Don Arturo Hua, un empresario de origen chino, vivía rodeado de lujos pero consumido por la soledad.

Don Arturo Hua, un empresario de origen chino establecido en Ciudad de México, tenía ya setenta años. Su esposa había muerto hacía más de dos décadas, y todos sus hijos se habían marchado al extranjero: unos vivían en Canadá, otros en Europa, y solo lo llamaban de vez en cuando para pedirle dinero o discutir sobre herencias.

Desde hacía casi diez años, Don Arturo vivía solo en una mansión de más de cincuenta millones de pesos, con muros de mármol y un jardín tan silencioso que hasta los pájaros parecían evitarlo. En su despacho, un enorme cofre de hierro guardaba lingotes de oro, fajos de billetes y una colección de escrituras apiladas en un mueble de caoba. Todo lo que había amado estaba ahí dentro: su riqueza, su orgullo, su legado.

Pero la soledad es un tipo de enfermedad que ni el dinero puede curar.

Una tarde de verano, mientras visitaba un exclusivo spa en Polanco, conoció a Hanna, una joven de veinte años que trabajaba como recepcionista. Tenía una belleza serena, de esas que no gritan atención sino que hipnotizan en silencio. Su voz era suave como miel tibia, sus gestos educados, y sobre todo, tenía algo que pocas personas le ofrecían a Don Arturo: atención.

—¿Desea que le reserve su masaje habitual, señor Hua? —preguntó con una sonrisa tímida.
—Llámame Arturo —respondió él, sintiendo un extraño calor en el pecho.

Desde ese día, volvió una y otra vez. Al principio, solo para “relajarse”. Pero pronto comenzó a llevarle regalos: perfumes importados, bolsos caros, un collar de jade. Hanna se negaba al principio, pero su negativa era tan dulce que solo lo incitaba más.

En menos de dos meses, Don Arturo ya no podía pasar un día sin verla. “Eres lo único verdadero en este mundo falso”, le decía. Y un día, sin consultarlo con nadie, tomó una decisión que escandalizaría a todos sus conocidos: se casaría con ella.

El anuncio cayó como una bomba entre sus socios. Algunos rieron, otros lo criticaron en silencio. Pero a Don Arturo no le importó. Ordenó una boda que haría historia: el banquete más caro, la orquesta más famosa, un vestido de novia bordado con cristales, y una caravana de autos de lujo que recorrió todo Paseo de la Reforma.

—Tengo dinero —decía él con orgullo—. Y tengo derecho a disfrutar de la belleza mientras aún respiro.

La noche de bodas fue un espectáculo. En la habitación principal, el aire olía a rosas y a vino caro. Don Arturo esperaba en la cama, vestido con un pijama de seda, el corazón latiendo como un muchacho de veinte años.

La puerta se abrió suavemente. Hanna apareció envuelta en un kimono blanco, la piel bañada por la luz de las velas. Caminó hacia él con una sonrisa misteriosa.

—Mi amor —murmuró Don Arturo, extendiendo la mano.

Pero antes de que pudiera tocarla, ella lo miró a los ojos y dijo con voz temblorosa:
—Perdóname… papá.

Él parpadeó, creyendo haber escuchado mal.
—¿Qué dijiste?

Pero no hubo tiempo para preguntar. Un fuerte golpe resonó en la puerta. De repente, una docena de personas entraron: agentes judiciales, abogados y dos policías uniformados. El jefe del grupo levantó una carpeta y anunció con voz seca:

—Por orden del Tribunal Federal, todas las propiedades del señor Arturo Hua quedan embargadas de manera preventiva.

Don Arturo se quedó helado.
—¿Qué demonios está pasando? ¡Esta es mi casa!

Hanna, con el rostro pálido pero sereno, dio un paso al frente.
—Don Arturo, soy la abogada representante de la familia Hua. Sus hijos me han otorgado poder notarial para ejecutar la medida cautelar.

El anciano sintió que el suelo se le abría bajo los pies.
—¿Qué… qué estás diciendo? Tú eres mi esposa.

—No —susurró ella, con los ojos llenos de algo que parecía tristeza—. Solo cumplí con mi deber.

Los agentes comenzaron a abrir el cofre, a revisar papeles, a sellar habitaciones. Los lingotes, las joyas, los documentos… todo fue inventariado. Uno de ellos colocó un sello rojo en la puerta del estudio: “Bienes bajo custodia judicial”.

El silencio en la mansión era insoportable.

—Todo esto fue una trampa —balbuceó Don Arturo—. ¿Desde el principio?

Hanna bajó la mirada.
—Sus hijos sospechaban que intentaría transferir propiedades a nombre de otra persona. Me contrataron para evitarlo.

—¿Y por qué fingir amor? ¿Por qué casarte conmigo? —gritó él, con lágrimas de rabia.

Ella respiró hondo.
—Porque usted no confía en nadie. Era la única manera.

Los presentes continuaban su labor legal, ajenos a la escena que se desarrollaba entre los dos. Afuera, los invitados aún bebían champaña sin saber que el dueño de la fiesta ya había perdido todo.

Don Arturo se dejó caer en la cama, los ojos vidriosos.
—¿Me odian tanto mis propios hijos?

—No lo sé —contestó Hanna—. Pero sé que el dinero puede pudrir cualquier lazo, incluso el amor de familia.

Ella se acercó, dejando sobre la mesita de noche un sobre cerrado.
—Aquí tiene las copias de los documentos. Todo lo que fue suyo ahora pertenece al proceso judicial.

Él no respondió. Solo observó cómo se alejaba lentamente, con el mismo andar elegante con que había entrado a su vida.

Antes de salir del cuarto, Hanna se detuvo en la puerta y murmuró:
—No quería hacerle daño… pero usted mismo sembró el camino que hoy pisa.

Y desapareció entre el eco de sus propios pasos.

El amanecer encontró a Don Arturo aún sentado en la cama, con la mirada perdida. Afuera, los autos de lujo se habían ido, los guardias cerraban las rejas y el perfume de las rosas se mezclaba con el polvo del silencio.

Durante semanas, nadie volvió a saber de él. Algunos dijeron que se había marchado a una hacienda lejana en Guanajuato, otros que lo habían visto en un templo budista del norte. Solo el jardinero contó, tiempo después, que una noche escuchó su voz en el patio:

—Creí que comprando amor podía recuperar juventud… pero solo compré mi propia condena.

El hombre que una vez tuvo todo, terminó solo, sentado frente a un lago artificial lleno de hojas muertas, esperando quizás el perdón que nunca llegaría.

Y así, la historia de Don Arturo Hua se convirtió en una advertencia que muchos contaban en voz baja entre los círculos de empresarios en Ciudad de México:
“El dinero compra silencio, no lealtad. Y a veces, la mujer más dulce es solo el eco de una venganza disfrazada de ternura.”