Doña Rosario y las llamadas que cruzan el tiempo

El barrio de San Ángel era tranquilo, un lugar donde todos se conocían y solo con escuchar el sonido de las sandalias ya se sabía quién pasaba. En una de sus calles vivía sola Doña Rosario, una mujer de 85 años. Su esposo había fallecido hace muchos años, su hijo murió en la guerra, y su hija se había casado lejos y falleció repentinamente en un accidente. Durante años, Doña Rosario solo convivía con su gato gris y su vieja radio que sonaba todas las mañanas.
Todo seguía con calma hasta una mañana de principios de mayo.
Don Héctor, dueño de la tiendita de la esquina y distribuidor de tarjetas SIM, empezó a notar algo extraño. Doña Rosario venía cada semana a su tienda y compraba más de 20 tarjetas SIM nuevas, todas muy baratas, de las que casi nadie usaba.
Al principio, Don Héctor pensó que alguien la estaba engañando o que había un error. Pero semana tras semana, la anciana seguía viniendo, sin faltar ni un solo día.
Un día, la curiosidad pudo más y Don Héctor le preguntó:
—Doña Rosario, ¿para qué compra tantas tarjetas SIM? Ni siquiera usa teléfono.
Doña Rosario sonrió con timidez, y sus ojos, aunque algo nublados, brillaron con un destello misterioso:
—Ah… para hablar con mi familia, hijo.
Don Héctor frunció el ceño. ¿Familia? Todos sabían que Doña Rosario vivía sola, sin parientes cerca, y su único teléfono era un Nokia viejo con teclas desgastadas.
Lo extraño se volvió más evidente cuando Don Héctor la vio un día sentada frente a la tienda, marcando números una y otra vez. Pero después de marcar, siempre colocaba el teléfono sin llamar realmente.
Intrigado, decidió acercarse y preguntarle suavemente:
—Doña Rosario, ¿no llama a nadie?
La anciana suspiró, mirando al horizonte:
—No… pero cada número que marco es para alguien que necesito escuchar. Cada SIM nueva es un pequeño puente a quienes ya no están aquí. No puedo abrazarlos, no puedo verlos… pero puedo hablarles, aunque solo sea en mi corazón.
Don Héctor se quedó sin palabras. Y de repente entendió: esas tarjetas SIM no eran para hablar con vivos, sino para mantener viva la memoria de quienes ella amaba.
Desde entonces, el barrio de San Ángel comenzó a mirar a Doña Rosario con una mezcla de respeto y ternura. Y aunque su casa seguía en silencio, sus llamadas imaginarias llenaban la calle de un eco cálido y silencioso, recordando a todos que el amor no se pierde, solo cambia de forma.
Los días siguieron su curso, y Doña Rosario continuaba con su ritual semanal. La gente del barrio ya no se extrañaba al verla con su montón de tarjetas SIM; al contrario, algunos incluso se detenían a saludarla, compartiendo una sonrisa silenciosa, como respetando su mundo secreto.
Una tarde, mientras el sol caía sobre los tejados del barrio y las sombras se alargaban, Don Héctor la encontró frente a la tienda, rodeada de todas sus SIM apiladas cuidadosamente. Esta vez, sin embargo, algo en su mirada era diferente: había un brillo de emoción que no había visto antes.
—Doña Rosario, ¿está bien? —preguntó él con suavidad.
Ella asintió lentamente y, con voz temblorosa pero firme, respondió:
—Hoy… hoy recibí un mensaje.
Don Héctor la miró confundido.
—¿Un mensaje? Pero si usted no usa el teléfono…
Doña Rosario sonrió y señaló una pequeña SIM que sostenía entre sus dedos. En ella, como un milagro que parecía imposible, alguien había dejado un mensaje escrito: “Te escuchamos siempre. Nunca estás sola.”
Don Héctor parpadeó, sorprendido, y la anciana explicó:
—No sé cómo llegó, ni quién lo escribió… pero sentí sus voces. Mis hijos… mi esposo… todos. Como si de alguna manera me escucharan desde donde estén.
Esa noche, el barrio entero notó algo diferente. Desde la casa de Doña Rosario, un tenue resplandor se escapaba por las ventanas y, aunque nadie podía oír realmente, el aire parecía lleno de murmullos suaves, como un coro de memorias y afecto que rodeaba la calle.
Doña Rosario se sentó en su mecedora, el gato en su regazo, y por primera vez en años, sintió que no estaba sola. Sonrió, y mientras el cielo se pintaba de tonos naranja y violeta, susurró:
—El amor nunca se va. Solo se transforma, y ahora sé que ellos siempre me escuchan.
Desde entonces, el barrio de San Ángel nunca volvió a ser igual. Cada SIM que Doña Rosario compraba ya no era solo un recuerdo; era un puente vivo entre el pasado y el presente, entre los que se fueron y los que aún la amaban. Y el eco de su amor silencioso llenaba cada rincón del vecindario, recordando a todos que la conexión más profunda no necesita voz ni llamada: basta con el corazón.