Dolores Méndez, 72 años, llevaba una década viuda. Su rutina era tranquila

Dolores Méndez, 72 años, llevaba una década viuda. Su rutina era tranquila: las mañanas en la huerta de su casa en Granada, las tardes de bingo con amigas y las noches de televisión. Todo estaba en orden, todo era predecible. Hasta que, una mañana cualquiera, al entrar en la cafetería de siempre, se cruzó con Antonio Salvatierra, 75 años, antiguo profesor de matemáticas del barrio.

Él estaba sentado junto a la ventana, hojeando un periódico arrugado. Tenía el cabello completamente blanco, las manos firmes pero gastadas por los años. Dolores dudó unos segundos, pero se acercó.
—¿Antonio? ¿Eres tú?

Él levantó la mirada y sus ojos se iluminaron.
—¡Dolores! Pero si eras la vecina de la calle San Pedro, ¿no? —su voz sonó como un recuerdo que volvía después de mucho tiempo.

Se rieron de los años pasados, de lo mucho que habían cambiado y, casi sin darse cuenta, pasaron más de una hora hablando de todo y de nada. Al despedirse, Antonio dijo algo que quedó flotando en el aire:
—Oye, ¿te parece si nos volvemos a ver el jueves que viene, aquí mismo?

Y así comenzó un ritual.

Cada jueves, Dolores y Antonio se encontraban en aquella cafetería de mesas de mármol y olor a café recién molido. Ella siempre pedía té de manzanilla; él, un cortado. Primero hablaban de sus nietos, de las noticias, de las dolencias que traen los años. Pero poco a poco, fueron abriendo cajones más íntimos: los amores que tuvieron, los miedos que los acompañaban, las cosas que aún soñaban.

—A veces siento que ya viví lo que tenía que vivir —confesó Dolores una tarde, mirando la espuma de su infusión—. Como si lo que queda fuera solo esperar.
Antonio la miró con una ternura inesperada.
—Yo creía lo mismo… hasta que volviste a aparecer.

Dolores sonrió, pero no dijo nada. El silencio también tenía su propio lenguaje.

Con el paso de los meses, aquellos jueves se convirtieron en la chispa de la semana. Se regalaban libros, intercambiaban recetas, paseaban después del café hasta el parque cercano. Nadie más lo sabía. No porque quisieran esconderlo, sino porque disfrutaban del secreto compartido, como dos adolescentes que descubren algo por primera vez.

Un día de primavera, Antonio llegó con una flor marchita en el bolsillo.
—Es de mi jardín —dijo, apenado—. No está muy bonita, pero pensé en ti.
Dolores tomó la flor y la acarició como si fuera de cristal.
—A mi edad, Antonio, no se trata de flores perfectas. Se trata de gestos como este.

A partir de entonces, empezaron a caminar más allá del café. Fueron al cine a ver una película romántica —“hacía veinte años que no iba”, confesó él—, visitaron una feria de libros y hasta hicieron una excursión a la Alhambra, como si redescubrieran juntos su propia ciudad.

Claro que había dudas. Dolores temía lo que pensarían sus hijos: “Mamá, ¿qué haces ilusionándote a los setenta y tantos?”. Antonio también cargaba con las sombras de su esposa fallecida, a quien había amado profundamente. Pero juntos aprendieron a no pedir disculpas por sentirse vivos otra vez.

Una tarde de verano, en la misma cafetería donde todo empezó, Antonio se animó a decir lo que llevaba meses guardando:
—Dolores, no sé cuánto tiempo nos quede, pero sí sé que quiero pasarlo contigo.
Ella, con los ojos brillando como hacía años no brillaban, respondió:
—Entonces prometamos algo: seguir viéndonos cada jueves… y también todos los días que nos queden.

Y así, entre cafés y confidencias, descubrieron que el amor no tiene edad, que puede renacer incluso en los corazones que creían haber cerrado sus puertas.