El Bar Nocturno

En la carretera vieja que conecta Poza Rica con Tuxpan, justo en el tramo entre San Rafael y El Higo, había un lugar que todos conocían pero nadie mencionaba en voz alta: El Bar Nocturno.

De día era solo una casita de lámina con un letrero descolorido.
De noche, sin embargo, se llenaba de luces rojas, música grupera y risas ahogadas en humo y tequila.

Yo —Lucía— trabajaba ahí desde hacía casi un año.
Éramos seis mujeres. La más famosa era María del Sol, una mujer de unos treinta y tantos, de mirada profunda y sonrisa que sabía esconder el dolor. Los clientes siempre pedían por ella.

Nadie sabía de dónde venía. Solo que cada mes enviaba un sobre grueso, lleno de billetes, a un tal “Tomás H.” en Monterrey.


Esa noche de sábado, el bar estaba a reventar.
A eso de la una, mientras recogía los vasos de una mesa, vi salir a María del Sol del cuarto VIP.
Su cara estaba blanca, casi transparente, y los labios le temblaban.

Se me acercó y, con un olor fuerte a tequila, me susurró:

—Lucía… si mañana ya no estoy aquí, no me busques. Promételo.

Reí nerviosa.
—¿A dónde se va a ir, María? Mañana es domingo, los de la obra siempre la esperan.

Ella no respondió. Solo me tomó la mano. Tenía los dedos helados.
Luego subió a su cuarto sin mirar atrás.


A las tres de la madrugada, comenzó a llover a cántaros.
Yo seguía limpiando el mostrador cuando escuché un golpe fuerte arriba, como si algo hubiera caído.

Subí corriendo.
La puerta de su cuarto estaba entreabierta.

La encontré sentada frente a la mesa, el cabello suelto, la botella volcada y un papel empapado de lágrimas:

“Perdón… que no lo encuentre.”

Me acerqué, asustada.
En ese momento, la luz se fue.
Y entre los relámpagos, vi una silueta en la puerta: un hombre con impermeable negro, empapado, inmóvil.

Me miró, luego bajó la vista hacia María.
Sin decir una palabra, arrancó el papel de sus manos, lo guardó en el bolsillo y se fue bajo la lluvia.


A la mañana siguiente, María del Sol desapareció.
Su cuarto estaba vacío. Sin ropa, sin celular, sin nada.

La dueña del bar, Doña Lupita, solo dijo:
—Se regresó al rancho. No pregunten más.

Pero todas sabíamos que era mentira.
En sus papeles de ingreso, el domicilio que había dado pertenecía a una casa abandonada, y la credencial de elector era de una mujer muerta hacía años.


Tres semanas después, llegó la policía.
Dijeron que habían encontrado un cuerpo flotando en un canal industrial de Monterrey.
Llevaba una cadena con la letra “T” y un papel casi borrado por el agua con las mismas palabras:

“Perdón… que no lo encuentre.”

Sentí un escalofrío que me atravesó el alma.


Pasaron tres meses.
El bar cerró después de un “problema interno”.
Doña Lupita se fue del pueblo y el edificio quedó abandonado, hasta que llegaron las máquinas a demolerlo para construir una gasolinera.

Yo fui a ayudar a sacar las cosas viejas.
Bajo las escaleras, encontré una caja metálica oxidada.
Dentro había una foto: María del Sol, abrazando a un niño de unos cinco años, que llevaba una cadenita con la letra “T”.

El rostro del niño… era idéntico al del hombre del impermeable aquella noche.


La gente decía que María era “una cualquiera”, “una mujer sin remedio”.
Pero yo ya sabía la verdad: solo era una madre huyendo del hombre que había matado al padre de su hijo.
Había trabajado de noche, en el lugar más oscuro, solo para mandarle dinero al pequeño y mantenerlo a salvo.


Años después, pasé de nuevo por ese tramo de carretera.
Donde antes estuvo el bar, ahora había una pequeña capilla con flores frescas y un letrero sencillo:

“A la memoria de María del Sol.
Madre antes que todo.”

Me quedé parada un momento.
El viento olía a lluvia y bugambilias.
Por primera vez, no sentí miedo ni tristeza.
Solo una paz extraña… como si ella, desde algún lugar, finalmente hubiera encontrado descanso.


🌹 FIN 🌹