Dolores Ortega, 81 años, nunca había ido a un concierto masivo.

Dolores Ortega, 81 años, nunca había ido a un concierto masivo. Su juventud estuvo marcada por responsabilidades, trabajo y el cuidado de sus hijos. Cada vez que escuchaba música alta desde su ventana, suspiraba pensando: “Me habría encantado vivir eso.”

En la residencia donde pasaba sus días conoció a Ramón Alcántara, 84 años, un hombre inquieto que aún escuchaba rock clásico en un viejo reproductor. Siempre decía:
—El día que deje de bailar, ese día estaré muerto de verdad.

Una tarde, en el comedor, Ramón mostró una revista con un anuncio: “Festival de Música Joven – Monterrey”. Cientos de bandas, luces, baile y miles de asistentes.
—¿Y si vamos? —propuso con una sonrisa traviesa.
Dolores lo miró incrédula.
—¿Un festival… nosotros?
—Claro. ¿Por qué no?

Cuando lo contaron en casa, sus hijos se opusieron con firmeza.
—¡Mamá, eso es para jóvenes!
—Papá, allí solo hay ruido, desorden y peligro.

Pero Dolores, con una chispa en los ojos que llevaba años apagada, respondió:
—Precisamente por eso quiero ir. Quiero sentir que aún estoy viva.

Y así, contra todas las advertencias, se escaparon en autobús hacia Monterrey.

El día del festival, las miradas se clavaron en ellos: dos ancianos con sombrero y gafas oscuras caminando entre multitudes de jóvenes. Al principio, algunos rieron. Pero pronto las risas se transformaron en respeto: Dolores y Ramón se movían al ritmo de la música como si fueran adolescentes.

Un grupo de chicos les ofreció cerveza. Otros los grabaron bailando y en pocas horas, los videos se volvieron virales en redes sociales: “Los abuelos del festival”.

En medio del mar de luces, Ramón tomó la mano de Dolores.
—¿Ves? No hay edades para la música. Solo corazones dispuestos a latir fuerte.
Ella, con lágrimas de emoción, le gritó al oído:
—¡Gracias por regalarme la juventud que nunca viví!

Cuando llegó la canción final, ambos se abrazaron mientras la multitud saltaba alrededor. No importaba que sus piernas temblaran: en ese instante, eran parte de algo inmenso, un latido colectivo que los hacía eternos.

Al regresar a casa, exhaustos pero radiantes, Dolores escribió en un papel arrugado:
“Hoy aprendí que no existen edades para la fiesta, la música ni el amor. El cuerpo envejece, pero el alma… siempre baila joven.