en su mente. Había sido la primera vez que salía con Tomás al parque desde el fallecimiento de Laura. Alicia había sugerido que un poco de aire fresco y sol le harían maravillas al niño, y Diego, sintiéndose más ligero, había accedido a acompañarlos. Habían reído. La cara de Tomás se iluminó de pura alegría mientras corría por el césped, y ellos dos, Diego y Alicia, charlaban sobre cosas sencillas de la vida. Había sido… normal. Feliz.
“Mándame los enlaces. Ahora mismo”, pidió Diego, caminando con paso rápido hacia el ordenador de su despacho.
En apenas unos instantes, las noticias aparecieron en la pantalla. Y los titulares eran mucho, mucho peores de lo que Laura le había anticipado.
“LA OPORTUNISTA DEL BALDE: La nueva ‘niñera’ del viudo de la Castellana.” “¿CAMBIA EL LUTO POR LA MUJER DE LA LIMPIEZA? El viudo multimillonario y su nueva conquista.” “MILLONARIO PONE A SU HEREDERO EN RIESGO con una niñera sin cualificación.” “EL AMOR QUE FLORECIÓ JUNTO AL CUBO DE LA LIMPIEZA.”
Las fotos eran las que temía. Momentos inocentes, brutalmente sacados de contexto. En una de ellas, Diego reía abiertamente por algo que Alicia le había dicho. En otra, Alicia sostenía a Tomás en su regazo, limpiándole el helado de la cara, mientras Diego los miraba con una sonrisa tierna. Para cualquiera que desconociera la verdad, podrían parecer una pareja enamorada con su hijo.
Pero lo realmente venenoso eran los artículos. “Fuentes anónimas” y “cercanas a la familia” afirmaban que Alicia era una mujer negligente, movida por el interés, que ponía al niño en peligro y que había seducido a su jefe en un momento de extrema vulnerabilidad. Una de las notas, la más cruel, llegaba a insinuar que Diego estaba traicionando la memoria de su fallecida esposa.
“Hijos de la gran…”, murmuró Diego, cerrando los puños. Sabía perfectamente quién era esa “fuente cercana a la familia”. Ricardo.
Justo en ese momento, Alicia entró en el salón, empujando el carrito de Tomás. El niño venía dormido, con el rostro relajado.
“Buenos días, señor Diego”, dijo ella, con su habitual sonrisa, notando de inmediato su semblante tenso. “¿Ha ocurrido algo?”
Diego cerró el portátil de golpe. “No. No, todo está bien. ¿Cómo durmió Tomás?”
“Popa”, balbuceó Tomás, despertándose y extendiendo sus pequeños brazos hacia su padre.
Diego lo tomó en su regazo, abrazándolo con una fuerza protectora. “Buenos días, mi niño. ¿Dormiste bien?”
El teléfono de Diego volvió a sonar. Miró la pantalla. Carlos Benítez, el presidente del Consejo de Valbuena Capital, su empresa. Malas noticias.
“Diego, tenemos que hablar. De inmediato.” La voz de Carlos era grave.
“Ahora no puedo, Carlos. Estoy con mi hijo.”
“Es justamente sobre ese tema que debemos hablar. Esto se está convirtiendo en un escándalo público. ¡Está afectando a las acciones de la empresa!”
Diego suspiró con pesadez. “Voy para allá.”
Colgó y miró a Alicia, que lo observaba con una inquietud evidente. “Tengo que resolver unos problemas en la oficina. ¿Puedes quedarte con Tomás?”
“Claro que sí. Pero… se le nota muy nervioso. ¿Está seguro de que todo va bien?”
“Sí, todo en orden”, mintió. “Vuelvo para la comida.”
Diego besó la frente de Tomás y salió del ático, sabiendo perfectamente que estaba mintiendo. Nada estaba bien. Y tenía el horrible presentimiento de que las cosas estaban a punto de empeorar drásticamente.
Al llegar a la imponente sede de Valbuena Capital, Carlos Benítez no se anduvo con rodeos.
“Diego, ¿qué diablos está pasando? ¿No eres consciente de la imagen que estás proyectando? Los inversores están llamando, alarmados por tu imagen pública. ¡Te ven como inestable! Algunos incluso han amenazado con retirar su capital si la ‘incertidumbre’ continúa.”
“Carlos, eso es ridículo. Mi vida personal no tiene nada que ver con el negocio.”
“¡Claro que sí! Cuando tú eres la cara de la empresa, tu imagen afecta directamente a nuestros resultados.” Carlos le mostró varias tabletas con las noticias de cotilleo. “Mira esto. ‘Millonario irresponsable pone en peligro a su heredero.’ ‘Viudo sustituye a su difunta esposa por una limpiadora interesada.’ ¡Esto es nefasto para nuestra reputación!”
“¡Eso es una sarta de mentiras, Carlos! ¡Alicia es un ser humano excepcional! ¡Ha logrado un verdadero milagro con Tomás!”
“Que sean mentiras o no, es irrelevante”, dijo Carlos con frialdad. “Lo único que cuenta es la percepción del público. Y ahora mismo, te perciben como un padre irresponsable y un hombre… fácil de manipular.”
La furia hervía dentro de Diego. “Mi hijo se estaba consumiendo en su propia tristeza. Se estaba muriendo en vida. Y esa mujer, la que llaman ‘limpiadora’, lo rescató. ¡No pienso despedirla por culpa de simples habladurías!”
“Diego, por favor, piensa con la cabeza fría. Por el bien de la compañía. Por el bien de tu hijo. Puedes encontrar a otra niñera en un instante. Una con las credenciales apropiadas. Una que no levante esta clase de polvareda.”
“¡Tomás no acepta a nadie más! ¡Ya lo intenté con nueve niñeras antes de que llegara Alicia!”
“¡Pues entonces busca una institutriz inglesa! ¡Una niñera suiza! ¡Qué sé yo! ¡Alguien que dé la talla y encaje con el prestigio de la familia Valbuena!”
Justo en ese momento, el teléfono privado de Diego interrumpió la discusión. Era el abogado de la familia.
“Diego, tenemos un problema. Un problema muy grave.”
El corazón de Diego dio un vuelco.
“Ricardo Torres”, continuó el abogado, “acaba de presentar una moción de urgencia en el juzgado. Pone en duda tu idoneidad para cuidar de Tomás. Te acusa de negligencia y de conducta inapropiada.”
Diego sintió cómo el suelo se abría bajo sus pies. “¿Qué… qué hizo qué?”
“Ha presentado una solicitud de emergencia para revisar la custodia de Tomás. Dice que tiene fotografías y testimonios de gente que afirma que estás poniendo al niño en grave peligro.”
“¿Qué gente? ¿Qué clase de testimonios?”
“Al parecer, varias de las exniñeras que despediste… están declarando. Afirman que Tomás era un niño perfectamente normal y que, tras la llegada de esta… mujer sin preparación, el niño muestra signos de ‘apego inseguro’ y ‘conducta errática’.”
Diego terminó la llamada, pálido. Su mirada se clavó en Carlos, quien no se había perdido ni una sola palabra de la conversación.
“Ahora… ¿comprendes la magnitud de este desastre?”, preguntó Carlos con una frialdad calculadora. “Tienes que despedir a esa mujer. Hoy mismo. Si quieres tener la más mínima posibilidad de conservar la custodia de tu hijo.”
Diego sabía, con un nudo en el estómago que le impedía respirar, que Carlos tenía razón. Pero la sola idea de despedir a Alicia, de traicionarla de esa manera, lo destrozaba.
¿Cómo le explicaría a Tomás que la persona que más quería en el mundo, la que le había devuelto la vida, volvería a desaparecer?
Sin embargo, ¿cómo podía arriesgarse a perder a su propio hijo?
Diego regresó a casa a mediodía con el alma en un puño. Durante todo el camino, la conversación con Carlos y la llamada del abogado resonaban en su mente sin cesar. “Solicitud de emergencia”. “Revisión de la custodia”. “Negligencia”. Las palabras giraban en su cabeza como los fragmentos de una horrible pesadilla.
Al entrar en el salón, la escena que encontró le partió el corazón en mil pedazos.
Alicia y Tomás jugaban tranquilamente sobre la alfombra persa. Estaban construyendo una torre alta, altísima, con bloques de colores. Y la risa cristalina de Tomás llenaba la habitación cada vez que la torre, inevitablemente, se derrumbaba.
“¡Papi!”, exclamó el pequeño al verlo, y corrió, tambaleándose un poco, a refugiarse en sus brazos.
Diego lo alzó, abrazándolo con fuerza, sintiendo una punzada de dolor tan aguda que casi le corta la respiración. ¿Cómo decirle a esa pequeña criatura que estaba a punto de perder, otra vez, a una persona fundamental en su vida?
“Señor Diego, el almuerzo ya está servido”, dijo Alicia, mientras se levantaba con agilidad y recogía los juguetes. “Tomás comió de maravilla hoy. ¡Incluso repitió sopa de verduras!”
“Mmm, qué bien”, respondió Diego con una voz carente de emoción, una voz muerta.
Alicia lo observó con detenimiento. La sonrisa se borró de su rostro. “Parece usted preocupado. ¿Sucedió algo malo en la oficina?”
“Ha sido un día… difícil.” Diego dejó a Tomás suavemente en el suelo. El niño regresó de inmediato a sus bloques. “AlicIA. Tenemos que hablar. Es importante.”
El tono grave de Diego la puso en alerta de inmediato. “¿Pasa algo con mi madre? ¿Con el tratamiento?”
“No, no, tu madre está bien. El hospital ha confirmado que el tratamiento funciona. Es otra cosa.”
“¿Prefiere que acueste a Tomás primero?”
“No. Está bien. Puede seguir jugando. Siéntate, por favor.”
AlicIA obedeció y se sentó en el borde del sofá. Sus manos, siempre activas, ahora estaban quietas, entrelazadas sobre su regazo, en una espera tensa.
Diego empezó a caminar de un lado a otro de la sala, como un animal enjaulado, buscando desesperadamente las palabras adecuadas. No las había.
“Alicia, ¿recuerdas al cuñado de mi difunta esposa, a Ricardo? El señor que estuvo aquí hace unas semanas.”
“Sí, claro. El señor Torres.”
“Él… él ha presentado una demanda en el juzgado. Pone en duda mi capacidad para cuidar de Tomás.”
Alicia palideció. “¿Cómo… cómo es eso posible? ¡Usted es el mejor padre del mundo!”
“Argumenta que soy un negligente. Que pongo a Tomás en peligro al dejarlo al cuidado de… de alguien sin la preparación adecuada.”
“Pero… pero eso es una vil mentira”, susurró Alicia, sintiendo que le faltaba el aire. “Tomás jamás ha estado mejor cuidado. ¡Jamás ha estado más feliz!”
“Tanto tú como yo lo sabemos perfectamente. No obstante, Ricardo ha conseguido testimonios de algunas de las niñeras anteriores… Esas mujeres afirman que Tomás era un niño común y corriente hasta que llegaste tú.”
Alicia se puso de pie, alterada. “¿Cómo se atreven a decir algo así? ¡Fueron ellas mismas las que se marcharon porque no podían manejarlo! ¡Las que lo llamaban ‘caso perdido’!”
“Para colmo”, continuó Diego, incapaz de mirarla a los ojos, “han aparecido en internet fotos nuestras. Del paseo que dimos ayer por el parque del Retiro.”
“¿Fotos? ¿Qué clase de fotos? No hicimos absolutamente nada malo…”
Diego tomó su móvil y, con manos temblorosas, le enseñó los titulares. “La oportunista del balde”. “La limpiadora que sedujo al viudo”.
Alicia los leyó uno por uno, mientras sus ojos, esos ojos que siempre brillaban con tanta vida, se inundaban de lágrimas.
“Están… están insinuando que soy una cazafortunas”, susurró ella, con la voz rota. “Que solo me interesa su dinero.”
“Yo sé que eso no es cierto, Alicia. Lo sé.”
“Pero a la prensa, y al parecer, a un juez, la verdad le tiene sin cuidado”, dijo ella, entendiendo.
Tomás dejó de jugar. Había notado el cambio en el ambiente. Fijó su mirada en Alicia, notando su tristeza. Se acercó a ella y le puso su manita sobre la rodilla.
“¿Fía? ¿Tiste?”, preguntó con su vocecita tierna.
Alicia se arrodilló, incapaz de sostenerse, y abrazó al pequeño, tratando de ocultar sus lágrimas en el cabello del niño. “No, mi angelito. Fía no está triste.”
Pero Tomás no se lo creyó. Le dio un beso torpe en la mejilla y dijo, con una claridad que partió el alma de Diego: “Fía, quédate. Tomás quere a Fía.”
A Diego se le partió el corazón.
“Alicia… mi abogado ha sido muy claro. Para tener alguna posibilidad de conservar la custodia de Tomás, debo… debo proyectar la imagen de un padre estable y responsable.”
“Y mi presencia… mi presencia lo hace ver a usted como un irresponsable”, completó Alicia, con la voz quebrada.
“No es eso…”
“Sí lo es, señor Diego. Lo entiendo. Una simple empleada de Vallecas no es la persona idónea para cuidar al heredero de los Valbuena.”
“¡Tú sabes que yo no pienso de esa manera!”, gritó él, desesperado.
“Pero el mundo sí. Y eso está poniendo en riesgo que usted pierda a su hijo.” Diego se detuvo frente a ella.
“AlicIA. Esta es… esta es la decisión más difícil que he tomado en mi vida. Tú salvaste a mi hijo. Nos salvaste a los dos. Pero si Ricardo… si Ricardo me quita la custodia de Tomás…”
“Usted no volverá a ver a su hijo jamás”, concluyó Alicia por él. “Entiendo, señor Diego. De verdad que lo entiendo.”
Tomás los miraba alternativamente, con sus ojitos verdes llenos de confusión, sintiendo la tensión en el ambiente, aunque no comprendía lo que sucedía.
“¿De cuánto tiempo dispongo?”, preguntó Alicia, esforzándose por mantener la firmeza en su voz, secándose las lágrimas con rabia.
“La vista judicial es la próxima semana. Mi abogado… mi abogado me ha recomendado que ya no te encuentres aquí para cuando el juez realice su investigación.”
Alicia asintió, tragando saliva. Besó la cabecita de Tomás. “Comprendo. Iré a empacar mis cosas.”
“Alicia… por favor. Recibirás una generosa indemnización. Más de lo que habíamos hablado. Y yo… yo seguiré cubriendo el tratamiento de tu madre, pase lo que pase. Te lo juro.”
“Gracias”, respondió ella escuetamente.
Diego se acercó un paso más, roto. “¿Cómo… cómo vamos a decirle a Tomás?”
“Déjeme eso a mí”, dijo ella, poniéndose en pie con Tomás aún en brazos. Su dignidad era asombrosa. “Inventaré algo… algo que él pueda comprender. Una mentira piadosa.”
Alicia se puso en pie y caminó, con la espalda recta, hacia la habitación del niño.
Diego se quedó inmóvil en mitad del salón, sintiéndose el ser más despreciable, el peor padre del universo. Estaba sacrificando la felicidad de su hijo por no perder el derecho a criarlo.
Desde la habitación, escuchó la dulce voz de Alicia, explicándole a Tomás que tenía que hacer un viaje. Un viaje largo. Para cuidar a su abuelita, que estaba muy enferma. Pero que regresaría. Que regresaría muy pronto.
El pequeño sollozó un poco, pero pareció aceptar la explicación.
Diego sabía que era una mentira. Una mentira piadosa. Alicia no volvería jamás. Y Tomás tardaría muchísimo tiempo en comprender por qué, otra vez, la persona a la que más amaba en el mundo había desaparecido de su vida.
Habían transcurrido tres días desde la partida de Alicia. Tres días que parecieron tres siglos. El ático de los Valbuena se había sumido nuevamente en un manto de silencio y tristeza. Un silencio que solo se rompía por el llanto.
El pequeño Tomás lloraba sin consuelo.
“¿Fía? ¿Dónde Fía?”, preguntaba decenas de veces al día, con sus ojitos enrojecidos e hinchados de tanto llorar. Se negaba a probar bocado. Rechazaba los juguetes.
Diego, desesperado, había contratado a una nueva cuidadora, una experta en pedagogía infantil recomendada por su abogado, una mujer suiza con referencias inmejorables. Pero el niño la rechazaba de plano. Le gritaba. Le mordía.
“Fía fue a cuidar a su abuelita, ¿te acuerdas? Pero volverá muy pronto”, le mentía Diego, sintiendo cómo se le partía el alma cada vez que veía la desolación en la mirada de su hijo.
Mientras tanto, en el hospital La Paz, Alicia velaba día y noche junto a la cama de su madre. La salud de Sara había empeorado ligeramente desde que Alicia tuvo que dejar el trabajo. El dinero de la generosa liquidación que Diego le había entregado cubría el tratamiento, pero Alicia era consciente de que no duraría para siempre. Y sin un trabajo, la incertidumbre de cómo pagar las medicinas futuras la ahogaba.
“Hija… te veo muy delgada”, le dijo Sara con un hilo de voz desde la cama. “¿Estás comiendo como se debe?”
“Sí, mamá. No te preocupes por mí”, respondió Alicia, forzando una sonrisa que no le llegaba a los ojos.
“¿Y ese trabajo de niñera? ¿Cómo está el pequeño?”, insistió su madre.
A Alicia se le llenaron los ojos de lágrimas. No le había contado a su madre la verdad de lo sucedido. No quería preocuparla. “Él… él está muy bien, mamá. Está creciendo mucho. Y aprendiendo cosas nuevas.”
“Hablabas de él con tanto amor”, observó su madre, con esa sabiduría que tienen las madres. “Parecía que de verdad le habías tomado un cariño inmenso.”
“Sí”, susurró Alicia, incapaz de contener un sollozo. “Le cogí un cariño enorme. Tomás es un niño realmente especial.”
Llegó el día de la audiencia. Diego sentía un nerviosismo que nunca antes había experimentado. Ni en la OPA más hostil. Su abogado, el doctor Morales, había preparado una defensa sólida, pero ambos sabían que la situación era extremadamente delicada.
“Recuerde, Diego”, le aconsejó Morales en la entrada del juzgado. “Mantenga la calma en todo momento. Limítese a responder lo que se le pregunte. No caiga en las provocaciones de Ricardo. Será agresivo.”
“Estoy preparado”, respondió Diego. Aunque la procesión iba por dentro.
La sala estaba abarrotada. Ricardo había llegado flanqueado por dos abogados de su prestigioso bufete y con una pila de documentos. En el otro lado, Diego solo contaba con la compañía del doctor Morales.
“Señoría”, comenzó Ricardo en cuanto le dieron la palabra, con su voz de barítono bien entrenada. “Comparezco hoy ante usted movido por una profunda y dolorosa preocupación por el bienestar de mi sobrino, Tomás Valbuena.”
“Desde el fallecimiento de mi querida hermana Laura, he observado con creciente alarma las imprudentes y negligentes decisiones de mi cuñado.”
Diego apretó los puños bajo la mesa, pero logró contenerse.
“La más grave de todas”, continuó Ricardo, “fue la de contratar a una simple limpiadora, sin cualificación alguna, para el cuidado de un niño de apenas un año. Una muchacha de las afueras. Sin la educación apropiada. Sin conocimientos de primeros auxilios. Carente de toda preparación para atender al heredero de una de las familias más influyentes de Madrid.”
“Objeción, señoría. El señor Torres está emitiendo juicios de valor”, saltó el abogado de Diego.
“Deje que el señor Torres termine”, interrumpió el juez, con rostro severo.
“Como lo demuestran los testimonios notariados de las niñeras previas”, continuó Ricardo, “Tomás era un niño normal, que sobrellevaba el duelo por la ausencia de su madre. Pero tras la llegada de esta mujer, el niño desarrolló una dependencia enfermiza y anómala hacia ella. Hasta el punto de rechazar a otras profesionales altamente cualificadas.”
Diego sintió que la rabia le quemaba por dentro, pero respiró hondo, como le había pedido Morales.
“Además, las fotografías que se publicaron en la prensa, y que adjunto como prueba, muestran a mi cuñado en situaciones más que inapropiadas con dicha empleada. Lo que sugiere una relación que va mucho más allá de lo estrictamente profesional. Esto es tremendamente perjudicial para la formación moral del pequeño Tomás.”
“¡Eso es mentira!”, Diego no pudo contenerse más.
“¡Señor Valbuena! ¡Le ruego compostura o le haré desalojar la sala!”, le advirtió el juez con severidad.
Ricardo esbozó una sonrisa de triunfo. Complacido. “Señoría, por el bien de mi sobrino, solicito formalmente que la custodia del pequeño Tomás me sea otorgada. Soy yo quien puede brindarle la estabilidad, la seguridad y la esmerada educación que él tanto merece.”
El ambiente en la sala era denso. Al llegar el momento de la defensa, el doctor Morales se puso en pie con una serenidad que sorprendió a Diego.
“Su Señoría, la defensa del señor Valbuena es simple: ama a su hijo. Y todas las decisiones que ha tomado, acertadas o no, han sido por el bienestar de Tomás.”
“Abogado, las pruebas de negligencia son…”, empezó el juez.
“Pruebas circunstanciales, Señoría. Y testimonios comprados. Antes de proceder, quisiera convocar a un testigo clave. Una testigo cuya declaración podría arrojar luz sobre muchos aspectos… oscuros… de este caso.”
El juez frunció el ceño. “¿De qué testigo habla, Morales? No estaba en la lista.”
“Una testigo de última hora, Señoría. Con su venia, llamo a declarar a la doctora Carmen Ríos, la enfermera jefa de planta del hospital La Paz.”
La sorpresa se dibujó en el rostro de Diego. ¿Qué tenía que ver una enfermera de La Paz? Miró a su abogado, pero este le hizo un gesto de calma.
Ricardo Torres, en cambio, se puso pálido.
Una mujer de unos cincuenta años, con el uniforme de enfermera bajo una chaqueta, ingresó a la sala y prestó juramento.
“Doctora Ríos”, comenzó a interrogar el abogado Morales. “¿Conoce usted al señor Ricardo Torres, aquí presente?”
“Sí. Sí, lo conozco”, dijo ella con voz firme.
“¿Podría relatarnos las circunstancias en las que lo conoció?”
“Él me buscó. Hace un par de semanas. En el hospital. Me abordó en la cafetería con una proposición… bastante inusual.”
El color abandonó completamente el rostro de Ricardo.
“¿A qué clase de proposición se refiere, doctora?”
“Me ofreció una suma de dinero considerable. Cincuenta mil euros.”
“¿A cambio de qué?”, preguntó Morales.
“A cambio de que yo mintiera. De que declarara aquí, bajo juramento, que una de mis pacientes, Sara Mendoza, había sido desamparada por su hija. Que su hija, Alicia Mendoza, la había abandonado en el hospital.”
Un murmullo de asombro se extendió por toda la sala.
“¿Y cuál fue su respuesta, doctora?”
“Le respondí que jamás me prestaría para algo así. Alicia es una de las hijas más entregadas y amorosas que he conocido en veinte años de carrera. Ella viene a verla todos los santos días. Cuida de su madre con un amor y una ternura inmensos. Jamás ha faltado a una sola cita médica, ni a una sola noche.”
“¿Le preguntó por qué quería que usted dijera esa falsedad?”
“Sí. Y me confesó”, dijo la doctora, mirando directamente a Ricardo, “que necesitaba demostrar que Alicia era una persona irresponsable e inmoral. Para poder alejarla de su sobrino.”
Diego clavó la mirada en Ricardo. Su cuñado estaba sudando, lívido.
“¿Desea añadir algo más, doctora?”
“Sí, de hecho. Alicia solía hablarme de su trabajo como niñera. Se refería al pequeño Tomás con un amor tan profundo que parecía que hablaba de su propio hijo. Siempre decía que jamás había conocido a un niño tan dulce e inteligente, y que solo necesitaba amor para sanar.”
El juez dirigió una mirada severa, glacial, a Ricardo. “Señor Torres… ¿tiene algo que decir en su defensa?”
Ricardo intentó articular una respuesta. Abrió la boca, la cerró. “Yo… yo… Señoría, yo solo intentaba proteger a mi sobrino…”
“¿Intentando corromper a un testigo? ¿Fabricando pruebas falsas?”, tronó el juez.
“¡No! ¡No fue exactamente así! ¡Esa mujer miente!”
El juez golpeó la mesa con el mazo. “¡Silencio! Señor Torres, su petición de custodia queda denegada. Y eso no es todo. Ordeno que se inicie una investigación en su contra por intento de soborno y perjurio.”
Diego sintió que un peso enorme, el peso del mundo, se le quitaba de encima. Estaba libre. Tomás estaba a salvo. Pero sabía que había algo que debía hacer. Algo urgente.
En cuanto la audiencia fue declarada conclusa, Diego ni siquiera esperó a que el juez abandonara la sala. Salió corriendo del tribunal. Mientras bajaba las escaleras a toda prisa, llamó a Laura Suárez.
“¡Laura! ¡Necesito saber de inmediato en qué hospital se encuentra la madre de Alicia! ¡La señora Sara Mendoza! ¡Es urgente!”
“Ya lo sé, señor”, dijo Laura, que siempre iba un paso por delante. “Está en el hospital La Paz. Planta 4. Habitación 4212.”
Diego se subió a su coche y condujo. Condujo con una urgencia que nunca antes había sentido. No le importaron los atascos ni los semáforos. Durante todo el camino no dejaba de pensar en qué le diría a Alicia. En cómo se disculparía por haberla despedido. Por haber desconfiado de ella. Por haber sido un cobarde.
Pero por encima de todo, pensaba en Tomás. Que no había dejado de llorar desde que ella se marchó.
Al llegar al hospital, recorrió los pasillos a toda velocidad, sin hacer caso a las enfermeras que le pedían que fuera más despacio. Encontró la habitación 4212.
A través de la pequeña ventana de la puerta, la vio.
Alicia estaba sentada junto a la cama, dormida en la silla, con la cabeza apoyada en el colchón, sosteniendo con ternura la mano de una mujer frágil que parecía dormir profundamente.
Diego tocó suavemente la puerta antes de entrar.
Alicia alzó la vista, asustada, y luego sorprendida. “¡Señor Diego! ¿Qué… qué está haciendo aquí? ¿Cómo… cómo le fue en la audiencia?”
“Ganamos”, dijo Diego, aún sin aliento. “Ganamos, Alicia. Ricardo… ha sido desenmascarado. El juez desestimó su petición.”
Alicia se puso de pie, desconcertada. “¿Desenmascarado? Pero, ¿cómo?”
“Intentó comprar a la jefa de enfermeras. A Carmen. Quería que mintiera sobre ti. Que dijera que habías abandonado a tu propia madre.”
“Qué… qué ser tan despreciable”, susurró Alicia.
“Alicia”, susurró él, acercándose. “He venido para… para suplicarte perdón. Y para rogarte que regreses a casa.”
“Señor Diego, por favor…”
“Déjame terminar”, la interrumpió él, tomándola suavemente por los hombros. “Me comporté como un cobarde. Debía haber luchado por ti desde el primer instante. Debí haberle plantado cara a Ricardo, a la prensa y al consejo de mi empresa.”
Alicia bajó la mirada. “Usted hizo lo que consideró mejor para Tomás.”
“¡No!”, dijo él con una pasión que la sorprendió. “Elegí el camino más fácil para mí. Y en el proceso, lastimé a las dos personas que más amo en este mundo.”
Alicia lo miró, completamente atónita. “¿Las… dos personas?”, preguntó ella, con el corazón en un puño.
Diego se acercó un paso más. Sus ojos no se apartaban de los de ella. “Alicia, en estos tres meses, no solo salvaste a mi hijo. También me salvaste a mí. Me recordaste cómo ser un padre de nuevo. Me demostraste que la felicidad… todavía era posible para mí.”
“Señor Diego, yo…”
“Y me enamoré de ti”, confesó él finalmente. “Me enamoré de tu fuerza, de tu bondad, de tu corazón. No como un jefe de su empleada. Sino como un hombre de una mujer. Como se forma una familia.”
Alicia sintió cómo las lágrimas, esta vez de pura incredulidad, inundaban sus ojos. “Pero… pero somos de mundos tan distintos. Usted… yo…”
“Solo somos dos almas que se encontraron justo cuando más se necesitaban.”
En ese preciso instante, la puerta de la habitación se abrió de golpe.
“¡FÍA!”
Una vocecita familiar gritó. Era el pequeño Tomás. Se había escapado de su nueva niñera, que venía corriendo detrás de él por el pasillo.
El niño corrió, con sus piernecitas todo lo rápido que podían, directo hacia Alicia. Se arrojó a sus brazos, llorando de pura alegría.
“¡FÍA! ¡FÍA, VOLVISTE! ¡TOMÁS TE EXTRAÑÓ!”
Alicia lo acunó en su regazo, cayendo de rodillas al suelo, y lo llenó de besos, mientras sus propias lágrimas mojaban el rostro del niño. “¡Yo también te eché de menos, mi pequeño ángel! ¡Muchísimo!”
“Fía, quédate. Fía, no te vayas. ¡Nunca más!”, suplicó el niño, aferrándose a su cuello.
Alicia levantó la vista hacia Diego, quien contemplaba la escena con los ojos humedecidos. “Eso… eso depende de tu papá”, le susurró ella al niño.
Diego se acercó. Se arrodilló junto a ellos en el suelo del hospital. Y con una ternura infinita, acarició el rostro de Alicia.
“Vuelve a casa, Alicia. Vuelve… para que seamos una familia. De verdad.”
En ese momento, una voz débil se escuchó desde la cama.
“Hija…”
Los ojos de Sara se habían abierto con lentitud. La habían despertado las voces. Contemplaba la escena con una leve sonrisa.
“¡Mamá!”, dijo Alicia, acercándose a la cama sin soltar a Tomás. “¿Cómo te sientes?”
“Mucho mejor”, respondió Sara con un hilo de voz. “Mucho mejor ahora que vuelvo a verte sonreír. Y tú… tú debes ser el famoso Tomás.”
Tomás observó a la señora con curiosidad y la saludó con timidez desde los brazos de Alicia. “Hola, abuela de Fía.”
Sara soltó una risita suave. “Hola, mi pequeño… nieto.”
Diego se aproximó a la cama. “Señora Sara. Mi nombre es Diego Valbuena. Es un verdadero placer.”
“El placer es todo mío, señor. Gracias por cuidar también de mi hija.”
“En realidad”, dijo Diego, mirando a Alicia, “ha sido ella quien nos ha cuidado a nosotros.”
Sara paseó su mirada de su hija a Diego, y luego a Tomás. “Ustedes dos… ustedes dos se aman, ¿cierto?”
El rostro de Alicia se encendió como una amapola, pero Diego respondió sin la menor vacilación. “Sí, señora. Amo a su hija. Y amo a este niño más que a nada en este mundo.”
“Entonces”, dijo Sara, apretando la mano de su hija, “no pierdan ni un segundo más. La vida es demasiado breve como para dejar escapar el amor cuando llama a tu puerta.”
Alicia miró a su madre, y luego a Diego. “Mamá, es que… el señor Diego es… él es…”
“Él es el hombre que te ama. Y al que tú también amas”, la interrumpió Sara. “Lo veo en tu mirada, hija mía. Es el mismo brillo que tenían mis ojos cuando conocí a tu padre.”
Diego, aún con Tomás en brazos, se arrodilló junto a la cama de Sara. “Señora Sara… le prometo que cuidaré y amaré a Alicia por el resto de mis días. Y me haría inmensamente feliz… que viniera a vivir con nosotros en cuanto salga del hospital.”
“¿Diego?”, susurró Alicia, con la voz quebrada por la emoción.
“Tomás necesita tener a su abuela cerca”, continuó Diego, mirando a su hijo. “Y yo quiero que nuestra familia esté completa. ¿Verdad que sí, campeón?”
“¡Abuela! ¡Abuela, ven a casa!”, exclamó Tomás, aplaudiendo con entusiasmo.
Mientras aplaudía con entusiasmo, Sara sonrió con los ojos llenos de lágrimas de alegría. “Para mí… para mí sería un verdadero honor formar parte de su familia.”
Alicia, con el corazón desbordado de emoción, apenas podía hablar. “Diego, ¿estás seguro? ¿De verdad… estás completamente seguro de que esto es lo que quieres?”
“Jamás he estado más seguro de algo en toda mi vida”, respondió Diego, tomando con delicadeza la mano libre de Alicia. “Quiero que te cases conmigo, Alicia. Anhelo que seamos una verdadera familia.”
“¡Boda!”, exclamó Tomás, aplaudiendo aún más emocionado. “¡Fía, cásate con papá!”
La inocente emoción del niño desató las risas de todos en la habitación. Alicia dirigió su mirada a Diego, a Tomás, y a su madre, y sintió en lo más profundo de su alma que, finalmente, después de tanto luchar, había encontrado su lugar en el mundo.
“Entonces… sí”, susurró suavemente. “Sí, acepto.”
Diego la besó con una ternura infinita, allí mismo, en la habitación del hospital, mientras Tomás aplaudía y Sara no podía contener las lágrimas de felicidad.
Dos meses después, Alicia y Diego unieron sus vidas en una ceremonia sencilla e íntima, celebrada en el jardín de la azotea de su ático en el Paseo de la Castellana.
Sara, ya completamente recuperada gracias al tratamiento y viviendo con ellos, fue la encargada de llevar a su hija hasta el altar improvisado en el salón.
El pequeño Tomás fue el paje de honor. Con un diminuto traje, portó las alianzas sobre un cojincito de terciopelo azul.
“¡Papi se casa con Fía!”, exclamó justo cuando Diego besaba a la novia, arrancando una sonrisa a todos los invitados. Doña Elena, que lloró de emoción, había preparado un banquete especial, y la pequeña familia celebró su unión hasta bien entrada la noche.
Cuando Tomás por fin se quedó dormido en brazos de Alicia, agotado de tanto jugar, Diego y Alicia se quedaron a solas en la terraza, contemplando el manto de luces de Madrid.
“¿Te das cuenta de que todo esto empezó por una tubería rota?”, preguntó Alicia, acurrucada en los brazos de su esposo.
“Empezó mucho antes”, respondió Diego, besándole el cabello. “Comenzó la primera vez que Tomás lloró y yo no tenía idea de cómo calmarlo. El destino solo estaba esperando el momento adecuado para que tú entraras en nuestras vidas.”
“¿Y Ricardo?”, preguntó ella en un susurro.
“Si intenta algo, no podrá”, dijo Diego con firmeza. “El juez fue muy claro sobre las consecuencias de sus actos. Además, ahora somos una familia legalmente constituida. Ya no tiene ningún derecho sobre Tomás.”
Alicia sonrió y se giró para mirar a Diego a los ojos. “Te amo. Lo sabías, ¿verdad?”, le dijo ella.
“Y yo te amo a ti. Tú y Tomás… sois el mejor regalo que la vida podía darme.”
Desde la habitación, se escuchó la voz adormilada de Tomás. “Fía… Papá…”
“Estamos aquí, mi cielo”, respondió Alicia, caminando hacia el cuarto, de la mano de Diego.
Tomás estaba sentadito en la cama, frotándose los ojos. “Soñé que Fía se iba otra vez.”
“Fue solo una pesadilla, mi amor”, le consoló Diego, sentándose a su lado y acariciándole el cabello. “Ella no se va a ir. Nunca más. Ahora es parte de nuestra familia. Para siempre.”
“¿Para siempre… de verdad?”, preguntó el pequeño.
“Para siempre de verdad”, confirmó Alicia, dándole un beso en la frente. “Ahora soy tu mamá. De verdad.”
Tomás sonrió, una sonrisa plena y feliz. Volvió a acurrucarse en la cama, sin soltar la mano de Alicia por un lado, y la de Diego por el otro.
“Buenas noches, mamá Fía. Buenas noches, papá.”
“Buenas noches, cariño”, respondieron ellos al unísono.
Y mientras veían a Tomás volver a dormirse, Diego y Alicia supieron que habían encontrado algo único y precioso. Una segunda oportunidad para la felicidad.
Aquel bebé que en su día había ahuyentado a todas las niñeras se había convertido en el cupido inesperado que unió dos almas solitarias para formar una familia rebosante de amor.
Y en aquel ático del Paseo de la Castellana, donde antes solo reinaban la tristeza y el silencio, ahora resonaban las risas, los juegos y la certeza de que el amor verdadero es capaz de superar cualquier obstáculo. Sin importar de dónde venga, o cómo llegue a nuestras vidas.
La historia del millonario viudo, de la humilde joven que cuidaba de su hogar, y del bebé que supo reconocer el amor más puro, había tenido el desenlace más hermoso posible: el de una familia unida por aquello que verdaderamente importa, lo que de verdad tiene valor en la vida.