“Dormíamos en la estación. Una señora me dejaba pan todas las noches sin que la viera. Años después, la encontré.”

La estación de Constitución olía a orín, a empanadas frías y a desesperanza. Pero para mí y para mi hermano Tito, era el Hilton. Teníamos nuestro rincón, cerca de los baños pero no tanto, lejos de las corrientes de aire pero con vista a la salida por si había que salir corriendo. Estrategia de supervivencia, le decíamos nosotros. Vagancia, nos decía la policía.

Llevábamos tres meses durmiendo ahí cuando empezó el milagro del pan.

La primera vez pensé que alguien lo había tirado. Un pan francés, todavía tibio, envuelto en una servilleta de papel. Estaba al lado de mi cabeza cuando me desperté, como si lo hubiera parido durante la noche. Tito casi llora cuando lo partimos.

—Debe ser de Dios —dijo con la boca llena.

—Dios no usa servilletas del Carrefour, boludo.

Pero seguía apareciendo. Cada noche. A veces pan, a veces facturas, una vez un sándwich de milanesa que comimos como si fuera Navidad. Yo me quedaba despierto, tratando de descubrir quién era nuestro benefactor invisible, pero siempre me ganaba el sueño. Era como tener un hada madrina con problemas de timing. Escrito por Gisel Dominguez.

Pasaron dos años así. Conseguimos laburos, alquilamos una pieza, dejamos la estación. Pero nunca supe quién había sido.

Hasta hoy.

Estoy en la panadería del barrio, discutiendo el precio de las medialunas como si fuera la bolsa de valores, cuando la veo. Una señora de unos sesenta, con rodete y delantal, que me mira con una sonrisa rara. Como si me conociera.

—¿Puedo ayudarlo en algo más? —pregunta.

Algo en su voz me eriza la nuca. Y entonces lo veo: en el mostrador, un pan francés envuelto en servilleta de papel.

—Usted… —se me quiebra la voz—. Usted era la de la estación.

Se pone colorada hasta las orejas.

—No sé de qué me habla.

—Constitución. Hace cinco años. El pan. —Me tiemblan las manos—. Era usted.

Se le llenan los ojos de lágrimas y asiente.

—Los veía ahí, a usted y a su hermano. Tan flacos. Yo salía del turno noche de la panadería, siempre me llevaba algo para la casa, y… —se seca los ojos con el delantal—. No podía no hacer nada.

—¿Por qué nunca se acercó?

—Porque ustedes necesitaban el pan, no mi lástima. —Sonríe—. Además, si me veían, capaz se sentían obligados a darme las gracias, y yo no quería eso. Quería que comieran tranquilos.

Me agarro del mostrador porque siento que me voy a caer.

—Nos salvó la vida.

—Ay, no exagere. Era solo pan.

—No era solo pan. —Trago saliva—. Era saber que alguien, en algún lugar, se acordaba de que existíamos.

Nos quedamos en silencio. Ella llorando, yo llorando. Los otros clientes mirando como si estuviéramos locos.

—¿Su hermano? —pregunta.

—Estudia enfermería. Le va bien. Gracias a usted.

—Gracias a ustedes, querrá decir. Que tuvieron las agallas de salir adelante.

Saco la billetera y pongo todo lo que tengo en el mostrador.

—¿Qué hace? —se asusta.

—Devolviendo lo del pan. Con intereses.

—¡No sea ridículo! Guarde esa plata.

—Entonces hágame un favor. —La miro a los ojos—. Déjeme invitarla a un café. Tengo que presentarle a mi hermano. Tiene que saber quién es su hada madrina del Carrefour.

Se ríe entre lágrimas.

—¿Hada madrina del Carrefour? Dios mío.

—Bueno, ¿le parece el sábado?

—El sábado trabajo.

—¿El domingo?

—El domingo también.

—¿Y cuándo descansa?

—Los martes.

—Perfecto. El martes a las cinco. Acá mismo. Y traiga hambre, porque le voy a comprar todas las facturas que quiera. —Hago una pausa—. Con servilleta del Carrefour incluida.

Se tapa la cara con las manos, riéndose y llorando al mismo tiempo. Cuando salgo de la panadería, llevo un kilo de pan que no necesitaba y el corazón más liviano que en años.

Porque resulta que los ángeles existen. Usan delantal, trabajan de noche, y envuelven milagros en servilletas de supermercado.