El albañil que apostó todo por amor

En un barrio humilde de las afueras de Puebla, vivía Toño, un albañil de 35 años, conocido por su sonrisa sincera y su corazón trabajador. La gente del lugar quedó boquiabierta cuando anunció que iba a casarse con Mariana, una joven que desde hacía tres años se movía en silla de ruedas tras un accidente automovilístico.
Antes del accidente, Mariana era la alegría de su pueblo — maestra de primaria, risueña, admirada. Pero desde aquel día, su vida se detuvo. Entre terapias y noches de llanto, se fue apagando poco a poco.
Cuando Toño le propuso matrimonio, los vecinos murmuraron:
—¿Está loco o qué? ¿Casarse con una muchacha que ni puede caminar? ¡Y todavía va a gastar más de trescientos mil pesos en la boda!
Toño solo sonreía, con esa calma que desarma. Tomaba la mano de Mariana y decía bajito:
—Si tú no puedes levantarte, amor, pues yo me siento a tu lado. Pa’ que sigamos juntos el camino.
Aquellas palabras derritieron el miedo de Mariana. Después de años de sentirse una carga, por primera vez volvió a creer que merecía ser amada.
Su mamá se opuso con el alma partida:
—¡Hija, no lo hagas! No quiero que él sufra por ti.
Mariana le respondió con voz suave pero firme:
—Mamá, él no me ve como un peso… me ve como su destino.
Después de meses de insistencia, las familias aceptaron. La boda fue sencilla, en la capillita del barrio, con papel picado, flores de cempasúchil y guitarras sonando rancheras suaves.
Toño, con sus propias manos, remodeló la casita: construyó rampas, amplió puertas, adaptó el baño, y pintó las paredes de colores alegres. Gastó todos sus ahorros de años trabajando bajo el sol, pero su sonrisa no se borraba ni un segundo.
Aquella noche, mientras afuera lloviznaba, Toño cargó a Mariana hasta la cama. Con manos temblorosas, desabrochó el vestido blanco. Y entonces se quedó helado — no por lo que faltaba, sino por lo que vio:
cicatrices, moretones viejos, la huella muda de años de lucha y dolor.
Él la abrazó, tan fuerte como si quisiera fundirse con ella. No dijo nada, solo dejó que sus lágrimas se mezclaran con las de ella.
—¿No te arrepientes? —susurró Mariana.
—No, mi vida. Si acaso me duele no haber llegado antes… para que sufrieras menos. Eres mi suerte grande.
Ella rompió en llanto, pero esta vez de felicidad. Por fin alguien la miraba con amor, no con lástima.
Los días siguientes fueron de aprendizaje y ternura. Toño no era solo su esposo; era su cómplice, su enfermero, su mejor amigo. La llevaba cada semana a fisioterapia, cocinaba sus platillos favoritos — enchiladas verdes y arroz con plátano — y hasta le fabricó un pequeño caballete para que pudiera volver a pintar.
Poco a poco, los cuadros de Mariana se llenaron de colores vivos, cielos azules y bugambilias. Abrió un taller virtual llamado “Renacer en Colores”, donde enseñaba arte a niños de todo México.
Un año después, algo cambió: comenzó a sentir cosquilleo en las piernas. Dos años más tarde, logró dar tres pasos con ayuda de un bastón.
Cuando lo hizo, Toño cayó de rodillas, llorando como un niño.
—¿Ves, mi amor? —dijo ella entre risas y lágrimas—. Te lo dije… te sacaste la lotería.
Él la miró con los ojos brillando y respondió:
—Y ni por todo el oro del mundo cambiaría mi premio.